El double decker, o autobús de dos pisos (literalmente, de dos puentes o cubiertas, como si fuera un barco), es una institución británica. Existe en muchos otros países, pero solo en el Reino Unido se ha popularizado hasta convertirse en un icono ciudadano. En Madrid, sin ir más lejos, hubo autobuses de dos pisos hasta los años 70, aunque su historial no era tranquilizador: al estallar la Guerra Civil, habían servido para pasear a los presos. Al transportar a más condenados, permitían matar a más: así se le sacaba más partido a las madrugadas. Su trayectoria en Londres ha sido más pacífica. El autobús de dos pisos podría definir a la democracia, como ya hizo Winston Churchill con los lecheros: "Que llamen a la puerta a las cinco de la mañana, y sea el lechero": "Que pase un autobús lleno de gente a las cinco de la mañana, y sea el double decker". Aunque su uso se remonta a los tiempos de los ómnibus tirados por caballos, el modelo clásico, el Routemaster, con el que lo identificamos todos, entró en servicio en 1956 y ha operado hasta anteayer, en que ha sido sustituido por otro, con la misma estructura, pero de diseño actual. Contra lo que se pueda creer, un autobús así no se construyó para satisfacer a los turistas, sino por razones estrictamente volumétricas: los autobuses, que habían de prestar servicio a un número creciente de usuarios, no podían alargarse, porque, si se alargaban, no podían circular por las estrechas calles de Londres. Así pues, tuvieron que crecer. El piso de arriba de un double decker ofrece unas vistas privilegiadas de la ciudad, como todo visitante ha podido comprobar, aunque tiene algunos inconvenientes: hay que superar un primer estadio de pánico, cuando se tiene la sensación de que se va a chocar contra todas las esquinas de los edificios (y de que todos los coches que circulan en dirección contraria se van a incrustar en él), y hay que superar la trampa mortal de las escaleras de bajada: las sacudidas que sufre una estructura tan elevada (los double deckers no son dos piezas ensambladas, sino una sola: el chasis es único), y que se transmiten violentamente a los viajeros, han hecho que más de uno se dejara los dientes en las mamparas. Y no basta con agarrarse bien: hay que aferrarse a las barandillas como si nuestra vida dependiera de ello; de hecho, depende de ello. El autobús de dos pisos parece un vehículo amable, pero, en realidad, encierra peligros sin cuento. Los conductores son uno. Es verdad que están sometidos a mucha presión. La pecera en la que pasan varias horas al día, conviviendo con un tráfico infernal, no los aísla de tarugos, borrachos, delincuentes y un amplísimo abanico de gente desagradable, pero su temple deja, a veces, mucho que desear. En una de mis primeras visitas a Londres, vi cómo un grupo de turistas alemanes subía a un autobús turístico de dos pisos y se quejaba al conductor, educadamente, del retraso con el que había pasado. Y tenían razón: debería haberlo hecho hacía mucho rato. El conductor reaccionó como si le hubieran mentado a la madre: empezó a gritar como un hotentote y no dejó de hacerlo hasta que todos los alemanes se hubieron apeado del autobús. Si no lo hacían, amenazaba con llamar a la policía. Se conoce que el conductor es como el piloto de un avión: si él cree que la seguridad del aparato está amenazada, ninguna autoridad, así baje Jesucrito de los cielos, puede oponerse a sus dictados. Aquel día hacía mucho calor, y quizá eso explicaba una reacción tan desmesurada; o acaso los alemanes habían matado a su abuelo en la Segunda Guerra Mundial, y el hombre les guardaba todavía un poquillo de resquemor. No lo sé. El caso es que aquel incidente me dejó convencido de que la impavidez de los británicos oculta, a menudo, una agresividad que no encuentra otro cauce para manifestarse que el vituperio y la explosión. En cualquier caso, la red de autobuses londinense, con los double deckers a la cabeza, es una reproducción fiel de la sociedad londinense, y la fauna humana que la habita es tan inabarcable como la que vive en la ciudad. En otro autobús de dos pisos al que subí, un grupo de jóvenes se colgaba por la puerta trasera, sujetándose solo con una mano a una barra interior: era suicida. No eran jóvenes depauperados, sino con pinta de estudiantes: llevaban ropa de marca. El conductor, esta vez sensato, paró el coche y les ordenó que dejaran de hacerlo. Los carteristas, por su parte, hacen su agosto en los autobuses: son uno de sus medios naturales. Suelen trabajar en parejas, y, aunque prefieren las aglomeraciones, no desdeñan los vehículos con pocos viajeros, si entre ellos hay alguna presa fácil: por lo general, ancianos que se valen poco por sí mismos. En algunas grabaciones de su modus operandi -porque todo queda registrado siempre en de los double deckers: son el gran hermano automovilístico de nuestra era-, se observa cómo los cacos emplean todavía una técnica medieval. En aquellos siglos, no hurgaban en la faltriquera de los varones, donde llevaban las monedas, sino que, sencillamente, se hacían con ella cortándola; luego ya la revisarían con toda tranquilidad. Hoy hacen lo mismo: no meten la mano en el bolso de la señora que se ha sentado a su lado, sino que, con una hoja afiladísima, lo rasgan, y le roban el móvil o el monedero. Ojalá, no obstante, todo fueran solo robos. Hace poco se conoció que alguien había tirado a otra persona por la ventana del piso superior de un double decker, en marcha. La caída ha dejado paralítica a la víctima. Las imágenes -captadas desde otro autobús- sobrecogen: el cuerpo atraviesa los cristales e impacta de cabeza contra la calzada, donde se salva de milagro de ser atropellado por otros vehículos. Los viajes nocturnos, como en todas las ciudades, son los peores: docenas de colgados se refugian en los autobuses. Muchos se limitan a arrastrar su cuelgue, como peleles alucinados, por las calles de la ciudad, y uno los ve, hieráticos, ausentes, mientras asimilan las sustancias con las que se han zumbado. Otros, en cambio, vomitan, insultan, agreden. Los autobuses de dos pisos son estupendos: acogen a la vasta humanidad con espíritu igualitario y paciencia a prueba de bombas. Y ofrecen, sin duda, una perspectiva magnífica de la ciudad.
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