Todos los lugares tienen sus iconos. Los iconos son los tópicos de la imagen. En Inglaterra -o, mejor, en Londres- esos iconos son la cabina de teléfono roja, el autobús de dos pisos, el caballero con paraguas y bombín -que ya no utiliza nadie, salvo los porteros de los colleges de Oxbridge y los unionistas norirlandeses-, la moqueta en los baños y los cucuruchos de fish and chips. Hay más, pero estos son los que se me ocurren inmediatamente, y que casi todo el mundo compartirá. La imagen de un país se urde con esos mimbres y con muchos otros, derivados de la experiencia personal, de los sitios que se visiten y, sobre todo, de la gente que se conozca. En mi caso, no obstante, la imagen de Inglaterra -esa imagen arquetípica de la que los iconos son bandera- no ha provenido solo del conocimiento físico, sino de un conocimiento que podríamos llamar espiritual, y que me ha proporcionado la literatura. Yo estuve en Inglaterra mucho antes de estar en Inglaterra. La recorrí, mentalmente, pero con la misma viveza con que lo hubiera hecho de haber pisado su suelo, de la mano de una mujer, una escritora mediocre, pero una persona muy inteligente: Agatha Christie. No me avergüenza decirlo: Agatha Christie fue una de mis lecturas favoritas en la adolescencia. Heredé el gusto por sus historias de mi padre, que las devoraba. Los volúmenes -populares, de la editorial Molino, con ilustraciones casi de tebeo en la cubierta- se apilaban en mi casa: amarilleaban enseguida; llamaban fervorosamente al polvo, para desesperación de mi madre. Y uno no parecía capaz de adquirirlos todos: siempre encontraba algún título desconocido. Aunque la escritora ya había muerto, se diría que seguía escribiéndolos. He dicho antes que era una escritora mediocre, pero es una observación injusta: desde luego, no me lo parecía cuando la leía, y, aunque hoy haya cambiado de opinión, debería atribuir a esa opinión genuina y admirativa una porción irredimible de verdad. Además, pienso que, a pesar de la elementalidad de sus enigmas y la repetición de sus tramas, Christie tiene el gran mérito de haber sabido crear una atmósfera, unos personajes memorables: un mundo. Ese mundo era -y, en buen medida, sigue siendo-, para mí, Inglaterra. Aún no soy capaz de contemplar la campiña inglesa sin recordar sus descripciones de los manors, ni de pasar por delante de una vicaría sin evocar al párroco, un señor muy anglosajón y, pese a su condición sacerdotal, muy casado. Tampoco he olvidado a aquellos caballeros de la burguesía rural, entre cuyos miembros solían desarrollarse los casos que resolvía Miss Marple, amantes de los caballos y vestidos de tweed. Todavía me parece reconocer su estampa en algunos hombres que pasean por los parques de Londres, o por los pueblos del interior, con gorra plana, chaqueta gruesa color de arcilla y unas wellingtons eficacísimas. El té, los perros, la lluvia, el césped que rodea a las casas, la hiedra que las cubre, las chimeneas encendidas, los ríos con patos, las conversaciones llenas de understatements e ironías corteses y circunspectas observaciones sobre el clima, la cerveza, los bobbies, más lluvia: todo eso es Agatha Christie -lo de menos son las tramas-, y todo eso es Inglaterra. Incluso en sus relatos más internacionales -Asesinato en el Orient Express o Muerte en el Nilo-, a los que solía atender el belga Hércules Poirot, la figura del caballero inglés destaca por encima de todos: alguien que fuma tabaco rubio en cigarrillos delgados, bebe whisky, viste traje para cenar y se muestra tan consternado por la visión de un cadáver con el pescuezo rebanado en el salón de su casa como por la de un grifo que gotease, pese a lo cual dice cosas como: "¡Oh, qué horror!", "¿Quién ha podido cometer semejante atrocidad?" o "¿Cree Ud. que se podrán limpiar las manchas de sangre de la moqueta?". Pero no solo la escritora de Torquay ha labrado en mi mente esa imagen icónica de lo inglés: también lo ha hecho un francés, Julio Verne, que supo definir en Phileas Phogg, el protagonista de La vuelta al mundo en ochenta días, el