martes, 4 de marzo de 2014

Con Juan, Ramón y Alfredo en Cambrils

En Cambrils, aguas mils, dijo una vez Tomás Sánchez Santiago. Pero no: en Cambrils llueve poco; lo que sí hace es un viento estremecedor, que ulula por los rincones y nos alborota la ropa y los pensamientos. Si la tramontana, que bate la Costa Brava, enloquece a la gente, aquí deben de estar todos de atar, más aún, de sala de aislamiento. Pero justamente para no estar aislado he quedado hoy con tres buenos amigos que viven en Tarragona: Alfredo Gavín, Juan López-Carrillo y Ramón García Mateos. Hace mucho tiempo que los conozco. El primero con el que trabé relación fue Ramón, en una lejanísimo curso de verano de poesía, organizado en El Escorial por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. El curso se titulaba, insípidamente, "El amor en la poesía española contemporánea", o algo semejante, aunque su secretario, Francisco Castaño, nos confesaría después que iba a titularse "El amor en la boca de los poetas", pero que a la Universidad no le había parecido una buena idea. En aquel congreso Ramón y yo compartíamos cuarto de baño -cada dos habitaciones tenían asignado uno-, y ya se sabe que compartir cuarto de baño puede cimentar las amistades más fervorosas o las enemistades más irreconciliables. Al poco de llegar, entré en el lavabo y allí me encontré, con una toalla en la cintura, a Ramón, recién salido de la ducha. Estuvimos departiendo amigablemente: yo, vestido, y él, en pelotas. Fue una forma curiosa de empezar una relación, pero se he demostrado sólida: dieciocho años después, seguimos siendo amigos. Ramón me presentó, ya de vuelta en casa, a Juan y, algo después, a Alfredo. Los tres, junto con algún otro amigo, como Manuel Rivera -actual responsable de la casa editorial Silva- y Ramón Oteo, profesor de literatura española en la Universidad Rovira i Virgili y maestro de todos, han mantenido viva la llama de la poesía en castellano en Tarragona en los últimos treinta años. Aunque no solo en castellano: Alfredo ha publicado también una obra, que puede calificarse de nutrida, en catalán, cuya última entrega ha sido Un país de bacteris, publicado por Arola Editors en 2012, una galería de animalejos cada uno de los cuales representa, en la mejor tradición de los bestiarios, una falla moral. Alfredo es poeta y por eso escribe versículos, pero, si fuera un  moralista francés, escribiría aforismos, y lo haría con igual agudeza. Los cuatro hemos quedado a comer en Cambrils. Alfredo me recoge a la salida de la autopista y luego vamos a buscar a Juanito, cuyo diminutivo -hay que precisarlo- no corresponde a una estimación física, sino a una valoración afectiva: es como llamar "Fernandito" a Fernando Romay, solo que a lo ancho. Ya en el restaurante vasco en el que hemos reservado mesa, se nos une Ramón, profesor de instituto, hombre barbudo y bueno. Según la tradición, intercambiamos primero libros: yo les entrego a todos un ejemplar de La pasión de escribil, que acaba de aparecer. Alfredo me regala a mí uno de su último poemario, El rastreador y la sombra, publicado asimismo por Arola, cuyos paratextos auguran una agradable compañía -Barroeta, Simic, Orozco-, pero que tiene una tara: el prólogo de Juan Ramón Ortega Ugena. Ramón, por su parte, me hace entrega de De los álamos el viento, un libro hermosísimo, con ilustraciones de Fernando Vicente, publicado por una editorial doblemente inverosímil: se llama Kalandraka y es de Pontevedra. De los álamos el viento es poesía para niños: incluye nanas, canciones infantiles, romances; y es, como toda poesía para niños, de inspiración popular. Ramón ha sido siempre un amante de las tonadas del pueblo, de la mitología rural, de las músicas hondas y sencillas, aunque también ha sabido practicar una poesía poliédrica