Me levanto a eso de las ocho (a menudo, un poco antes: desde que estoy en Inglaterra, me acuesto más temprano y duermo más; el cuerpo busca la satisfacción de las ocho horas y, una vez conseguidas, rechaza más descanso), me doy una ducha rápida y desayuno. Por lo general, tostadas con miel (que es excelente, aun la más barata; es lógico: en un país de mucha lluvia, hay mucha vegetación y, por ende, muchas abejas) y mermelada de naranja amarga, y un café con leche. Una curiosidad: esta extendidísima bitter orange marmalade, tan consumida por los ingleses como el té o el fish and chips, se confecciona con una variedad del citrus aurantium, la naranja de Sevilla, cultivada especialmente en Andalucía, pero que allí apenas se consume. Una vez al año, se envía prácticamente toda la cosecha al Reino Unido para que se transforme en las preciadas mermeladas y compotas. Tras desayunar, me siento al ordenador. Lo primero que hago es comprobar el correo, aunque todavía no lo contesto. Luego hago la entrada diaria del blog. Me he propuesto colgar una entrada al día: ni más, ni menos. De momento, desde hace cinco meses, lo he conseguido, y no es fácil, a veces, encontrar un tema del que hablar. Sigo recordando el diario de César González Ruano, tan inspirador en muchos sentidos, y las numerosas entradas en las que no hablaba de nada en particular, sino solamente de su deambular diario, hecho de artículos apresuradamente pergeñados en el café, tertulias, también en el café, y nimiedades domésticas. Ruano documentaba el vacío y, pese a ello, sus páginas eran una delicia. Cuando acabo la entrada, cuya redacción suele llevarme una hora o una hora y media, consulto los blogs de los amigos: Álvaro Valverde, Elías Moro, Jordi Doce, Juan Luis Calbarro, entre otros. Por fin, ataco la traducción de Whitman, en la que llevo enfrescado casi dos años. Voy ya por el final. He acabado la poesía y ahora intento rematar la parte de prosa que también incluirá la edición. Estos días estoy con los prólogos de Hojas de hierba, que son seis, nada menos, correspondientes a sendas ediciones de las nueve que publicó en vida. Uno de esos prólogos es la carta de elogio que le envió Ralph Waldo Emerson, después de que Whitman le regalara un ejemplar dedicado de la primera edición del poemario, y una larga carta de respuesta, que es, en realidad, un sesudo ensayo del propio Whitman. Curiosamente, el poeta no le pidió permiso a Emerson para publicar su carta en la segunda edición del libro, ni en los periódicos a los que también la remitió, y a Emerson ese atrevimiento no le complació. Pero Whitman estaba ansioso, con ansia viva, por que el universo mundo supiera que el mayor pensador de los Estados Unidos opinaba que Hojas de hierba era un gran libro. A eso de las doce, suelo hacer un descanso: pico algo, me tomo una cerveza y hasta salgo un rato a la calle, para hacer alguna compra o, simplemente, para estirar las piernas. Ayer mismo fui a la oficina de correos, a enviar una carta. (La oficina de correos está dentro de una tiendita regentada por indios, al lado de una casa de apuestas; uno espera su turno rodeado de gominolas, botes de mermelada de naranja amarga y paraguas baratos. La señora y la joven que atienden las dos ventanillas son la mujer y la hija, respectivamente, del tendero). Prosigo luego la tarea hasta eso de las dos o dos y media, en que me dispongo a comer. Mis horarios siguen siendo españoles, y la siesta que hago después del almuerzo, también. A la cabezada contribuyen decisivamente los programas de la televisión británica, cuyo interés es, a esa hora, más que discreto. En varios canales, dan deportes, pero no deportes activos, de esos en los que hay la posibilidad de que los jugadores se rompan una pierna o reciban un pelotazo en los genitales, sino asombrosamente somníferos, como ya he contado en alguna entrada anterior: críquet, dardos o, como descubrí hace poco, una extraña modalidad de petanca, cuyo nombre aún no he averiguado, en la que los jugadores están muy lejos de las bolas, y las lanzan con parsimonia zen, como si compitieran a ver quién les consigue imprimir mayor lentitud. Para mi pasmo, las gradas están llenas de público, que se emociona y aplaude extáticamente el lentísimo aproximarse de unas bolas a otras. También hay muchos programas de subastas, y de compraventa de objetos antiguos, y no faltan los de marujeo (tampoco he conseguido saber cuál sería