sábado, 8 de marzo de 2014

Doña Rosita está soltera

Ayer fui a ver Doña Rosita la soltera, de García Lorca, con mi amigo Jordi. Antes me había tomado una cerveza con otro buen amigo, José Ángel Cilleruelo, en Laie; ¿dónde, si no? Tras la libación, José Ángel me acompañó al Teatre Nacional. Por el camino, hablamos de teatro: de Yerma, cuyo último montaje le había decepcionado; de L'encarregat, de Harold Pinter, en el Lliure, que, en cambio, le había fascinado; de Rafael Álvarez el Brujo, que me fascina a mí. El Teatre Nacional es una fastuosa construcción de la Generalitat -lo de nacional es un indicio inequívoco de su autoría-, que recuerda los templos griegos: los techos son altísimos; los espacios, amplios y blancos; las columnatas lo recorren en la fachada y en las paredes interiores, incrustadas en la madera. Es uno de esos lugares en los que uno se siente aplastado por la eminencia del arte. La platea, por su parte, está muy empinada, para favorecer la visión; como el escenario, que también se inclina, más suavemente, hacia el patio de butacas. El conjunto dibuja una uve desequilibrada pero funcional: la sonoridad y la visión son magníficas. Sin embargo, los asientos son casi tan estrechos como los de una compañía aérea, aunque no tan incómodos: en algo se tenía que notar que el teatro se ha construido con dinero público. Antes de que se levante el telón -un telón rígido: nada de aquellos cortinones fruncidos y polvorientos de antaño-, pienso que Doña Rosita la soltera ha vuelto al lugar donde naciera. Se estrenó en Barcelona a finales de 1935, protagonizada por la gran Margarita Xirgu, uno de los fetiches del teatro de Lorca. Fue la última obra que Federico estrenó en vida: siete meses después lo asesinarían. En este montaje, sorprende el contraste entre una escena despejada, con los enseres justos, casi vacía, y un vestuario de época, colorido, lleno de cintas y volantines, goyesco. Todos los actores son catalanes, pero no me resulta extraño que unos personajes granadinos hablen con acento del Ampurdán; al contrario, me parece maravilloso. Doña Rosita la soltera es un poema escénico, cuyo lirismo se impone, a menudo, a las consideraciones dramáticas. El lenguaje de Lorca, pese a hablar de flores, y de vestidos, y de diversiones de la buena sociedad -asuntos que propenden a la cursilería-, es tan potente, tan delicadamente potente, que derrota al oído menos propicio. ¿Qué manos roban perfumes/ a sus dos flores redondas?, pregunta alguien, hablando de los cortejos, de novios y novias, en los paseos de Granada. Una escenografía muy ágil, efervescente, acompañada en algunos momentos por la voz de Paco Ibáñez, o por piezas musicales que resuelven, y bien, los propios actores, subraya la alegría de la primera parte de la obra, cuando Rosita disfruta del noviazgo con su primo y de la ilusión del matrimonio. El humor es frecuente: el ama, interpretada por una maravillosa Mercè Aránega, encarna la figura clásica del gracioso, y sus dicharachos populares, su luminosa ignorancia, revelan verdades que se nos presentan en forma de carcajadas. También don Martín, el maestro tullido de escuela y poeta fallido (¡Oh, madre excelsa! Torna tu mirada/ a la que en vil sopor rendida yace;/ recibe tú las fúlgidas preseas/, y el hórrido estertor de mi combate, escribe, tremebundo), arranca risas, aunque más tristes. Pero la obra es tragicómica: el escenario se desnuda sombríamente en la segunda mitad y se abre a un vacío devorador: acaba no siendo un escenario, sino un agujero, que se corresponde con la oquedad espiritual que embarga a los personajes: el primo se ha casado con una tucumana, aunque durante años sigue enviándole cartas a Rosita prometiéndole amor y nupcias; la tía se ha quedado viuda; y todos se quedan sin casa, que el tío había hipotecado para pagar los muebles y el ajuar de Rosita. Al final, ya no aparecen en las tablas aquellos vestidos divertidísimos del principio, sino mujeres de negro, llorosas, encorvadas, como casi todas las mujeres de Lorca (esas mujeres cuya afectividad se ve siempre amputada: no pueden amar, no pueden casarse, no pueden tener hijos), que hacen mutis en la última escena por un fondo que se abre de repente y se las traga, rodeadas de luz. El drama se sustenta, ahí, igualmente en el lenguaje: desgarrado pero contenido, que sugiere tanto como dice; sus pausas, sus puntos suspensivos, son tan comunicativos, y tan golpeadores, como sus palabras. Antes, cuando todo era una promesa de felicidad, Lorca ha desplegado un vocabulario exquisito, que abandona la mera designación, y hasta el tecnicismo, para erigirse en sustancia de un verso hablado: los tipos de rosas, los tipos de encajes. Ahora, cuando todo se ha hundido, el lenguaje se desuella, se engarabita, pero sigue brillando, como una hoja de afeitar. El trabajo de los actores es sobresaliente: no solo Mercè Aránega destaca; Enric Majó, en el papel de tío, sigue demostrando que el teatro clásico ha sido escrito para él; Carme Elías -que es una actriz capaz de todos los registros, interpretados siempre con sensatez, y una mujer bellísima, pero de una belleza sin agresividad, como a mí me gusta- justifica, una vez más, por qué estoy enamorado de ella, desde aquel remoto momento en que, ejerciendo de periodista adolescente, fui a entrevistarla a su camerino después de una función y, no obstante mi bisoñez y, seguramente, mis balbuceos, me atendió con un respeto que me hizo sentir respetable durante varias semanas; y Nora Navas aguanta a pie firme en el difícil papel de Rosita, y hace un monólogo final que quita el hipo. Al salir del teatro, Jordi y yo nos vamos a cenar al Glaciar. Tomamos calamares, unas bravas, queso manchego. Estamos sobrecogidos, y no solo por el queso: seguimos aturdidos de pasión dramática. Charlamos, nos reímos. Luego paseamos un rato por una Barcelona que, con este tiempo más benigno, ya empieza a bullir de turistas, y recordamos todavía las palabras de Rosita: Quiero huir, quiero no ver, quiero quedarme serena, vacía (¿es que no tiene derecho una pobre mujer a respirar con libertad?). Y, sin embargo, la esperanza me persigue, me ronda, me muerde; como un lobo moribundo que apretara sus dientes por última vez.

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