Me llega, digitalmente, el tercer número de Cuaderno Ático, la estupenda revista que ha creado, dirige, maqueta y distribuye el poeta y helenista Juan Manuel Macías. Es, como tantas otras revistas, hija de su autor, y solo de él. No hay aquí división del trabajo ni especialización de funciones: Juan Manuel, maravilloso hombre orquesta, toca todos los instrumentos (y todos bien) y alumbra, a dos infatigables manos, la publicación entera. Lo mismo hacía Karl Kraus, el ensayista, dramaturgo, poeta y satírico austríaco, que fue, él solo, y durante 37 años, fundador, director y equipo de redacción de Die Fackel (La Antorcha), la revista vienesa desde la que fustigaba con ferocidad todas las corrupciones del agonizante imperio austro-húngaro y del nacionalismo germano. No sé si Juan Manuel resistirá 37 años, pero lo que lleva hecho hasta ahora constituye un mérito notable, que confirma tanto su valía intelectual como el aprecio que muchos sentímos por él. Confieso que, durante algún tiempo, la publicación digital se me hacía poca cosa. Yo quería, como todos los que nos hemos educado con los libros, las revistas en papel. Pero esa insatisfacción, para bien o para mal, solo ha durado lo que hemos necesitado en comprender que lo digital ha llegado para quedarse, y que no hay más remedio que habituarse, mejor aún, que beneficiarse de un modo de difusión que elimina costes y que, por lo tanto, permite hacer realidad proyectos que, de otro modo, no podrían existir. Al final, la cosa es tan sencilla como imprimir en nuestras impresoras los números que queramos de las publicaciones digitales, si deseamos conservarlos en la hemeroteca, y santas pascuas. Cuaderno Ático es también una celebración de la amistad, aunque la amistad, como la verdad de Platón, nunca transija con la calidad. Me alegra compartir páginas en este número con un buen puñado de amigos como Jordi Doce, que colabora con tres magníficos poemas, el más intrigante de los cuales es ese "Notas a pie de vida", dedicado a Juan Carlos Mestre, que no se corresponde con ningún poema del que este sean las notas; Carlos Fernández López, al que conozco desde que publicamos su Vitral de voz en DVD ediciones, el último título de la colección de poesía, y cuyos brevísimos poemas en prosa tienen un fulgor diamantino; Javier Sánchez Menéndez, editor de La Isla de Siltolá, autor también de poemas en prosa, el último de los cuales se desarrolla en Kensington Park, en Londres, donde "siempre es mediodía", y yo, que lo recorro también con frecuencia, lo confirmo: siempre lo es; Luis Artigue, que entrega poemas de gran flexibilidad sintáctica y hondo lirismo, salpicados de un ingenio que no solo hace sonreír, sino que desconcierta, que es una de las mejores maneras de ser ingenioso; Teresa Domingo Catalá, poeta y dramaturga de Tarragona, cuyos poemas eróticos aúnan arrebato y delicadeza, tanta como suele haber en todo lo que escribe; Agustín Calvo Galán, que no es solo un gran amigo y una de las personas que más sabe en este país sobre caracoles, lo que no deja de ser un mérito singular, sino también un artista polifacético, que cultiva con pareja maestría la poesía visual y la poesía versal, como demuestran las dos composiciones inéditas que constituyen su participación; Javier Gil Martín, de literatura chispeante, retadora, irónica, nunca convencional; y Olga Bernad, que incluye "La pesadora de perlas", una de las entradas de su blog recogidas en Algunos cisnes negros, recientemente publicado por La Isla de Siltolá, y que cuenta con un prólogo mío. No conozco personalmente, y he leído menos, a los demás autores que participan en el número -Begoña Callejón, Aitor Francos y Jorge Ortiz Robla-, pero sus poemas no desmerecen del conjunto. Se nota también que Juan Manuel Macías es un traductor consciente de su oficio: es loable la importancia que da a la traducción en Cuaderno Ático, algo que muchas revistas y suplementos desatienden, como si la literatura solo fuera nacional, o como si la literatura nacional solo se alimentase de sí misma. En este número, hasta cuatro colaboraciones son traducciones: "Dos cuentos de Lord Dunsany", por Victoria León, que, pese a la brevedad de los relatos, no incluye la versión original (es esta una convención que cabría impugnar: ¿por qué se considera casi inexcusable que la poesía traducida sea bilingüe, pero se admite que la prosa sea siempre monolingüe?); cuatro poemas de la griega Katerina Anghelaki-Rooke, por Mario Domínguez Parra; tres del norteamericano Robert Hass, por Andrés Catalán; y "La casa pintada", un extenso poema de Largueza del instante, de otro gran amigo, Javier Pérez Walias, vertido al árabe por Mezouar El Idrissi. En los tres primeros supuestos, aunque no conozco todos los idiomas originales, el resultado en castellano (que a menudo basta para determinar la calidad de la traducción) se me antoja más que diligente. En este ramillete de buenos textos, mi contribución se limita a un único poema, inédito y sin título, que escribí el 28 de septiembre de 2012, en una reunión en la que se debatía cuándo hay que computar en el presupuesto público las subvenciones otorgadas. Sí: uno también tiene un pasado oscuro. Durante muchos años me he dedicado a la gestión pública y a la auditoría de legalidad, que no solo es uno de los trabajos más aburridos del mundo, sino también uno de los más inútiles, y no porque no sea necesario -lo es, y mucho-, sino porque nadie está interesado en él: el auditor solo desea sacarse el muerto de encima, y el auditado, que no se conozca, porque entonces se conocerá también lo que haya hecho mal. En estas oscuridades, en efecto, me he ocupado durante mucho tiempo, y de algún modo había de sobrevivir. Lo hacía, por ejemplo, escribiendo poemas como este en reuniones inenarrablemente tediosas. Es, no obstante, raro en mí escribir de corrido, y así salió este poema, aunque haya sufrido alguna corrección posterior. Lo explica que estuviese tan mortificado. También es infrecuente que componga poemas que no formen parte de un proyecto de libro. A mí no me gusta pergeñar poemas sueltos, independientes: tampoco siento la necesidad de hacerlo. Lo que sí necesito es abordar un conjunto orgánico, en el que todas las partes se integren y sirvan a un propósito superior: eso les otorga, me parece, un plus de inteligencia. Recuerdo que la pieza que ahora doy a conocer en Cuaderno Ático me sirvió de refugio y de consuelo. Mientras mis compañeros -economistas todos- hablaban de imputaciones y devengos, de subvenciones y revocaciones, yo juntaba, en silencio, las palabras del poema. A ellos les parecía que yo, muy profesional, estaba tomando notas de los fascinantes asuntos allí que se debatían, pero, en realidad, solo estaba combatiendo el abatimiento, más aún, combatiendo la sensación de que yo no pertenecía a aquel mundo, de que aquel mundo y yo éramos enemigos, y de que yo era un idiota por permitir que me tuviera apresado. Y, conforme lo hacía, me invadía una extraña sensación de reconciliación, un sosiego mudo y, a la vez, sonoro, como si flotase en un espacio sin negrura ni daño. Eso fue, recuerdo, este modesto y -como todos, supongo- prescindible poema: refugio y consuelo. ¿Tiene otro propósito la poesía?
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