y urbana. En De los álamos el viento encuentro un poema, "¿En dónde la has aprendido?", escrito en o a la Sierra de Gata, con la que me siento tan vinculado emocionalmente, y, conociendo a Ramón, sé que proviene de su conocimiento directo de la zona: El verso/ y la canción/ se desenredan/ y escapan/ de las manos/ hacia el cielo./ Ya son coplas/ tonadas/ desprendidas/ del pueblo/ y la verdad/ y el corazón:// En la sierra de Gata/ campo de flores/ donde cantan los hombres/ coplas de amores. Ramón también nos reparte ejemplares de una separata de la Revista de Soria, con un relato sobre Avelino Hernández, el escritor soriano, muerto en Mallorca, que entregó una obra literaria tan vasta como todavía poco conocida. De esa producción recuerdo Mientras cenan con nosotros los amigos, publicado por Candaya en 2005, del que me habló muy elogiosamente Juan Luis Calbarro, otro castellano residente en las Baleares, y un libro que ahora se me antoja muy curioso: El día en que lloró Walt Whitman, una metáfora de la destrucción de las culturas ancestrales por una modernidad omnívora. Juan no tiene libros que regalar, porque su relación con la literatura anda un poco renqueante últimamente, pero nos basta con su inveterada bonhomía: conozco poca gente con la que resulte más agradable estar que Juanito. La comida es opípara, aunque se produce un momento equívoco. Ramón ha pedido rabo de buey, y, cuando el camarero viene con los platos, pregunta: "¿Rabo?". Ramón contesta entonces con decisión: "¡Para mí!". Todos nos quedamos mirándolo, un poco extrañados. Las judías de Tolosa que me propino yo son abrumadoras, y la dorada a la bilbaína no las desmerece. De postre, requesón con frutas del bosque. Mientras comemos, hablamos de lo que siempre hablan los escritores: de otros escritores, de escritos y escrituras, y, si son varones, de mujeres, aunque sin ansia, más bien con melancolía: todos somos cincuentones. Alfredo hace algunas propuestas de libros colectivos, como el Libro libre que hemos publicado los cuatro, más el escritor alicantino Vicente Llorente, hace algunos meses. Sugiere, por ejemplo, un volumen de Poemas chinos hechos en España: sin ir más lejos, yo podría aportar algunos haikus. Tomamos el café en una terraza del paseo marítimo. Hace frío, pero el viento no nos alcanza y todavía da el sol. El azul del cielo es azulísimo; también el del mar. Pero ambos son interrumpidos: aquel por nubes muy grandes y muy blancas, que el viento arrastra pesadamente; este, por algún barco, zarandeado por las olas. Cuando ya nos despedimos, vemos una bandada de gaviotas que se derrama por sobre la plaza del pueblo como si alguien hubiera lanzado al aire una multitud de panfletos: vuelan con el mismo desorden y la misma energía inicial, aunque luego decaen en picados laxos y se diseminan entre las azoteas y las nubes. 

6 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

    ResponderEliminar
  2. ¿No era "El sexo en la boca de los poetas"? ;-)

    Qué envidia de Cambrils y de la compañía.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Tienes razón: lo era. ¿Cómo habrá podido olvidárseme?

      Besotes.

      Eduardo.

      Eliminar
  3. Fue un placer el reencuentro, Eduardo. Comimos en abundancia, bebimos con cierta moderación, nos reímos mucho, despellejamos a algunos y hablamos inagotablemente de literatura. Ah, y recordamos a amigos y enemigos comunes (o propios, con mayúscula claro): ahí estuviste tú también, Juan Luis Calbarro (aprovecho la ocasión que me brinda Sir Eduardo Moga para enviarte a la Ingalaterra un fuerte abrazo y todo mi cariño).
    Poesía y amistad. Tal y como corren las aguas, un lujo para el cuerpo y balsamina para el alma.

    ResponderEliminar
  4. El placer fue mío, amigo. Un abrazo enorme.

    ResponderEliminar