Ayer me corté el pelo. Me gusta cortarme el pelo, sobre todo cuando el lavado lo hace una mujer. Apoyarse en la gran bacía del agua y dejar que unas manos femeninas te restrieguen la cabeza, humedecida por un chorro tibio, y esparzan un champú oloroso hasta la raíz del cuello, y te metan la punta de los dedos en las orejas para quitarles el cerumen más superficial, es uno de los grandes placeres de la civilización. Aunque el lavado suele durar poco, a veces casi me adormezco; y así, adormilado, se me aparece aquella escena de El marido de la peluquera, la enorme película de Patrice Leconte, en la que Anna Galiena, la peluquera, le lava el pelo al que será su marido, Jean Rochefort. No me importa que quien me esté frotando el cráneo no sea, ay, la Galiena, pero reconozco que abrir los ojos y ver que quien me ha estado masajeando es un señor con bigote me decepciona un poco. Encontrar un buen peluquero es una tarea ardua, entre otras razones, porque los peluqueros tienen una extraña tendencia al friquismo, cuando no al fascismo. Las mujeres, de nuevo, son distintas: opinan menos, desbarran menos, pero, a veces, y como contrapartida, resultan melancólicamente herméticas o mecánicamente ariscas. Yo fui fiel, muchos años, a Avelino. Avelino tenía una peluquería al lado de casa de mi madre, y allí, a la más cercana, me llevaba de niño para que llevara a cabo una tarea casi imposible: poner orden en mis greñas. A la proximidad geográfica Avelino sumaba otro mérito: era casi paisano de mi madre: había nacido en un pueblo que distaba apenas cuatro quilómetros del suyo, en Huesca. No recuerdo nada de aquellos años, salvo que, cuando salía del establecimiento, me tiraba con desesperación de los cuatro pelos que Avelino me había dejado, para ver si crecían más rápido: sabía que en clase me iban a freír a collejas. Pasaron muchos años, después, en que, ya independizado de mis padres, peregriné de un barbero a otro, en busca de alguno que me satisfaciera: quien no me lo cortaba mal, era tan simpático como el alambre de espino; quien no opinaba de la política internacional con la autoridad de un catedrático de Tübingen, siendo casi retrasado, me cobraba como si yo fuese Nelson Rockefeller; quien no era pijo, era sucio; quien no era del PP, era del Real Madrid: un catálogo de disparates. Por fin, recordé a Avelino, y decidí volver a los orígenes. Y allí, en efecto, cerca de casa de mi madre, seguía el barbero, con su barra de listas rojas y blancas girando a la puerta del local, mayor y más gordo (Avelino, no el local), pero blandiendo aún con gallardía el peine y los útiles de trasquilar. Solía ir yo a primera hora de la tarde, cuando el negocio estaba más tranquilo. Avelino aparecía con un puraco a medio consumir en los labios y el aspecto de haberse zampado una pierna de cordero. Pero no es solo que tuviese ese aspecto: es que se había zampado una pierna de cordero. Delegaba el lavado en una ayudante -¡ah, Carmen, cuánto te echo de menos!- y luego me despachaba en un tris tras, y nunca mejor dicho, en el que yo contemplaba, con una admiración que reservo para las grandes ocasiones, cómo las tijeras revoloteaban por mi cabeza sin que en ningún momento tropezaran ni se detuviesen. Aquello resultaba doblemente asombroso, porque la cercanía de Avelino me permitía comprobar que la pierna de cordero del mediodía no estaba desamparada en aquella noble barriga, sino que flotaba en una no desdeñable cantidad de whisky de malta. Reconozco que la conjunción de los regüeldos sofocados, el aroma de caliqueño aún adherido a la ropa, la colonia que el propio Avelino se asestaba y el sudor que llevaba a sus axilas el vigoroso esfuerzo que estaba realizando, no hacían de su presencia algo particularmente seductor, pero su habilidad con las tijeras lo redimía de todo. Y, además, el resultado era exactamente el que yo quería: corto, sobrio, clásico. Antes de llegar a él, disfrutaba con frecuencia de otro rasgo de la personalidad de Avelino que lo diferenciaba de cualquier otro peluquero que hubiese conocido. Los demás peluqueros hablaban; Avelino actuaba, es