jueves, 14 de noviembre de 2013

Manga por hombro

Los blogs son literatura. No todos, desde luego, como no lo son todos los libros, pero sí aquellos que practican el arte de la palabra, que es la definición más simple que se me ocurre de la literatura. Sucede, empero, que, como tantas otras modalidades actuales de esa palabra que persigue la emoción estética, no se plasma en papel, sino en el evanescente silicio del ordenador, en los férreos pero inaprehensibles bits de los programas informáticos, o, en el colmo de la nada, en la nube. Que la literatura esté en la nube -y no en las nubes- se me antoja un prodigio de etereidad y, acaso, de eternidad. Pero los escribidores seguimos siendo materialistas, sobre todo los que nos hemos formado con la materia: la tinta, la celulosa, la encuadernación. Pronto habrá otros -ya están surgiendo- que no conciban la palabra escrita si no es en las superficies inmateriales de lo digital, o incluso que no conciban la palabra escrita, sino solo susurrada, y desaparecida, en ese espacio de intercambio irreal. Hoy se observan todavía algunas resistencias: las derivadas de la costumbre, de las inercias individuales. Y, así, advertimos que lo que antes se escribía en papel, como los diarios personales, ahora se escribe en blogs, pero que de estos, en muchos casos, pasan al papel, como un agente doble, o como un salmón que remontara la corriente hasta llegar al lugar donde naciera. El papel, asediado por negaciones poderosísimas -que acabarán venciendo-, subsiste todavía. Y de ello es buena prueba este Manga por hombro [Entradas del blog El Juego de la Taba], publicado por La Isla de Siltolá, que me envía Elías Moro, el escritor de Mérida. Subrayo lo de "escritor de Mérida", porque tiene mérito (¿"mérido"?) serlo: apartado, fronterizo, no sé si solo, aplastado por calores asfixiantes en verano y fríos heladores en invierno, Elías mantiene encendida allí la llama de la escritura pura, de la literatura jubilosamente entregada a sí misma, de la palabra alegre y viva y cordial. No quiero que se me malinterprete: Mérida es una ciudad muy hermosa, de gente amable y entusiasta, que siempre es un placer visitar, pero sus circunstancias no son, digamos, las de Bloomsbury. Sin embargo, Elías le ha dado la vuelta a las circunstancias: las ha puesto a trabajar para él. En Mérida, Elías Moro es vigilante de seguridad; sí, segurata. Alguna vez, con algunos amigos, hemos ideado antologías poéticas bizarras: una de poetas feos (¿quién querría aparecer en ella?), o de poetas tartamudos (cuyos versos suelen ser igualmente sincopados), o de poetas seguratas. En ella figurarían, gloriosamente, Elías Moro, Roberto Bolaño, que lo fue en un cámping barcelonés, Pere Gimferrer, policía militar en Palma de Mallorca (¿alguien se lo imagina con casco y porra blancos?), y yo mismo, que serví a la patria en el Servicio de Vigilancia del Centro de Instrucción de Reclutas de Rabassa, en Alicante, también con casco y porra blancos. Salvo por mí, no es una mala nómina. Ser vigilante de seguridad es, según me confiesa Elías, un trabajo muy tranquilo: sus muchas horas de inactividad dan para mucho, sobre todo si se tiene un espíritu creador. Me gusta pensar que la excelente poesía de Elías, y ahora este conjunto de crónicas, reflexiones, relatos y aforismos contenidos en Manga por hombro, han surgido en este tiempo silente, a menudo insomne, que con otra dedicación resultaría insoportable, en el que Elías ha velado, con su altura baloncestística y una sonrisa no menos majestuosa, por la seguridad de unas instalaciones. La última vez que nos vimos fue poco antes de que yo viniera a Londres, en Mérida, donde Ángeles y yo íbamos a asistir a la representación de El asno de oro, de Apuleyo, interpretada por el gran Rafael Álvarez, "el Brujo". Por la tarde nos habíamos citado con él. Elías se mostró entonces como es, como es su literatura: dinámico, dilatado, coloquial y culto a la vez, risueño y un punto travieso, pero atrav(i)esado por la hondura discreta de quien ha experimentado todos los dolores y pensado en todas las muertes. Admiramos -él por milésima vez- las ruinas romanas y paseamos por el magnífico puente de la ciudad, nos tomamos unas cervezas y después, con Ángeles, unas morcillas sobrenaturales, y hablamos, sin discursos, pero con mucha risa, como quien evoca las anécdotas de unos amigos muy queridos, de Camba y Monterroso, de Cunqueiro y Pla, esos escritores que son epítome de la palabra exacta y jovial, de la literatura irónica y quintaesencial, a la que tanto Elías como yo aspiramos. Luego nos despedimos, y nosotros asistimos al espectáculo de "El Brujo" en el teatro romano, en unas gradas de piedra homicidas, pero bajo una luna inconmensurable. Las entradas de Manga por hombro revelan el ingenio, el lirismo y la pasión por la palabra que caracterizan al Elías Moro hombre, y su reunión es una prueba feliz de su existencia en el mundo, que nos hace mejores a todos, y de la supervivencia de la palabra espesa, material, pero aérea, como lo es también el libro en el que está escrita.

2 comentarios:

  1. Fantástico Elías Moro y su Manga por hombro. También esta crítica. Me ha encantado lo bien que defines al hombre, al escritor y al paisaje que lo alberga. Gracias por traerlo aquí.

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    1. Gracias a ti por tus palabras y por seguir mis corónicas.

      Un beso.

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