Todavía no llego a sentir extraña mi ciudad -la ciudad donde he nacido, trabajado y vivido medio siglo-, pero todo se andará. Por la mañana, visito a mi médica del sueño, la encantadora Odile, en su consulta de Vall d'Hebron. En realidad, tengo poco que consultar: desde que no hay distancia entre lo que hago y lo que quiero hacer, duermo bien. No obstante, el mérito de mi recuperación es, en gran medida, suyo: consiguió desengancharme de las benzodiacepinas -yo era, técnicamente, un yonqui- con melatonina, un fármaco -digo mal: es una hormona sintetizada- maravilloso. Pero la relación de confianza con el médico, como saben todos los pacientes que lo han pasado mal, es esencial. Por eso necesitaba que me escuchase: saber que estaba ahí. En Vall d'Hebron respiro el ambiente proletario que define a la sanidad pública. Se ve poca gente con traje y corbata, si es que esto define todavía a quienes no pertenecen a las clases más humildes de la sociedad. Abundan, en cambio, las señoras no muy altas y no muy delgadas, los señores no muy altos y con barriga, los musulmanes, los sudamericanos, los ancianos solos. Se oyen acentos andaluces y se ve a gente comer bocadillos en los pasillos. Salgo de allí extrañamente reconfortado, y no solo por la amabilidad de Odile. Por la tarde, voy a la biblioteca de Cataluña, donde he de consultar un libro que necesito para la traducción de Whitman, Los raros, de Rubén Darío. Algunas cosas que uno creía inmutables, han cambiado. Es lógico: una construye esa creencia para parapetarse del tiempo, pero todo parapeto es una ficción, y los parapetos cronológicos son los más ficticios de todos. El restaurante Nuria, por ejemplo, que siempre he conocido a la cabecera de las Ramblas, junto a la fuente de Canaletas, está cerrado. Parece haber obras, pero no puedo distinguir si son de reforma o porque el local se ha convertido en otro negocio. Nunca he sentido demasiada simpatía por el Nuria: especializado en saquear turistas, sus precios eran montaraces, y sus camareros, más ultramontanos todavía. Pero siempre ha estado ahí: cuando, con diez años, mi padre me llevaba a los cines del centro para ver películas de dibujos animados; cuando, con quince, deambulábamos con amigos del colegio entre los puestos de flores en busca de chicas con las que hablar; cuando, con veinte, me sentaba en las terrazas de las Ramblas con los compañeros de la facultad para discutir de todo. Y mucho antes -desde antes de la guerra-, y también mucho después: hasta hoy, se conoce. Esa continuidad le daba una fisonomía reconocible, una apariencia de amistad, una perduración consoladora. También han cambiado, pienso, los trenes de la Generalitat: esta mañana, al venir de Sant Cugat, he visto que eran otros: ahora son más modernos, de aire vagamente londinense, con asientos paralelos a las mamparas, y no formando cuadrículas en el interior de los vagones; por ellos se puede circular ahora también desde la cabecera hasta la cola del tren. Pero me pregunto: ¿era necesario este cambio? ¿Hacía realmente falta sustituir los vagones anteriores, que eran modernos y válidos, por estos nuevos y, sin duda, carísimos? A pesar de la crisis monstruosa que sufre el país, en general, y Cataluña, en particular, nuestros prebostes públicos siguen empecinados en gastar a espuertas en lo prescindible, en lo superficial. Yo habría preferido que el dinero invertido en estos ferrocarriles hiperaeronáuticos se hubiera dedicado a comprar más de los antiguos, de forma que la frecuencia de paso de los convoyes fuese superior y las aglomeraciones disminuyeran, o, mejor aún, a reabrir las plantas cerradas en el Vall d'Hebron o a volver a contratar a los médicos y al personal sanitario despedido. Sin embargo, junto con todas estas alteraciones, algunas cosas siguen exactamente igual que como las recordaba. Por ejemplo, los mendigos que ocupan la placita subterránea de la parada del metro de Cataluña, en la salida de las Ramblas. Estos continúan siendo los mismos. A uno lo estuve viendo meses y meses cuando trabajaba cerca de aquí y había de pasar por este hipogeo cada mañana. Es un profesional de la mendicidad, que cumple con un horario y unas exigencias rigurosos: planta la silla de ruedas junto a la pared, apoya los muñones de las piernas en una barra de la propia silla, para que luzcan esplendorosos a la vista, y empieza su cantinela -"una moneda, por favor", "una moneda, por favor", "una moneda, por favor"-, con una voz entre deforme y gangosa, que solo interrumpe en el rato del bocadillo o a la hora de comer. Se cala entonces unas gafas, que le dan un aire intelectual, y cumple ambas pausas con buen apetito: desenfunda una tartera y come en silencio y con