domingo, 30 de marzo de 2014

Dickensiana

Dickens es un escritor formidable, uno de esos escritores de best-sellers que son, también, magnífica literatura. Hubo otros en su siglo: Salgari, Galdós, Balzac, sobre todo Balzac. Gente que escribía para entretener, pero que no perdía de vista que entretener es un arte. Hoy, casi ningún hacedor de best-sellers -entendiendo por tal, en aquel siglo, al que concitaba que cientos de miles, si no millones, de lectores esperasen con ansiedad la aparición del siguiente capítulo de su folletín, o de su próximo libro- comparte esa visión, y sus productos son meras exudaciones de la industria editorial. Curiosamente, a mí los libros de Dickens que más me gustan son los más sombríos, como Casa desolada, aunque siempre haya sombras en sus novelas, solo que disfrazadas de luces. Otros, en cambio, que pasan por más jocosos, como Los papeles póstumos del Club Pickwick -Jordi Llovet, uno de los profesores de la facultad de Filología por los que sentía más respeto, ha escrito que es uno de los libros más divertidos de la literatura occidental-, me han deparado escasa diversión. Aunque quijostescos, encuentro a Pickwick y a sus aventuras hiperbólicos, repetitivos y locales, y me cuesta avanzar. Pero esto no es, no puede ser, sino una preferencia personal: no pongo en duda la grandeza creativa del inglés. Hoy vamos a visitar su casa-museo, en el 48 de Doughty Street, cerca de Bloomsbury, que debe de ser el barrio más literario del mundo. Antes, sin embargo, decidimos comer. Lo intentamos primero en el restaurante del Hotel Russell, un establecimiento de lujo que ocupa un impresionante edificio victoriano, rojizo y cuya fachada remata una multitud de tejados, situado en la plaza del mismo nombre. No lo hacemos porque queramos dilapidar nuestra ya escasa fortuna, sino porque somos los felices poseedores de una tarjeta de descuentos en restaurantes según la cual podemos almorzar en el hotel con una reducción del 50%. En un alarde matemático, calculamos que la mitad de una factura astronómica seguirá siendo una factura astronómica, pero menos, así que decidimos darnos un homenaje. Nuestro gozo acaba en el fondo del pozo cuando las camareras nos informan de que los domingos no sirven comidas. Buscamos un local alternativo y damos con un pub, The Lamb -el cordero-, situado al otro extremo de la cadena trófica de restaurantes en Londres: pequeño e incómodo, pero alegre. La fachada está llena de flores, y la barra, de parroquianos que trasiegan cerveza muy oscura con la devoción de un cuáquero, como si practicaran un ritual con afán de trascendencia. Nos embuten en una mesita lateral, y allí comemos. Me sirven la ensalada con una vinagrera y un bote de mayonesa. "¿No hay aceite?", le pregunto, meridional, a Ángeles. Y me aclara: "Es que aquí no sirven aceite. Le ponen mayonesa a la ensalada". Ponerle mayonesa a la ensalada es algo que no estoy dispuesto a hacer ni aun sometido a tortura, así que le pido aceite -"de oliva, a poder ser"- al camarero, que me mira, atribulado por la enormidad de mi petición, pero se sobrepone, muy británicamente, al desconcierto, y desaparece en la cocina. Al cabo de diez minutos -después, supongo, de haber revuelto las alacenas de los productos de lujo para encontrar un ápice del oro líquido- aparece, triunfal, con una lecherita para el té, pero con aceite. El café nos lo tomamos ya en el bar de la casa de Dickens, acompañado por un triángulo de pastel de calabacín y lima, que nos sirve una camarera argentina. Los ingleses trasladan su excentricidad a la repostería, cuyas combinaciones son inverosímiles e innumerables: pepino y grosella, coco y ginebra, apio y pera. Pero suelen resultar, como las sopas, siempre densas, acompañadas con pan y mantequilla: los climas fríos requieren comidas gruesas. En esta casa, de cinco pisos y aspecto sobrio, a la que se accede por una puerta verde, en un barrio tranquilo y burgués, de calles anchas, Dickens solo vivió dos años, de 1837 a 1839, aunque fueron años importantes en su vida personal y literaria: aquí nacieron dos de sus hijas, murió una cuñada con 17 años y él escribió Oliver Twist, la novela en la que se mejor se plasma el trauma sufrido por él y su familia, cuando su padre fue encarcelado por deudas, su mujer y sus otros hijos se fueron a vivir con él a la cárcel, y el pequeño Charles, con doce años, tuvo que empezar a trabajar diez horas al día en una fábrica de betún para calzado, pegando las etiquetas a los botes del producto. No es de extrañar que sus libros estén plagados de huérfanos que viven y trabajan en lugares insalubres, maltratados por adultos crueles y explotados por patronos inhumanos. El principal atractivo de la casa es la abundancia de objetos personales del escritor, desde sus navajas de afeitar hasta el bastón con el que paseaba o la mesa en la que escribía. La reconstrucción del mobiliario y la decoración victorianos es pulcra, y abundan, asimismo, los retratos, ilustraciones y litografías del escritor, sus amigos y su familia. Me llama especialmente la atención la sala de lectura, pero no la de lectura privada de Dickens, sino la de lectura pública, donde organizaba audiciones de lo que escribía. Es un salón amplio, dentro de la pequeñez general de las habitaciones, en el que se conserva el atril desde el que leía. Pero no era una actividad gratuita: Dickens cobraba por leer. Mantener dignamente a su creciente familia fue una preocupación constante, y, de hecho, ese -el crecimiento de la familia- fue el motivo por el que tuvo que abandonar la casa de Doughty Street y trasladarse a otra, más espaciosa, en Devonshire Terrace. Dickens cobraba por todo: tenía que hacerlo para que todos comieran. Eso le llevaba a escribir continua, ingentemente, y a adoptar medidas tan drásticas como raparse la mitad de la barba para no poder salir a la calle (entonces algo así todavía resultaba vergonzante; hoy se sale a la calle disfrazado de cualquier cosa) y obligarse así a quedarse en casa a terminar lo que había empezado. Balzac bebía litros de café al día con el mismo propósito; Dickens se pelaba media barba; otros escribían de pie, para no dormirse si lo hacían sentados: cada cual escoge la cadena con la que quiere permanecer atado a la literatura. Acabada la visita, nos acercamos a Russell Square, el lugar de nuestro almuerzo frustrado, y paseamos un rato. La plaza, diseñada en 1800, se construyó en unos terrenos cedidos graciosamente por su propietario, el duque de Bedford, a la ciudad. No tiene la extensión de los enormes parques londinenses, pero ocupa un generoso cuadrángulo, salpicado de árboles y tapizado de hierba. Como hoy hace bueno, el césped se ha llenado de gente. El clima de este país es tan inclemente, que basta un poco de sol para que proliferen los sun-bathers en los parques. Aquí, en la vegetación, cuando llueve, crecen setas, y, cuando luce el sol, crecen personas. Nosotros decidimos volver caminando a casa. El GPS dice que tardaremos una hora y media, pero no importa: nos sentimos fortalecidos por la sopa de The Lamb, el pastel de calabacín y lima de la casa de Dickens, y la temperatura amable.

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