Ya antes de aterrizar percibo la sequedad del suelo. Si Gran Bretaña se ha convertido estas semanas -o estos últimos meses- en un gigantesco charco, los alrededores de Madrid son una sucesión de manchas ocres y grises, apenas acenefadas por una vegetación rala, o salpicadas por lacónicas arboledas. En el autobús con el que voy de Barajas a la ciudad, confirmo esa aridez invencible, a pesar de la urbanización incesante y las residencias con piscina. Sin embargo, esa misma aridez otorga a la luz una calidad especial: la luz invernal de Madrid no es como la de ningún otro sitio que yo conozca. No solo brilla: crepita; inunda el espacio con una frialdad hospitalaria, como un cristal membranoso y sonoro. La luz de Madrid en invierno se derrama con una pureza axial, y a mí me gustar saberme alojado en ella, compartir su transparencia recta, infinitamente quebradiza. En el autobús, me distrae el tono muy alto con el que habla un sudamericano en los asientos traseros. Me resulta extraña esa casi violencia en el decir, que es, no obstante, su manera de ser cordial. Pero también me resulta extraño que algo así me resulte extraño: supongo que empiezo a britanizarme. Cuando entramos en la capital por la Avenida de América, reparo en una placa que informa de que en ese portal vivió Juan Carlos Onetti, desde 1976 hasta su muerte, en 1994. Me he acostumbrado a fijarme en todas estas informaciones callejeras, que en Londres forman parte inseparable del mismo paisaje que describen. Curiosamente, debajo de la placa en recuerdo de Onetti, hay cuatro o cinco carteles, escritos con ortografía y tipografía vacilantes, que anuncian pisos en alquiler o en venta. La tarde de mi llegada he quedado en el Café Comercial con Lawrence Schimel, un escritor y traductor norteamericano que lleva viviendo quince años en España, y al que conocí hace cinco o seis, en Barcelona, cuando presenté uno de sus libros, Desayuno en la cama, escrito originalmente en castellano -él maneja el español y el inglés como lenguas de creación-, en el casal Lambda, un centro histórico de defensa de los derechos de los homosexuales. Lawrence es un escritor prolífico y polivalente, que escribe literatura para niños y poesía o relatos homoeróticos, entre otras muchas cosas, con igual fluidez e igual convencimiento. De hecho, ha hecho de la condición homosexual -y de su explícita exposición pública- uno de los ejes de su creación, y a mí me gusta esa franqueza, ese forma de restar morbidez a lo que solo es mórbido por su ocultación, esa naturalidad con la que asume y presenta algo tan natural como la heterosexualidad. Cuando me despido de Lawrence, me entretengo un rato en un quiosco de la glorieta de Bilbao que está saldando una colección enorme de películas en DVD. Me quedo con Víctor o Victoria, de Blake Edwards, una comedia excelente (que, curiosamente, también trata del tema de la identidad sexual): El agente confidencial, la película de 1945, basada en la maravillosa novela homónima de Graham Greene, y protagonizada por Charles Boyer, Lauren Bacall y Peter Lorre; y la mítica versión televisiva de Doce hombres sin piedad, que recuerdo haber visto, con mis padres, cuando se emitió por primera vez, en 1973. Volver a verla, con calma, en casa, será volver a 1973, será volver a mis diez años, será volver a estar con mis padres. Junto a estas joyas del cine y la televisión, veo muchas cosas pintorescas en el puesto: una sección dedicada al dúo cómico Esteso y Pajares; otra, bajo el rótulo manuscrito de Ispaniss, con obras maestras de Marujita Díaz y Manolo Escobar (y pienso que sí, que los quiosqueros tienen razón: Maruja y Manolo son inenarrablemente ispaniss); otra, inevitable, de cine porno, en el que brillan con luz propia títulos como El hurón que persigue a los conejos, Chorro caliente de placer o El comité de bienvenida del internado de señoritas. Por si fueran pocos los 18 euros que me he dejado en las pelis, al doblar la esquina de Fuencarral, me encuentro con una librería que está saldando buenos libros de Siruela, entre otras colecciones de menor interés. Ahí no puedo resistirme a la tentación de comprar Piedras, de Roger Caillois (que, quiero recordar, además de muchos otros méritos literarios, es el autor del mejor libro de crítica literaria que conozco: La poesía de Saint-John Perse, un prodigio de lucidez, precisión y rigor) y Avatar Jettatura, deThéophile Gautier, cuya prosa me tiene prendado desde que leí su Viaje a España, de 1843. Camino de casa de Marta Agudo y Jordi Doce, con quienes he quedado para cenar, me cruzo con otra placa, la que recuerda al hoy olvidado Antonio García Gutierréz, autor de El trovador y de una zarzuela, La tabernera de Londres, inspirada seguramente por su estancia en la capital británica entre 1855 y 1856 como comisario interventor de la Deuda española -y que quizá merecería alguna investigación por mi parte-, y con alguien, arrodillado, que en la distancia parece en actitud orante, con las manos al frente, mirando al cielo, como los musulmanes cuando se encomiendan al Altísimo. Pero no es un feligrés, sino un mendigo. Cuando paso a su lado, escrutando todavía los libros que acabo de comprar -la cultura frente a la realidad-, el hombre me sonríe, y yo siento una punzada de remordimiento. Recuerdo al joven mendigo que siempre estaba sentado a la entrada del metro de Pimlico, en Londres, y que también sonreía cuando pasaba por delante. Ninguna de ambas sonrisas me parecía interesada, aunque lo fuera, sino un gesto natural, de una desarmante calidez, emocionalmente reblandecedor. Pero sigo caminando, y la sonrisa del pordiosero madrileño queda atrás, como quedaba la del londinense. Ceno, después, con Marta, Jordi y Juan Soros, el editor de la colección "Transatlántica/Portbou" de Amargord, y nos reímos, como siempre, y discutimos, a veces, y soportamos a un camarero italiano que ejerce de camarero italiano: habla alto, repite las comandas que hacemos, dice mucho "prego" y "pronto" y "subito", y todas esas cosas que dicen los camareros italianos que son muy italianos, y se muestra, en general, encantado de haberse conocido: hasta marca paquete. Cuando vuelvo a casa, caminando, hace frío y las calles están vacías. Es un paseo muy agradable.
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