El otro día, en Sheffield, tuve en la mano una cuarta o quinta edición, ya no lo recuerdo bien, de La colmena, de Camilo José Cela. Estuve a punto de comprarla. No porque no tenga el libro, sino porque era un volumen inmaculado, y más cercano a la mítica primera edición que del que yo dispongo. Además, estaba barato. Pero no lo hice: las maletas sobrecargadas y el espacio, no ya menguante, sino prácticamente inexistente, en mi biblioteca me disuadió de ello. Al cabo de poco, ayer, leo en El País que se han recuperado partes de la novela que el propio Cela había eliminado del original, por creer que no pasarían la censura, y otras que, efectivamente, habían sido rechazadas por los censores. Al parecer, el novelista se las había entregado a su amigo, el hispanista francés Noël Salomon, que los había guardado en una casa familiar en Burdeos, y, muchos años después de fallecer este, allí las había encontrado su hija, Annie Salomon, también estudiosa de la literatura española, que las ha donado a la Biblioteca Nacional de Madrid. La noticia demuestra la acrisolada sagacidad de la censura franquista. El informe de Andrés de Lucas Casla, el encargado de la revisión religiosa, e, increíblemente, Leopoldo Panero, responsable de la revisión política, establece: "¿Ataca el dogma o la moral" Sí. ¿Ataca al régimen? No. ¿Valor literario? Escaso". Es curioso que la ficha dijera que La colmena no atacaba al régimen, porque la descripción de España que hacía la novela era una gigantesca, una frontal denuncia de una sociedad sórdida, de la que el franquismo era, en gran medida, responsable. Pero ya se sabe que la censura no entraba en esas menudencias: si lo censurado no criticaba a la organización política, podía pasar, aunque lo que reflejara fuera una enormidad. El informe acredita asimismo otra cosa bien conocida: era mucho más importante, para las mentes eclesiales de la época, reprimir las crepitaciones sexuales que los estruendos antifranquistas. Una escena precoital, o incluso un inocente magreo, era mucho más probable que despertaran el celo (y quizá otras cosas) de los reverendos que un exabrupto democrático. Y así sigue siendo hoy: a la Iglesia le da igual la injusticia planetaria, pero considera "la peor catástrofe de la humanidad" la aprobación de la ley que permite el matrimonio homosexual en España. Además, las partes omitidas de La colmena -al menos, las transcritas por la prensa- no tienen la intensidad de una Anaïs Nin, ni siquiera de un Henry Miller: su voltaje erótico es, a nuestros ojos, más bien moderado, aunque seguramente en su época resultaba más electrocutante. Pese a ello, fueron rabiosamente tachadas por el implacable lápiz rojo de los monseñores. Cela sabía bien, en todo caso, cómo funcionaban esas cosas, entre otras razones, porque él mismo había sido miembro de la censura. Fue muy al principio de la posguerra, durante poco tiempo y en un puesto ínfimo: revisaba, creo recordar, la ortodoxia de las publicaciones y las comunicaciones de las congregaciones religiosas, o algo parecido, que era muy improbable que constituyeran un gran peligro para el Régimen. Sin embargo, con algunas infamias no se puede colaborar, ni siquiera en sus escalones más bajos: cualquier ayuda es una adhesión; cualquier contacto, una contaminación. Es suficientemente conocido también que, al estallar la Guerra Civil, Cela se ofreció como confidente a las autoridades de la sublevación. En su carta de ofrecimiento, indicaba que, por las actividades que había desarrollado antes del conflicto, estaba en inmejorables condiciones para saber quién era afecto o desafecto a la nueva España, y, por lo tanto, a quién se podía, o no, depurar (y, eventualmente, pelar). El escritor nunca pidió perdón, ni justificó de ningún modo (si es que algo así es justificable), esa nauseabunda proposición, lo que aún es, quizá, más sorprendente que la proposición en sí. Sin embargo, contrapesando estos baldones funestos, Cela ejerció una admirable labor de reconciliación -de reconciliación práctica, no simplemente retórica- con la revista Papeles de Son Armadans, que fundó y dirigió muchos años -con la inestimable ayuda, por cierto, del postista manchego Antonio Fernández Molina, hoy injustamente olvidado-, y con la editorial Alfaguara, también de su creación. La correspondencia con los escritores exiliados que se conserva de Cela -y que ha sido publicada, en un interesantísimo volumen, por Destino- revela a una persona acogedora y liberal, aunque uno siempre tiene la sospecha de que, entremezclado inextricablemente con esa generosidad intelectual, estaba el interés, meramente promocional, por vincularse con los mejores autores de nuestra letras. En todo caso, su amistad con algunos de esos autores -María Zambrano, Emilio Prados, Américo Castro- parece sincera y, a menudo, entrañable. Como escritor, Cela es un grande, y no solo por la calidad extraordinaria de algunos de sus relatos -La familia de Pascual Duarte, El viaje a la Alcarria, El viaje por el Pirineo de Lérida y, naturalmente, La colmena, que es un diorama vivísimo de un país miserable, como ha habido pocos en la literatura occidental-, sino porque nunca se conformó con su estatus acomodado. Pudiendo dedicarse a sestear en los laureles, el gallego siguió escribiendo obras incómodas, quizá no tan redondas como las anteriores, pero siempre audaces, desconcertantes: San Camilo, 1936, Oficio de tinieblas 5, Mazurca para dos muertos, aunque, ciertamente, el tramo final de su producción estuvo salpicado por el tedio, la reiteración y hasta el plagio, por La cruz de San Andrés, un horrendo Premio Planeta, como todos los Premios Planeta (aunque el plagio fuera finalmente descartado ante los tribunales, gracias, en parte, a un informe de un exprofesor mío en la Facultad de Filología: Luis Izquierdo). También hay que recordar que Camilo José Cela escribió poesía durante toda su vida, y que hasta llegó a reunirla en 1996, aunque muy pronto supo que no viviría de ella y mucho menos alcanzaría la fama que anhelaba. Su primer libro, Pisando la dudosa luz del día -cuyo título es un verso de Góngora-, es un excelente poemario surrealista, de un vigor sorprendente y un dolorido sentimiento antibélico. El espíritu vanguardista que alienta en él es el mismo que subyace en su narrativa, aun la más costumbrista: el espejo deformante situado a la vera del camino con el que él justificaba su tremendismo, no es sino la expresión en prosa del afán inquisitivo, desnudador, irracional, de su poesía. Hay que celebrar, en fin, que La colmena pueda ahora conocerse como la concibió su autor -no otro es el propósito de la Filología-, aunque no falten los oportunismos parasitarios de los grandes acontecimientos. Marina Castaño, por ejemplo, se ha apresurado a felicitarse por el hallazgo y a reivindicar la publicación completa de la novela, cuando la Fundación Camilo José Cela que preside se ha caracterizado por su negligencia en defender el patrimonio intelectual del escritor. Es un peaje que hay que pagar, supongo, por que avance el conocimiento de nuestra literatura.
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