jueves, 27 de febrero de 2014

Comer calçots

Comer calçots es uno de los grandes placeres de la vida, pero no es fácil. Para empezar, se ha de hacer en la temporada del calçot, entre finales del invierno y principios de la primavera: un margen estrecho. Luego, hay que asarlos, pero no sobre las brasas, como se haría con la carne, sino sobre la llama viva: la humareda que se produce es notable, aunque, con el frío que suele hacer, hay a quienes les gusta estar cerca del fuego, y envueltos por el humo, para calentarse. El proceso de cocción es asimismo complicado: hay que estar atentos para que los calçots no se quemen, lo que destruiría el preciado tallo interior, sino solo para que se soasen: las hojas que envuelven al cebollino han de ennegrecerse y entreabrirse ligeramente -otro buen síntoma es que echen espumilla, como los caracoles-: eso indica que están a punto. Luego es menester agruparlos en fajos de veinte o veinticinco, envolverlos en papel de periódico y dejarlos así, bien arropados, como un niño en su moisés, para que acaben de cocerse con su propio calor. ¿Por qué papel de periódico? Supongo que para preservar el calor. Uno diría que el plomo y las demás sustancias tóxicas que ese material contiene solo pueden perjudicar la delicada textura del calçot, y a nuestra salud, pero no parece que sea así. Desde luego, no dañan el sabor. Después, en la mesa, llega el gran momento: los paquetes de calçots son depositados ante los comensales, que los atacan con ferocidad. Eso hicieron Agustín y José Antonio, nuestros anfitriones en Cal Jep, y eso hicimos nosotros, sus extasiados huéspedes, el sábado pasado: ellos pusieron los fajos ante nuestra fauces, y nuestras fauces respondieron de inmediato al estímulo: nuestras fauces fueron inmisericordes; luego, claro, se sumaron también las suyas. Sin embargo, como digo, la cosa tiene su intríngulis. Para comer calçots es muy conveniente ponerse un babero -un babero muy grande, que cubra desde el cuello hasta el regazo-, porque los cebollinos se untan en romesco, o en otras salsas turbulentas, y, de camino a la boca, gotean con malicia. Después, hay que pelarlos: mientras una mano sujeta la cebolla por la punta, la otra lo desviste de las hojas renegridas. Hay algo muy erótico en esa operación, cuando se hace bien: desvelar la carne, y verla lucir, casi transparente, a la luz del sol invernal, ya sutilmente declinante, excita tanto como comérsela. Los muy acostumbrados a trasegar calçots lo hacen con un golpe definitivo, que deja al cebollino desnudo y temblando, como si a alguien se le arrebatara de súbito la ropa y se quedara, avergonzado, en la pura y dorada piel. Los menos habituados o más torpes, como yo, suelen pelearse con el recubrimiento: no arrancan todas las hojas, o no consiguen separarlas del extremo del fruto -un punto estratégico: donde pulpa y piel se engarzan raigalmente-, o arrancan también parte de la carne. Además, los calçots están muy calientes -admira entonces uno el aislamiento térmico que proporcionan los diarios: con razón los ciclistas se los ponen entre la ropa y el pecho cuando han de bajar algún puerto helado-, y los dedos sufren. Poco a poco, sin embargo, la temperatura disminuye y el gesto de pelar se automatiza. Los calçots viajan entonces con rapidez del haz al gaznate, y es una gloria rebozarlos en los grumos de salvitxada o de romesco, elevarlos por encima de la cabeza, como si ofreciéramos una forma consagrada al Altísimo, abrir amorosamente la boca, introducirlos en ella cuan largos son -otro asunto peliagudo: un buen calçot puede medir 25 centímetros, como Nacho Vidal- y experimentar a continuación una explosión de sabor como conozco pocas: el calçot se deshace en la lengua con resonancias finísimas, térreas, en las que se mezclan los azúcares y los silicatos, el bosque y el sol. El calçot parece un fruto naturalmente caramelizado. La acidez que le procuran las salsas en las que se baña, modera y subraya, a la vez, esa dulzura sutil, casi sobrenatural. El sábado pasado, en Cal Jep, devoramos no sé cuántos montones de calçots. Yo, en particular, di cuenta de más de una docena. Hay que entenderlo: entre los comensales no estaba Jesús Aguado, poderoso zampador, que siempre me supone una gran competencia, y pude obrar libremente: acabé con los míos y con buen parte de los que se habría comido él. Terminamos todos con los manos negras: así se quedan después de luchar con las hojas requemadas de los cebollinos. La mesa era como un paisaje después de la batalla: con filamentos de calçots por todas partes, y manchas de romesco, y buruños de servilletas sucias, y hojas de periódico, y salpicaduras de vino. Pero había mucha felicidad. Sin embargo, la cosa no acabó ahí, no acaba nunca ahí: es tradición que, después de los calçots, se sirvan butifarras y carnes, y así lo hicieron Agustín y José Antonio. Atacamos, pues, también, las costillas y los filetes, las longanizas y las chistorras, generosamente regados con caldos de la tierra, y rematamos la colación con dulces, fresas y café. Decir que acabamos hartos sería poco: yo me sentía como una boa. Pero no solo el estómago estaba lleno: también lo estaba el espíritu. En aquella casa había habido mucha comida, pero también mucha poesía y mucha amistad. No concibo tríada mejor.