aplicación. Podría después hacer la siesta, pero prefiere seguir con su monodia: "una moneda, por favor", "una moneda, por favor", "una moneda, por favor", cuya letra debe de repetir miles de veces al día, millones de veces al año. Por fin, a media tarde, cuando ya está oscuro y sus muñones no brillan con la misma prestancia, se retira y desaparece. También hay mendigos en los jardines del hospital de la Sant Creu en los que se encuentra la biblioteca de Cataluña, aunque aquí predominan los colgados, esa categoría de seres en la que militan drogadictos, borrachos, rateros, indigentes, enfermos mentales, perroflautas y viajeros, nacionales y extranjeros, a punto de ingresar en cualquiera de las categorías anteriores. Los colgados se mezclan con los grupos de estudiantes de los colegios públicos cercanos y con los propios lectores de la biblioteca, que se refugian en sus muros como en un búnquer de piedra y papel, como si estuvieran cercados por los bárbaros. Hay latas y restos de comida por el suelo, gente durmiendo en los poyos de piedra y los bancos de los jardines, corrillos cuchicheantes, caras jóvenes y arrugadas, gestos de abandono y alucinación. En el centro, el chorrito de agua de una fuente da una pincelada de absurdo bucolismo a este redil del lumpenproletariado. Las gárgolas, y las columnas salomónicas, y las efigies de las paredes, son la bella; los hombres y mujeres que arrastran sus cuerpos demediados por entre ellas, son la bestia. Voy, finalmente, a la librería Taifa, en el barrio de Gracia, donde a las siete de la tarde se presenta el número de febrero de la revista Quimera, con la que colaboro habitualmente. Es un gusto ver plazas en las que juegan y gritan los niños: en Inglaterra nunca hay críos solos en la calle, peleándose o disputando un balón. No me sorprenden las muchísimas banderas independentistas que ondean en las azoteas o colgadas de los balcones, pero sí me llama la atención la abundancia de locales dedicados al comercio ecológico o sostenible: es la nueva corriente, el nuevo imperativo de nuestra sociedad comprometida y moderna. Disfruto de las calles estrechas y sombrías, pero radiantes de vida; de los olores a vino y a música; de las tienditas de toda la vida, muchas de las cuales saldan sus existencias: en un establecimiento minúsculo, compro un par de libros de poesía, uno de ellos de hermoso título, Anfara, de la benemérita (e ignoro si todavía subsistente) editorial Emboscall, traducción al catalán de unos poemas escritos en una extraña lengua norteafricana. En Taifa, una de las pocas librerías de Barcelona que mantiene un interesante fondo de segunda mano de poesía, compro otro poemario, de Ángel Campos Pámpano, dedicado, con mucho cariño, a una poetisa barcelonesa. Me gusta la edición, escueta, como todo lo que hizo Campos Pámpano, con ilustraciones, y autografiada. En mi biblioteca he abierto una sección con los libros dedicados a otros, y de los que estos se han desprendido en cualquier mercadillo o librovejería. Entre esos libros hay alguno mío, desahuciado también. Nunca me he atrevido (aunque creo que debería animarme) a hacer lo que hizo el mexicano Avalle Arce cuando encontró, de saldo, un libro que le había dedicado a un supuesto amigo. Lo compró y se lo volvió a mandar a este, añadiendo otra dedicatoria: "A Fulano, con renovado afecto". En Taifa nos reunimos buena parte del equipo de redacción de Quimera -Fernando Clemot, Jordi Gol, Juan Vico, Álex Chico, Iván Humanes, Ginés Cutillas- y algunos colaboradores y amigos de la revista, como yo mismo o Sergio Gaspar. Me gusta volver a ver a Sergio y a su mujer, María: hablamos de su, quizá, jubilación y de mi, quizá, exilio. Esta vez Ginés participa en la mesa redonda que se abre después de la presentación. Y lo señalo porque Ginés es la única persona de la que tengo noticia que haya estado en una mesa redonda sin abrir la boca. Pero es comprensible: se hablaba de poesía finlandesa. Ginés es un tipo ducho en temas abstrusos -ahora mismo está preparando un número sobre literatura patafísica-, pero la poesía finlandesa es demasiado abstrusa incluso para él. Hablamos también de resistencia, y de periferia, y de ejemplaridad: de todas esas cosas que nos gustaría ejercer, pero que no estamos seguros de tener la valentía de practicar. De todos modos, no está mal, pienso, saber dónde está el norte, aunque luego perdamos el rumbo.
Satisface mi curiosidad, Eduardo: ¿qué libro era el de Ángel Campos?
ResponderEliminarCreo haberte dicho en alguna ocasión que fue mi maestro literario, y todo lo relacionado con él me interesa.
Abrazos.
El libro es "De Ángela", querido Elías, un conjunto muy breve de poemas breves.
ResponderEliminarUn abrazo.