prototipo del britón flemático, así pereciera el mundo; del anglosajón imperturbablemente resistente al infortunio y a la adversidad; del londinense que solo se permite, en todo el libro, es decir, en toda una aventura planetaria, un arranque de ira, y eso, porque el propio Verne debía de estar furioso aquel día: no creo que alguien como Phogg se enfadara jamás. Me fascinaba aquella templanza inasequible a la perturbación, por contraste con la vehemencia desjarretada de los hispanos; aquel estoicismo que revelaba un control férreo de los sentimientos, frente a nuestra desmandada garrulería, frente a nuestro exhibicionismo vociferante. Como en aquella escena de los Monty Pyton -el mejor grupo cómico que ha dado el cine desde los hermanos Marx-, en la que un tigre de Bengala se le ha comido una pierna a un aristócrata de Gloucestershire, o de algún lugar parecido. Él no se ha dado cuenta, porque estaba durmiendo, pero, al despertarse, ha notado que le faltaba la extremidad. Cuando sus amigos van a visitarlo por la mañana, él deja el libro que está leyendo y les da cuenta del incidente. "¿Volverá a crecer?", les pregunta. "Oh, me temo que no, Larry, viejo amigo; pero te ahorrarás mucho en zapatos", le responden, sin pestañear. Él, aliviado, vuelve entonces a su lectura, musitando: "Oh, bien, muy bien". Por último, otro grupo de personajes ha contribuido decisivamente, en mi caso, a la representación de lo inglés: la familia Durrell, en ese prodigioso libro que es Mi familia y otros animales, de Gerald Durrell, el hermano zoólogo de Lawrence Durrell, célebre por su extraordinario El cuarteto de Alejandría. Yo, francamente, no sé cuál de las dos obras elegiría, si tuviera que elegir. En Mi familia y otros animales -una de las lecturas más deliciosas que he hecho nunca-, la acción (si es que a lo que allí sucede se le puede llamar acción) se desarrolla en Corfú, y el paisaje descrito es luminosamente mediterráneo: cabras, cereal, higueras, aceite, sol; y pueblos azules y blancos, en los que vive gente que tiene tanto que ver con los protagonistas ingleses como un bantú con un lapón. Pero el centro de la atención es esa familia transterrada, sin padre, en la que una madre, dos hermanos, una hermana y un perro se esfuerzan por sobrevivir al desarraigo y a la incomprensión del entorno. Pero es una supervivencia bienhumorada, exquisita, civilizada; tan civilizada como la vida de los propios isleños, aunque de naturaleza diferente: aquellos son bisnietos de la reina Victoria; estos, Homeros venidos a menos. En ese grupo inverosímil -pero que recoge rasgos reales de las personas que lo constituían-, la hermana no acierta con ninguna frase hecha; Lawrence está permanente, obsesivamente preocupado por demostrar su genialidad como escritor; Gerald causa constantes desaguisados investigando la fauna local y metiendo en casa a muchos de los maravillosos bichos que la integran (escorpiones, culebras, pájaros ruidosísimos, insectos peludos); y la madre intenta mantener el orden en aquellas circunstancias tan desfavorables: un orden inglés, hecho de bollos con mermelada, y pastas de té, y visitas a los vecinos. Christie, Phogg, Durrell: epítomes de lo británico, iconos de este país admirable y extraño.
Vamos, yo lo tengo claro, Eduardo. "Mi familia y otros animales" sin ninguna duda. Sin olvidar los demás libros del pequeño de los Durrell relatando sus viajes por todo el mundo en busca de animales: un prodigio de humor irónico. Y flemático, vale, eso también.
ResponderEliminarY también de acuerdo en los de los Monty Phyton: unos genios.
Abrazos de este "garrulo" que se acuerda de ti.
Los demás libros de Gerald Durrell son estupendos, sí, pero me parecen un pelín repetitivos: como si fueran una secuela de ese hallazgo inconmensurable que es "Mi familia y otros animales". Y "El cuarteto de Alejandría" es una tetralogía brutal, Elías. Curiosamente, Lawrence sabre recrear atmósferas -en este caso, en Egipto- con la misma precisión e intensidad que Gerald. Debe de ser otro rasgo inglés.
ResponderEliminarUn gran abrazo.