Ayer fue once de marzo: se conmemoraba el décimo aniversario del atentado de los trenes de Atocha en Madrid. Por la mañana recibí un correo electrónico circular de Juan Malpartida, en el que nos adjuntaba a los amigos y colaboradores un hermoso poema que había escrito en aquella trágica ocasión, y que más adelante había incluido en su libro A un mar futuro. Me pareció una buena idea -bella, discreta- para celebrarlo. Hoy, con un día de retraso, quiero conmemorarlo yo. Casi todo se ha dicho ya, y se ha escrito -el sumario de la sentencia que condenó a los yihadistas responsables del atentado tiene 100.000 folios-, sobre la masacre. Lo fundamental son los muertos: 192, incluyendo dos fetos y un recién nacido; también hubo 1.857 heridos y un número indeterminado de gente -padres, familiares, novios, amigos- psicológicamente destrozada. 192 personas a las que se arrancó de cuajo, y con dolor, la posibilidad de besar a quienes querían, de pasear bajo el sol, de ir al cine, de hacer el amor por la noche (o durante el día), de reír, de beber vino, de leer, de acariciar a sus hijos, de bañarse en un río, de oír música, de pasear al perro, de envejecer y morir en paz. Y eso porque un grupo de asesinos creían absolutamente en un Dios absoluto, y pensaron que esas otras 192 personas, que eran todas inocentes, debían pagar con la vida por que un gobierno, también compuesto por personas que creían en Dios, y absolutamente convencido de que eran una unidad de destino en lo universal, hubiera embarcado al país en una guerra que casi nadie quería. Pese a ello, durante años, el partido conservador y los medios del criptofascismo español sostuvieron una delirante teoría de la conspiración, que atribuía a ETA, con la complicidad de los servicios de seguridad del Estado, la responsabilidad del atentado. Esa teoría también ha destrozado vidas: jueces y policías insultados, desprestigiados, enfermos; gente que se ha suicidado por no poder soportar las acusaciones y el acoso; víctimas de los atentados que han sumado al dolor indescriptible de la pérdida el dolor inicuo de la persecución. Sin embargo, una década después, los que idearon y jalearon esa patraña, para que no pudiera establecerse ninguna relación entre los actos del gobierno conservador y el crimen terrorista, siguen felices y pimpantes: ni un solo periodista ha dimitido; ni un solo político ha pedido perdón por haber dado pábulo a semejante infundio. Lo que más me ha llamado siempre la atención ha sido la deliberada ceguera de la razón: que las preferencias ideológicas se impusieran a la evidencia; que las propias creencias impidiesen reconocer la verdad. Antes que admitir lo que la investigación desvelaba, se inventaba cualquier cosa, se interpretaba lo que hiciese falta, se retorcía cualquier hecho, se daba crédito a lo inexistente. Muchos no estuvieron dispuestos a aceptar la fragilidad de sus ideas, ni la responsabilidad que sus ideas -esto es, las necesidades emocionales a cuya satisfacción responden esas ideas- hubieran podido tener en aquel horror; antes prefirieron que el horror se adaptara a sus ideas.
Después de los atentados, con urgencia, varias editoriales promovieron iniciativas para protestar contra la barbarie terrorista. Una de las que lo hizo fue Bartleby, la pequeña editorial de prosa y poesía, que publicó 11-M: Poemas contra el olvido. Los beneficios obtenidos por la venta del libro, si es que los hubo, se destinaron a la Asociación de Víctimas del Terrorismo. Más allá de esta modesta ayuda, el libro no estaba destinado a surtir ningún efecto práctico, sino solo a manifestar públicamente el dolor de un puñado de personas, que eran también poetas, por aquella brutalidad; un dolor que simbolizaba el sufrimiento de todos. 11-M: Poemas contra el olvido era, pues, un grito, un aullido: lo único que se puede hacer cuando ya no se puede hacer nada. 116 escritores nos reunimos en él, bajo la feliz iniciativa de Pepo Paz y Manuel Rico. Este es el poema con el que contribuí yo -uno de los pocos poemas circunstanciales que he escrito en mi vida, pero pocas circunstancias han estado más justificadas-, y con el que hoy quiero recordar, otra vez, a aquellas 192 víctimas y a todos los damnificados por los crímenes:
LLANTO POR LOS DESCONOCIDOS Y LOS AMADOS
Poema para los asesinados el 11 de marzo de 2004 en Madrid
y contra el terror.
y contra el terror.
Un sol nacido e inmediatamente muerte.
Un cuervo amarillo.
Sangre en el aligustre.
Los perros han huido.
Un tórax sin cuerpo.
Una ventana que grita.
Mariposas entre la chatarra.
Lápices sin siño.
Cuerpos sin yo.
La nada es elástica y negra.
El silencio ha hablado ciento noventa veces.
La embarazada ya no tendrá que parir.
Hígados rebozados en polvo.
Han perido el nombre: ahora se llaman ciegos, se llaman decapitados.
¿Olieron sus cuerpos?
¿Vieron ojos?
Todo el ser es materia.
Ulular lila de sirenas.
El berbiquí de los móviles taladra la ausencia.
Un gorrión encuentra un gusano.
Pronto habrá miles.
¿Repararon en los pechos de las jóvenes?
Los cuerpos ya no proyectan sombra.
Cielo coagulado y derruido.
Dios no existe, pero ha hecho esto.
No hay palomas en las azoteas.
La hemorragia alcanza a los cerros difusos, a la ropa tendida.
Se oyen ladridos como tumbas.
El suelo es un lodazal, aunque esté seco.
Muerde la brisa, tras la que fulge lo oscuro.
Un gato se asoma al abismo.
Penden lágrimas de los cascotes.
Piel no piel.
Los andenes vomitan noche y amor.
Madrid.
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