el nombre inglés correspondiente a Maruja, con este sentido), en los que la hez de la sociedad chilla, y se insulta, y airea sus intimidades más vergonzantes. En esto se distinguen poco de España. Por último, las películas que se proyectan a esta hora suelen tener un mínimo de sesenta años: no he visto nunca ninguna en color. Son westerns de cuando se hacían westerns, films hagiográficos de ingleses y americanos en la Segunda Guerra Mundial, comedias de consumo local o piezas de cine negro de segunda división. Mi siesta suele ser breve, pero suficiente para tener la sensación de que todo vuelve a empezar. Esa es una de las grandes virtudes del sueño: no solo descansarnos, sino persuadirnos de que hoy es un nuevo día: de que, microscópicamente, hemos vuelto a nacer. Hago entonces las tareas domésticas: recojo la mesa, pongo (o vacío) el lavavajillas si es menester, hago la cama, cuelgo (o descuelgo) la colada, ordeno la casa. Y me vuelvo a sentar al ordenador. Es el momento de atender el correo: de contestar algunos mensajes, de dejar otros sin contestar, de enviar recordatorios a quienes han dejado de contestar los míos de que lo hagan. (El correo electrónico es uno de los grandes inventos de la humanidad, aunque, según dicen los que saben de esto, parece que está cediendo su preeminencia a otras formas más sintéticas e inmediatas de comunicación, vinculadas a las redes sociales. Puede que sea cierto, y no me extrañaría: yo siempre he tenido la sensación de llegar tarde a los avances tecnológicos y, cuando he creído que empezaba a dominar alguno, me lo han cambiado por otro más abstruoso y completamente desconocido: lo digital progresa a una velocidad creciente que no soy capaz de mantener). Después de resolver la correspondencia, se abre normalmente una disyuntiva: o bien voy a buscar a Ángeles a su hospital, o bien sigo trabajando en mis traducciones. Depende de sus horarios y del estado de ánimo de los dos. Si salgo, cruzo el parque de Battersea, el puente Alberto y Oakley Street y la espero a la salida del trabajo, para luego hacer alguna compra, merendar en un local de Chelsea y regresar a casa por el mismo camino; y, si no, mi compañía sigue siendo Whitman, hasta que llega la hora del spinning, hacia las siete o siete y media de la tarde, según los días. Preparo la bolsa de deporte, me voy al gimnasio, que está a un cuarto de hora de distancia caminando, y pedaleo como un hámster, en una sala gélida, durante cuarenta y cinco minutos. La locuacidad no es una de las características descollantes de los ingleses, pero ayer un compañera de la clase no solo me habló, sino que me sonrió y todo. Después, me ducho, me visto y vuelvo a casa, ya de noche, con un frío mayor incluso que el que hace en la sala de spinning. Como apenas hay nadie por la calle, y el tráfico también ha disminuido, el paseo de vuelta resulta muy relajante. Suelo aprovecharlo para decidir el tema de mi entrada del día siguiente, y casi siempre doy con él. A veces, es fácil, porque me ha pasado algo, o he sido testigo de algo, de lo que creo que vale la pena hablar; otras, en cambio, he de rebuscar en la memoria o en los pliegues de la cotidianidad para descubrir algún asunto interesante, o que a mí me lo parezca, con la esperanza de que los lectores compartan ese parecer. Ayer se me ocurrió que la pura exposición de la anodinia de un día cualquiera podía tener, paradójicamente, su aquel; que la representación estéticamente persuasiva del esqueleto de una jornada irrelevante, como tantas otras, constituía un desafío que valía la pena acometer. Cuando llego a casa, saludo al portero de noche, que también es indio o paquistaní, y ceno. Luego leo un rato -El País, si Álvaro o yo hemos podido conseguirlo en la ciudad, o el libro con el que esté en esos momentos, que ahora es El lugar de los deseos, de Rafael Courtoisie-, juego al ajedrez en el teléfono (ya he conseguido hacer tablas y hasta derrotar alguna vez a la máquina, aunque el diabólico artefacto sigue teniendo la mala costumbre de apalizarme) y veo la tele, si algún programa de la BBC o alguna película capta mi atención. Ayer, por ejemplo, me entretuve con un documental que exponía los escalofriantes casos de señoras muy mayores con maridos jovencísimos: ella de 80 y él, de 38 años, por ejemplo. Luego ya solo queda lavarse los dientes y acostarse. Mañana será otro día.
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