miércoles, 19 de marzo de 2014

El té

El té es una institución británica, como la reina de Inglaterra o el autobús de dos pisos. Y forma parte de su historia: el Motín del Té, ocurrido en Boston a finales de 1773 (y del que toma el nombre ese ejemplo de conservadurismo civilizado que es el Tea Party estadounidense), fue crucial para que se desatase la Guerra de Independencia americana. El té explica, en parte, la pérdida de las colonias. Sus virtudes sedantes no lucieron en aquel momento de la historia. Fueron los chinos los que descubrieron, varios siglos antes de Cristo, que las hojas de la Camellia sinensis proporcionaban una delicada infusión, y hasta han adornado ese descubrimiento con una hermosa leyenda de emperadores que sestean a la sombra de un árbol del té y de suaves brisas vespertinas que hacen que las hojas de ese árbol caigan en una marmita de agua hirviendo. (Qué hace un emperador, nada menos, durmiendo en el campo, en lugar de en sus refinadísimos aposentos, con camas de sábanas de seda e hilo de oro, y qué hace un perol de agua al fuego a su vera, es asunto intrincado y desengañador, que no vamos a examinar aquí). Seguramente, su origen fue mucho más prosaico (como el del café, en el Yemen, gracias a una cabra; o el del yogur, resultado de que los camellos de una caravana transportaran, zarandeándolos, odres llenos de leche: en la península arábiga los hallazgos son siempre menos líricos que en Asia, quizá porque el desierto es poco dado a la sofisticación), pero la historia merece la pena. A Inglaterra el té llegó desde la India (que era entonces, y sigue siendo hoy, el segundo productor mundial) a mediados del siglo XVII, y se popularizó muy pronto. De hecho, parece que llegó a sustituir a la ginebra -que gozaba, por razones obvias, de una gran favor entre la gente- como bebida popular (aunque muchos, como la Reina Madre, mantuvieron la preferencia por aquella, y hay quien dice que eso les garantizó la longevidad: los órganos se conservan estupendamente en alcohol). Hoy no hay hogar británico en el que no se encuentre una lata, una caja o unos saquitos de té, y todavía es costumbre que esa sea la bebida que se le ofrezca al huésped en su primera visita. La ceremonia del té, si bien aburguesada, y aunque no pueda competir con los rituales fastuosamente minimalistas del Japón, conserva todavía cierta prosopopeya: el hervor, la inmersión, el reposo, la decantación, el filtrado, la espera y, por fin, la degustación, a pequeños sorbos, sin aditamentos o con una rodajita de limón o una brevísima nube de leche. (Es preferible el limón: la leche contrarresta las flavinas, que son antioxidantes; tampoco es recomendable el azúcar, que confunde el sabor espontáneamente amargo). Y es de ver la delicadeza con que la gente avezada, y hasta la que no lo es, maneja los aparejos de la infusión y sorbe el líquido, con gran mariposeo de dedos y un singular estiramiento corporal, simultáneo al achicarse de los labios: algo en el té induce a esa finura; algo que no tienen otras bebidas promueve la elegancia. Antes, en la Inglaterra victoriana, el té de las cinco era casi un deber. A esa hora constituía una pausa reconstituyente hasta la hora de la cena. En los siglos XX y XXI, las obligaciones horarias se han diluido en un mundo urgente y desordenado. Solo algunos mayores se acuerdan hoy de ese té vespertino, que sigue formando parte, no obstante, del estereotipo del inglés. En el Strand de Londres, casi en la confluencia con Fleet Street, se encuentra la tienda de Twinings, una de los más deliciosos establecimientos de la ciudad dedicados al té. Y no solo porque el local es el mismo que Thomas Twining comprara en 1706 -antes era una coffee house, una cafetería: la sustitución es significativa del cambio de gustos que se estaba produciendo- y despliegue todavía un amplio surtido, casi museístico, de frascos y herramientas de la época vinculadas a la elaboración de la bebida, sino porque sus dependientas son casi tan delicadas y aromáticas como la tienda. El olor de los productos expuestos sobrevive al de los tubos de escape y al del gentío que pasa, y se percibe desde la cercana iglesia de los daneses; y el de las vendedoras, también. Detrás de la iglesia, por cierto, hay una estatua de Samuel Johnson, que vivía cerca de allí y que era un gran amante del té. Así lo define en su célebre diccionario: "Planta china, cuya infusión se ha bebido mucho últimamente en Europa"; y así enumera sus funciones: "Recrear al perezoso, relajar al erudito, y contribuir a la digestión de las copiosas comidas de quienes no pueden hacer ejercicio y no desean practicar la abstinencia". En Twinings se pueden encontrar todos los tipos de té y todas las combinaciones posibles de la planta. Uno se asombra de que pueda haber tantos, aunque hay que recordar el número de quesos que atesoran los franceses o las formas infinitas que tenemos los españoles de pedir el café. Su atractivo no es solo olfativo o gustativo, sino también visual: el cromatismo de las hojas del té, sus retorcimientos múltiples y sus matices agónicos, desde el negro africano hasta el verde pálido, o un gris casi blanco, son también un espectáculo para la vista. A mí me gusta el té, y a Álvaro también. Lo curioso es que, insólitamente, ya le gustaba cuando tenía seis o siete años. Ahora, desde que estamos en Inglaterra, lo celebramos con más dedicación, pero también con más familiaridad. El té es otro compañero de esta aventura extraña en la que nos hemos embarcado.

2 comentarios:

  1. Juan López-Carrillo19 de marzo de 2014, 12:09

    La primera vez, Eduardo, que me convertí en bebedor de té fue cuando trabajaba de barman en el hotel Papa Luna de Peñíscola, en el 81, creo, no me acuerdo bien. Lo tomaba en taza de café con leche, eso sí, mezclado con un buen chorreón de whisky (el whisky, solo, también me lo tomaba en taza... así disimulaba). A partir de las cuatro de la tarde, empezaban a bajar miles (a mí me lo parecían) de jubilados ingleses para degustar el sofisticado brebaje que yo les servía con unos tremendos termos que me ponía a preparar una o dos horas antes. A su modo ese también era un ritual, quizá poco ortodoxo, al menos así me lo hacían saber las caras agrías que me ponían aquellos auténticos rostros pálidos cuando les servia. Después estuve casi 20 años sin volver a degustar el preciado líquido. Ayer me tomé un delicioso darjeeling. Hoy probaré un té verde chino, un Lun Ching..., mientras tanto me siguen gustando el café, el vino, el whisky, la poesía y sus mujeres... y los blogs de los amigos.

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  2. Vivan el té y el whisky, querido Juanito, y vivan sobre todo los amigos.

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