Uno no comprende hasta qué punto es absurdo el doblaje hasta que oye a John Wayne hablando en francés. Nuestra realidad es nuestra, y nos encontramos cómodos en ella. Por eso nos parece normal que un vaquero del Oeste, que seguramente tendría problemas para vocalizar en su propio idioma, se dirija a otros vaqueros, o a indios arapahoes, en la lengua de Cervantes; asombrosamente, también los indios hablan castellano. Así me sucedió en Francia, en casa de unos parientes, hace muchos años: el viejo John se echaba unos whiskies al coleto en el saloon de un pueblo de las praderas y hablaba como Voltaire. Ahora que vivo en un país donde las películas no se doblan, y en cuyo idioma se filman la inmensa mayoría de las producciones de Hollywood, comprendo cabalmente las dimensiones del problema. Hay una discusión antigua sobre las ventajas y los inconvenientes del doblaje, pero quizá convenga recordar que su origen no es inocente: en España, fue introducido por la Segunda República en 1932, con la encomiable finalidad de que amplias capas de población analfabeta, o con dificultades de lectura, pudieran disfrutar también del nuevo arte cinematográfico, pero su aplicación se vio reforzada y aumentada por las leyes de Franco, que lo impuso, con carácter general, en 1941, inspirándose en la Ley de Defensa del Idioma de Mussolini; y lo mismo sucedió en la Alemania nazi. El doblaje tenía, pues, en sus principios, una doble pretensión: robustecer el nacionalismo patrio, promoviendo la identidad lingüística, y controlar ideológicamente a la población. Esta censura derivó pronto, en el caso español, de lo político a lo moral, y, con rigor bufo, se desentendió de muchos mensajes disolventes que nos llegaban de más allá de las fronteras, para concentrar su cejijunta vigilancia en los diálogos obscenos y las picardías precoitales. Eso generaba situaciones descacharrantes, de las que Buñuel se habría sentido orgulloso, como en aquella película, cuyo título no recuerdo, en la que se había eliminado la tensión sexual de los diálogos convirtiendo a los interlocutores en hermanos, pero sin suprimir todas las escenas originales. El resultado es que los hermanos se atizaban unos morreos la mar de incestuosos, lo que resultaba aún más excitante que un petting sin consanguinidad. La censura que permite el doblaje sigue vigente hoy en muchos países, como en China, donde toda forma de censura tiene su casa, y donde a nadie parece importarle que los actores de la película sigan moviendo los labios cuando el parlamento en chino ya se ha terminado hace rato (o al revés). Pero en la historia del doblaje no solo se han producido errores memorables por la ineptitud de los dobladores: también por su exagerada creatividad. En Hungría, por ejemplo, las comedias se doblan en verso, y artistas famosos prestan su voz para leerlas. Así, en Los Picapiedra, todo lo que dicen los personajes rima. En algún momento, es fácil, verbigracia, cuando Pedro grita: "¡Wilma! ¡Abreme la puerta, Wilma!", un eneasílabo cuya epanadiplosis garantiza la consonancia. En otros, en cambio, la labor de los dobladores se antoja titánica, como cuando expresa su deseo de zamparse un filete de brontosaurio justo antes de ejecutar, caminando de puntillas, uno de sus afiligranados strikes. Lo cierto es que reivindicar el doblaje es como reivindicar la amputación de un brazo y su sustitución por otro ortopédico. Por bueno que sea el brazo artificial, nunca igualará al de verdad. He visto muchas veces Braveheart (y últimamente la pasan cada dos por tres por la televisión, quizá por contaminación con el inacabable debate sobre la independencia de Escocia), pero nunca había apreciado como ahora el acento local de los rebeldes -y el esfuerzo que hace Mel Gibson, no siempre fructuoso, por adoptarlo-, las crueles inflexiones del inglés aristocrático de Eduardo Longshanks, la suavísima tonalidad del francés y el inglés que habla la nuera del rey, y los giros sincopados de los irlandeses. También he disfrutado con el inglés oxoniense -y durísimo- que es capaz de entonar Meryl Streep, una americana, en La dama de hierro. No hay ni siquiera que reivindicar la utilidad del cine en versión original para aprender idiomas -aunque sea un beneficio cierto: los países más políglotas son aquellos en los que no hay doblaje-, sino solo disfrutar de la película tan como ha sido concebida y ejecutada. A nadie le parecería adecuado retocar al Bosco porque sus personajes sean demasiado siniestros, o a Picasso, porque los suyos no se entiendan, o a Gustave Courbet, porque El origen del mundo pueda ofender al contemplador. Por qué nos sigue pareciendo normal manipular la banda sonora de las películas es algo que solo se explica por pereza, un sentimiento muy humano y muy poderoso.
Mi mayor asombro fue oír a J.R Ewing (Larry Hagman) en la serie de Dallas, hablar en catalán (yo en esa época estaba en Barcelona)
ResponderEliminarUn Abrazo
De acuerdo en todo. Y sí, Amelia: todos los que hemos emigrado a algún punto del dominio lingüístico catalán hemos experimentado enorme perplejidad al conectar (por ejemplo) IB3 y escuchar a Charlton Heston gritando, de rodillas ante la estatua de la libertad arruinada: "Maniàtics! Ho heu destruït tot! Jo us maleeixo a tots! Maleeixo les guerres! Us maleeixo!" Cómico; tanto como John Wayne hablando en francés... O en español.
ResponderEliminarEscribí esto en Facebook; va también por acá: Brillante, Eduardo; me pasó lo mismo cuando vine a México... Ah, y la película del "incesto" es Mogambo, con Clark Gable, Grace Kelly y Ava Gardner... O, como dirían Les Luthiers, Avant Garde
ResponderEliminarGracias, Ignacio, por recordarme que la película en cuestión es Mogambo. Qué grande el film, y qué grandes Les Luthiers: de una inteligencia apabullante.
ResponderEliminarUn abrazo.