Ayer fue San Valentín, una de esas celebraciones -como la Navidad, aunque, por suerte, menos larga- establecidas por el sistema para que nos despendolemos a comprar, y para que compartamos, obligatoriamente, algunos sentimientos colectivos. Uno participa en ellas, no tanto por inercia -aunque también-, cuanto porque quiere eludir el impudor, el engreimiento, de la significación individual frente al comportamiento de la comunidad, cuando este comportamiento no es nocivo, ni moralmente perverso. No sé si me explico. Bueno, da igual. Ayer salimos a cenar, para celebrar el 14 de febrero. Pero antes Ángeles había concertado una revisión de su estado de salud en el gimnasio al que vamos. Antes, hace años, los gimnasios eran lugares generalmente sudorosos, en los que uno se limitaba a saltar a la comba o empujar pesas con ahínco, entre olores a linimento, keds desgastadas y calzoncillos sucios (y no bragas, porque ninguna mujer iba al gimnasio: los gimnasios eran solo para hombres), mientras el profesor, embutido en un chándal como el de Sylvester Stallone en Rocky, o aún más mugriento, observaba tus contorsiones, comiendo pipas y fumándose un ducados. Hoy son una mezcla de naves espaciales y hoteles de cinco estrellas. De hecho, según nos dijo el sales manager del nuestro, en la sala de máquinas hay alguna bicicleta que utilizan los astronautas de la NASA para su preparación, y cuya utilización requiere, en efecto, ser licenciado en ingeniería aeronáutica. Uno más de los servicios chiripitifláuticos que ese gimnasio ofrece es la revisión médica. A Ángeles se la hizo James, un mocetón de Hull cuyo diámetro pectoral superaba al de Pamela Anderson, pero solo con músculo. Al observar su apostura, decidí acompañar a mi mujer en la revisión y supervisar cuidadosamente las evoluciones de James. Resultó ser un tipo muy simpático, que nos dio conversación y que nos explicó, a su vez, que solo hace cinco semanas que está en Londres, porque Hull no ofrece demasiadas posibilidades, y la capital, en cambio, es el sitio donde pasan las cosas. También nos dijo que su hermano menor acababa de mudarse a Melbourne, en Australia, donde se ganaba la vida como jugador semiprofesional de rugby. Si tiene la mitad de los músculos que él, no me extraña. Qué estupendo, además: cobrar lo suficiente por las mañanas, dando patadas a un balón (y a los contrarios), para dedicarse a los placeres australes por la tarde: surf, pubs, chicas. Lo que más me llamó la atención de la revisión que hizo James fue el cuidado puritano que tenía en todos sus contactos con Ángeles. Si le pedía que se pusiera una cinta en el tórax para medir algo, salía de la habitación hasta que lo hubiera hecho; si, cuando ella estaba tumbada, él le había de colocar un medidor de alguna otra cosa en el pecho, le preguntaba primero si podía hacerlo, y luego depositaba el aparato encima de la ropa con la punta de los dedos, como si los acercara al cubil de un crótalo; cuando le medía el diámetro de la cintura y las caderas, operaba con el mismo cuidado con el que un TEDAX desactiva un artefacto explosivo; por fin, cuando todo hubo acabado, le hizo firmar a Ángeles un documento de consentimiento, en el que esta reconocía que allí no había pasado nada con lo que no estuviese de acuerdo. Me maravilla -y también me repugna un poco- esta pulcritud excesiva, esta preocupación minuciosa por que no haya ningún contacto corporal no deseado, por que nadie pueda sentirse ni remotamente molesto por la cercanía carnal de otro, aunque ese otro esté realizando una actividad profesional necesaria y consentida. Tanto cuidado produce en mí el efecto contrario: me hace consciente, hasta la incomodidad, de la presencia de los cuerpos, de su proximidad material y de su tendencia al contacto. La falta de naturalidad en esas situaciones se me antoja tan anómala, y tan perturbadora, como la naturalidad excesiva. A la salida del gimnasio, fuimos al restaurante tailandés, Chada, en el que habíamos hecho la reserva para cenar. En una fecha como San Valentín, en Londres, si uno no ha reservado, corre el riesgo de celebrar el día de los enamorados con su pareja en un puesto callejero de perritos calientes, a dos bajo