El otro día Ángeles me dijo que se había cruzado por la calle, muy cerca de casa, con David Cameron, el primer ministro británico, y dos de sus guardaespaldas. Y añadió que David la había mirado de arriba a abajo, pero no con la circunspección que cabe esperar en un primer ministro, sino con la admiración -y aun el rijo contenido- de cualquier varón común. No es extraña la coincidencia pedestre con el alto mandatario: este verano Jordi Doce, que pasaba unos días con nosotros, se cruzó con Boris Johnson, el alcalde de Londres, gordo, rubio, populista y conservador (casi todos los conservadores célebres de este país son o han sido obesos: el doctor Johnson, G. K. Chesterton, Winston Churchill: la alimentación favorece a la burguesía). Jordi estuvo a punto de pedirle que se hiciera una foto con él y con su hija Paula, pero le disuadió que ya estuviera muy ocupado retratándose con un grupo gorjeante de admiradoras, y, más aún, el color gallináceo de su pelo. Tampoco resulta muy frecuente pillar a un hombre con responsabilidades públicas, como Cameron, revelando al primate que nunca dejamos de ser, aunque no hace mucho generó algún escándalo en Gran Bretaña la difusión de una foto, hecha por su cuñada -guapísima, por cierto-, en la que se veía al premier echándose una siesta en una cama desordenada, con los pies desnudos en primer plano. En cualquier caso, para comportamientos simiescos, el de José María Aznar cuando metió un bolígrafo en el canalillo de una periodista que le hacía preguntas que lo incomodaban. Algo así es tan deplorable como el personaje que lo protagoniza, que ha dado suficientes muestras de su tosquedad, ética e intelectual, a lo largo de su carrera política. Un gesto de humanidad, sin embargo, como el de Cameron con Ángeles, o con su cuñada en el dormitorio (me doy cuenta de que la frase no suena bien, pero así era: Cameron dormía en una alcoba en la que también estaba su cuñada), me hace simpáticas a esas personas que parecen, a menudo, seres irreales, inalcanzables. Pero, tras pensar en todo esto, Ángeles y yo nos preguntamos qué podía estar haciendo Cameron, a pie, por estos barrios. Y dimos con una respuesta posible, o, por lo menos, con la que nos habría divertido dar: Cameron estaba visitando a sus espías. Resulta que en un solo tramo de la ciudad, entre los puentes de Vauxhall y Lambeth, se encuentran los dos centros más importantes del espionaje británico: el MI5, dedicado a la seguridad interior, o contraespionaje, y el MI6, dedicado a las actividades en el exterior. Los edificios en que se encuentran dan al Támesis, el primero desde Millbank, en la ribera norte, y el segundo desde Vauxhall Cross, en la ribera sur. Ambos no pueden ser más distintos. El MI5 ocupa Thames House, un edificio construido entre 1929 y 1930, de una austeridad infinita, homogéneo y gris, con aires, más bien, de sede de la Seguridad Social o de escuela de auditoría y contabilidad. Me sorprende su accesibilidad: las ventanas, muchas, son simples ventanas de vidrio, sin aparente protección especial; los despachos resultan visibles desde la calle, por la que pasean millares de personas, y no parece difícil estampar un ladrillo -o una bomba- contra ellas. Solo en los alféizares exteriores se ha instalado una superficie inclinada, para que no se pueda dejar nada en ellos. Ninguna placa o leyenda lo identifica, pero todo el mundo sabe que allí se juntan, desde 1994, los espías encargados de que nadie espíe a Gran Bretaña. El MI6 es muy diferente: su espectacularidad atrae la atención general. Al edificio que lo alberga se le llama Legoland -también se llamaba así al castillo del Bruc, en Barcelona, que durante décadas fue una tenebrosa caja de reclutas para el servicio militar- o Babylon-on-Thames, por su semejanza con los zigurats asirios. La construcción, en efecto, es una superposición de bloques, ocres, negros y verdes, culminados por dos torres truncadas, que parecen contemplar el mundo como escotillas de una gigantesca nave espacial. Cuando uno pasea cerca de él, en el Albert embankment, sí aprecia las medidas de seguridad, quizá porque este centro ha sufrido ya algún atentado terrorista: en 2000, unos desconocidos lo atacaron con misiles antitanque rusos. Tiene muros, alambres de espino, puertas reforzadas, accesos dobles y triples, cámaras por doquier. Pero, como a Thames House, nada lo identifica: el único signo de que este es un edificio oficial es una enorme aunque solitaria bandera británica, que ondea contra un cielo ceniciento. Y no se ve a nadie, ni dentro ni fuera del edificio: no se aprecia ninguna actividad. Es como una inmensa cáscara sin sangre, como un catafalco ribereño, monstruoso y letal, como un templo dedicado a alguna divinidad olvidada. Para el MI6 trabaja, sin embargo, James Bond, el hiperactivo agente de su Majestad, con licencia (que es una mala traducción: debería ser "permiso") para matar. Y es curioso que Ian Fleming, el creador del universal personaje, viviera cerca de aquí, también frente al río, en las Carlyle Mansions, en Cheyne Walk, donde residieron, asimismo, Thomas Carlyle y T. S. Eliot. Seguramente, desde el balcón de Fleming se divisaba el emplazamiento del MI6, donde entonces había una destilería de ginebra, aunque no sé qué le habría parecido este edificio mesopotámico y multicelular. De lo que sí estoy seguro es de lo que hablaban Eliot y Fleming cuando coincidían en el ascensor: de nada.
Londres, mi querido Londres. Battersea Park y ahora las Carlyle Mansions. Es un gusto tener la ciudad tan cerca...
ResponderEliminarAbrazos, Eduardo.