4 comentarios:

  1. Juan López-Carrillo27 de febrero de 2014, 12:43

    El Ayuntamiento de Valls, querido Eduardo, debería adquirir, comprarte, subvencionar este artículo tuyo ensalzador del calçot. Y luego reproducirlo en la publicidad y en los muros de las casas de la villa, en esa gran fiesta de la Calçotada que cada año hacen en Valls, ciudad cuna de esa gollería gastronómica. Esto, desde la admiración, era lo primero que te quería comentar. Lo segundo: Dices que sólo diste cuenta de más de una docena... ¿una docena de paquetes o de calçots? Si fuera de paquetes me causas admiración y asombro, jamás mis ojos han visto (y oído) tal deglución calçotera, los vates del Alt Camp, deberían cantar tu épica gesta, pero si fueron poco más de una docena de calçots... eso es una mariconadita, ese es el número de canelones que yo me como en Año Nuevo. Si así fue, espero que la vida permita que algún día nos encontremos frente a frente en una calçotada y sumirte en la más gozosa derrota.

    Un fuerte abrazo, preclaro amigo. Nos vemos el lunes.

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  2. Ojalá, queridérrimo Juanito, el ayuntamiento de Valls, o cualquier otro de las dilectas y nunca bien ponderadas Terres de l'Ebre, se anime a comprar mi texto, para el que no solicitaré sino una retribución acorde con su calidad. En cuanto a mi ingesta de calçots, fue bastante más de una docena cumplida -siendo sincero, muy cercana a las dos docenas-, pero no lo dije con tanta precisión y crudeza en la entrada para que no se me considerara un tragaldabas. En cualquier caso, no tengo ninguna duda de que, en singular lid calçotera, me derrotarías con todas las de la ley. Imagino tu capacidad para deglutir calçots similar, y aun superior, a la del mítico Pantagruel. Mi escuchimizado recipiente de 102 quilos no puede competir en modo alguno con el tuyo.

    Muchísimos abrazos, y hasta el lunes.

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  3. Hace ya años que disfruté de mi única calçotada y no fue en Cataluña, sino en Génova (Mallorca), en una casa regida por catalanes que cobran los calçots a precio de exclusiva en el Hola... Pero lo recuerdo como una de las experiencias gastronómicas más placenteras de mi vida. No solo por el ritual que tan bien has descrito, sino porque el sabor de los calçots es único, es como si fuera el único miembro de su familia de sabores: nada se le parece ni se le puede acercar. Y las memorables rondas posteriores de botifarró, sobrassada, camaiot, llonganissa... En fin, que me has puesto los dientes muy largos.

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  4. Tendrías que pasarte alguna vez por las que organizan Agustín y José Antonio en Cal Jep: son míticas. Y, con el mogollón de amigos poetas que nos reunimos allí, lo que nos íbamos a reír.

    Un gran abrazo calçotil.

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