decir, si había de contar un chiste, detenía el corte, se separaba unos pasos del sillón que ocupaba el cliente, y representaba la historieta, haciendo él de todos los personajes; y decía muchas veces indiscutiblemente. No sé por qué: debía de gustarle cómo sonaba, aunque no viniera a cuento y todo fuese muy discutible. Luego se reincorporaba a la tarea y permanecía callado un buen rato, como si su interpretación lo hubiese dejado agotado. En esos ratos de silencio, aprovechaba para echar vistazos furtivos a la televisión, que siempre estaba encendida, y que a aquellas horas emitía los inevitables documentales de animales, en los que un chimpancé, por ejemplo, se masturbaba delante de sus hijos, mientras sus tijeras (las de Avelino) hacían clac clac muy cerca de los lóbulos de mis orejas. Pero, ay, un buen día fui a cortarme el pelo, como siempre, a Avelino, y Avelino se había jubilado. En el negocio se había subrogado un mexicano gay que me esquilmó atrozmente la cabeza y el bolsillo. Además, yo echaba mucho en falta el reflujo esofágico del whisky DYC de Avelino. Como es lógico, no volví. Visité barberías antañonas, peluquerías franquiciadas, salones de belleza: ninguno me gustó. Luego nos fuimos a Londres, y allí continuó mi peregrinaje, con resultados igualmente infructuosos: probé en un turco, que no estuvo mal, pero que me privaba de la animada charla de la gente de su oficio: siempre hablaba en turco. Sin embargo, por fin creo haber encontrado la solución a mis problemas. El único inconveniente es que está en Madrid. Se trata de uno de esos establecimientos de toda la vida, donde varios peluqueros -el jefe, mayor, y los empleados, más jóvenes-, vestidos con la legendaria chaquetilla blanca, despachan a la clientela con diligencia y cumpliendo todos los requisitos de la profesión. En las estanterías se acumulan los tarros de perfumes y ungüentos, entre los que destaca un enorme frasco de Floïd, la colonia que usaba mi padre y, con él, millones de varones de su generación. En un momento de la historia de España, en la segunda posguerra, todo el país olía a Floïd, y se me antoja un milagro que todavía existan la marca y el producto, igual que aún subsisten otros hijos inverosímiles de aquellos tiempos sombríos, como el Reader's Digest o el calendario zaragozano. Entre las botellas de colonias y after shaves distingo una iconografía reconfortante: un montón de cubos de gomaespuma con la bandera española en las seis caras de los cubos y un toro muy majete en el centro de cada bandera, de esos que se pueden utilizar como llavero o para decorar el retrovisor del Opel Corsa; varias imágenes de la virgen, de alguna virgen, en actitud extática o dolorosa; una fotografía de Raúl con el índice en los labios, de cuando marcó aquel gol en el Camp Nou e hizo callar a la hinchada barcelonista (sorprendentemente, también hay sendas imágenes de Messi y Neymar recortadas de los periódicos, pero su despliegue es mucho menor que el de Raúl); varios calendarios y fotografías de galgos, algunos con escarapelas en el pecho y otros con banderas españolas al cuello; y sendos ejemplares de El Mundo y La Razón, que los clientes leen con mucha devoción. Aquí casi todo el mundo entra vestido con traje y corbata, y todos dicen, bien alto, para que se oiga bien: "Buenos días". "Buenos días" debe ser una contraseña o un mensaje iniciático. Quizá por eso, al no decirlo yo, me miran con sospecha, aunque no se nieguen a arreglarme. Lo suele hacer un joven de pelo revuelto y verbo más revuelto todavía: sus eses, alojadas en la úvula, se han vuelto guturales, aunque no alcanzan el esplendor de lija de las eses de José Bono. Con ellas me cuenta cosas de su existencia vallecana: incidentes de tráfico, verbenas a las que suele ir, políticos a los que castraría como quien arranca dos uvas de su racimo. Y yo disfruto de esa cháchara fascisto-proletaria mientras me pela con la habilidad de un prestidigitador. Sigo añorando a Avelino, pero creo que he encontrado a quien me haga más llevadera esa añoranza.
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