cero. Poco después de que nos acomodaran en la mesa, llegó otro grupo de cuatro personas. Vimos que los demás comensales los miraban con una fijeza desacostumbrada en cualquier británico, pero nosotros no reconocimos a nadie. Sin embargo, la cara de uno de los dos hombres me resultaba familiar. No pensé conscientemente en ello, pero supongo que mi cerebro actuó por su cuenta durante un rato, examinando la información archivada en sus circunvoluciones más ocultas, y, de repente, me proporcionó un nombre: Bob Geldof. Tan inconsciente había sido la operación, que yo ni siquiera recordaba quién era Bob Geldof, pero ahí estaba su nombre, que tenía la certeza de que se correspondía con aquella cara. Buscamos en Google, la biblia de la modernidad, y, en efecto, allí estaba: "Robert Frederick Zenon 'Bob' Geldof, cantante, compositor, actor y activista político irlandés". Entonces reparé, además, en que se llama Zenón, cuya onomástica se festeja también el 14 de febrero. El amigo Bob había acudido al restaurante con su despeinado de siempre y una nariz echada hacia arriba, a lo Felipe González. Lo acompañaba otro hombre, que tampoco se peina jamás, pero por ser calvo, y dos mujeres, que supusimos sus parejas. La partenaire de Geldof era una norteamericana estridente, como estridentes eran su melena rubia, su vestido rojo y su voz aflautada. Además, hablaba muy alto, como tantos norteamericanos. De hecho, los cuatro hablaban alto, quizá porque están acostumbrados a imponer su presencia allí donde vayan: ser famoso da bula para muchas cosas. Fue muy revelador de la naturaleza humana observar cómo el dueño del restaurante, un tailandés (supongo) con una sonrisa eterna, o más bien fósil, les atendía con gran prosopopeya, y hasta les servía el vino con un decantador. A nosotros se limitó a traernos la cuenta. Pensamos en lo extraño que resulta que, en una ciudad tan grande como Londres, con siete millones y medio de habitantes, nos hayamos encontrado ya, en apenas unos meses, con tantas celebridades: Ángeles se ha cruzado por la calle con el primer ministro David Cameron, con el actor Harvey Keitel y, ayer, con Bob Geldof; yo, también con Geldof y con el ínclito Federico Trillo-Figueroa y Martínez-Conde, embajador del reino de España ante el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte; y Jordi Doce, que pasó con nosotros unos días el verano pasado, con Boris Johnson, el excéntrico alcalde de la ciudad, terror de las peluquerías londinenses. Ayer, en el Chada, mientras nos comíamos una lubina que estaba un poco seca y nos bebíamos, en cambio, un blanco sudafricano excelente, no pudimos dejar de oír la conversación de los cuatro magníficos sentados a nuestro lado. La rubia, que se había puesto unas gafas de sol tan aparatosas como ella, porque quizá le deslumbraba la luz de la vela que había en la mesa, repitió hasta cuatro veces que ella era descendiente de una de las primeras trescientas familias que se establecieron en Texas. Lo cual nos llevó a pensar: a) a quién narices le importaba que descendiera de una de las primeras trescientas familias que se establecieron en Texas: yo también desciendo de una de las primeras trescientas familias que se establecieron en el valle de Arán, y Ángeles, de una de las primeras trescientas familias que se establecieron en la Sierra de Gata, y no hacemos un espectáculo de ello; y b) las primeras trescientas familias que se establecieron en Texas fueron españolas. Poco después, la rubia de tan egregios orígenes se puso a fumar. Por un momento pensé que el dueño sonriente se lo permitiría, por ser vos quien sois, pero no: al cabo de unos minutos, lo que tardó el cigarrillo en ahumar el local, se acercó a la mesa y, con una sonrisa que, sin haber perdido enteramente la condición de sonrisa, era más bien un rictus agónico, le dijo a la rubia infractora que fumar no estaba permitido, y que hacerlo podía acarrearle a él graves problemas. La mujer apagó el cigarrillo y nosotros, cansados ya de aquel estrépito sin sustancia, abandonamos el local. Fuera, soplaba un viento siberiano, que desbarataba pieles y paraguas. Había sido un curioso San Valentín.
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