Los días son una sucesión de escenas, o, si se prefiere, de imágenes, un encadenamiento de pequeños fotogramas que conforman películas, siempre repetidas y siempre distintas. Nosotros somos los protagonistas de esos films mudos, de esos ejercicios mímicos que perduran en la memoria. Las imágenes mantienen la frescura de su ocurrir durante algún tiempo. Luego, palidecen, se desmigajan, se desprenden de los colores y las formas, hasta sumirse en el arenoso fluir del tiempo. No desaparecen, empero, sino que se integran en una imagen mayor, de perfiles menos distinguibles, compuesta por todos las escenas similares y por todos los estados de ánimo que las hicieron posibles. Lo singular de cada día se suma a lo acostumbrado de cada día, y se crea así un un paisaje enmarañado, una suerte de diorama borroso, en el que luchan el tiempo y nuestro anhelo por quebrar el tiempo: eso es nuestra vida. Sin embargo, a veces, en ese suelo confuso, sembrados de los cadáveres de tantos acontecimientos ya irreconocibles, arraigan algunos instantes que no se marchitan. Suelo recordar una escena preciosa de Ojos negros, la gran película de Nikita Mijailov, en la que Marcello Mastroianni, un burgués italiano del s. XIX que visita Rusia por negocios, enumera lo que está seguro de que verá en el instante de morir: la sonrisa de su madre cuando era niño, la mirada de su mujer en la noche de bodas, y las estepas de Rusia. Las cosas que vi ayer no tendrán esa grandeza existencial, ni tampoco su noble romanticismo. Constituirán más bien una de esas películas diarias a las que me he referido, que acaban almacenadas en el gran -o fugaz, según se mire- depósito de la existencia y también, por lo tanto, en el archivo eterno de la muerte. Sin embargo, hicieron de mis horas algo no tan estulto como suelen ser, las mancharon con un color transitorio pero encendido, las fortalecieron. A mediodía, fui a buscar al TESCO algunas cosas que se nos habían olvidado en la compra semanal: mantequilla, mermelada, embutido, una de esas tareas que uno hace como si fuera un zombi, completamente ajeno a sí. Al salir, un grupo de jóvenes negros, que charlaban entre sí, ocupaba la puerta que daba acceso a la calle. Quise pasar por un lado, pero en ese momento una de las mujeres, que llevaba un carrito de niño, se echó para atrás, y chocamos levemente. Ella giró entonces la cabeza, y, durante un par de segundos, nos miramos. No solo era bella: tenía unos ojos apabullantes: verdes, con transparencias turquesas y matices de miel; unos ojos cuyos cuerpos vítreos explotaban de luz; unos ojos que no parecían humanos. Hipnotizado, alcancé a mascullar: "Oh, I am sorry", aunque, en realidad, debería haber sido ella la que se hubiera disculpado, porque ella había sido la que se había movido sin mirar. Pero yo estaba dispuesto a consentir cualquier tropelía que hiciera, y a pedir perdón de hinojos por ella. Fue un roce infinitesimal, pero suficiente para trastornarme; un amor, no ya de cinco minutos, sino de cinco segundos. Más tarde, yendo a buscar a Ángeles al trabajo, me crucé con una anciana que paseaba media docena de perros atados a una sola correa y un cochecito de bebé, pero con otro chucho dentro. El amor por los animales -y, sobre todo, por los perros- de los ingleses da lugar a estas escenas grotescas. El can del carrito, pequeño como una comadreja, con las patas delanteras apoyadas en el borde del transportín, lo oteaba todo como un vigía aplicado. De vez en cuanto, se pegaba un lametazo a los morros: la lengua, de un rosa oscuro, recorría el hocico como una cremallera de carne. Me pregunté qué haría la pobre mujer que conducía aquella troupe, frágil como un sarmiento, si todos los perros se echaran a correr a la vez. Pero la señora no parecía preocupada: los paseaba con indisimulado orgullo, como si aquella prole animal justificara su vida; y seguramente lo hacía. A mí algo así me parece muy triste, pero ella se diría muy satisfecha. Al poco, me crucé también con un caballero que paseaba a un galgo. Le había puesto uno de esos abrigos para perros, que solo les cubren el tronco. El galgo es una de las razas más asustadizas de perros, pero también una de las más elegantes. El señor caminaba con rectitud, abrigado, a su vez, con un jersey de lana y una chaqueta de tweed, y coronado por una gorra campera. Ambos se movían con acompasada flexibilidad, como si fuesen una sola entidad, con dos cuerpos y ocho extremidades. Y compartían delgadez. No obstante, diferían en algo: el galgo rehuía la mirada; el señor, en cambio, la sostenía con serenidad. Se notaba que estaba satisfecho de ser quien era, y de hacer lo que hacía. Pocos antes de llegar al hospital de Ángeles, en Oakley Street, vi, por enésima vez, una maniobra que me asombra: un coche que va en una dirección gira en medio de la calle y toma la dirección contraria. Para ello, lógicamente, ha de interrumpir la circulación en ambos sentidos. Pero los conductores ingleses -o, por lo menos, los londinenses- están tan acostumbrados a esta pirula, que a nadie parece importarle: todo el mundo le deja al infractor el espacio suficiente como para que complete la maniobra sin peligro. En España, algo así, en medio de la ciudad, sería escandaloso, pero los hábitos en la conducción de automóviles son también propios de cada cultura. En Turquía, por ejemplo, una maniobra frecuente es el sprint marcha atrás: los conductores no tienen inconveniente en circular así muchos metros, y a toda velocidad, algo que me dejaba pasmado. Y en Santo Domingo, los coches, cuando hay un embotellamiento, o para evitar los baches en el asfalto, que parecen trincheras -es decir, siempre-, se suben a la acera y circulan por ella. La pirula inglesa es el reverso de algunas buenas acciones. En Inglaterra, por ejemplo, los conductores son mucho más respetuosos con los pasos de peatones que en España, donde cruzar por un paso cebra es como lanzarse a un estanque lleno de tiburones; aquí puede uno hacerlo casi sin mirar, porque sabe que los coches no acelerarán -que es lo que hacemos nosotros-, sino que frenarán muchos metros antes de llegar. Entro, por fin, en el vestíbulo del hospital para esperar a Ángeles. Justo delante de mí, hay una mujer sentada, enteramente cubierta de negro. Solo una rendija a la altura de los ojos indica que, bajo el horrendo capisayo, hay actividad humana. La figura impresiona: si fuera delgada -no lo es; de hecho, ocupa dos asientos-, parecería la muerte. Recuerdo a la joven de los ojos verdes a la salida del TESCO, y me invade la melancolía. Me siento y, al cabo de poco, aparece el marido de la mujer, vestido a la occidental, y se la lleva de la mano. Hace poco, en este mismo vestíbulo, vi un bolígrafo en el suelo, cerca de otra mujer con sudario. Lo recogí y le pregunté si era suyo. Denegó casi imperceptiblemente con la cabeza, sin pronunciar ni un solo sonido. Quizá debería haberle preguntado si veía el bolígrafo. Eso hizo un camarero, con discreta sorna, en un restaurante al que habíamos ido hacía poco: como la mujer ensotanada no entendía la cuenta, inquirió: "¿Pero ve Ud. algo?".
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