Algunos amigos se sorprenden de que sea capaz de mantener la disciplina que me he impuesto con este diario: cada día, una entrada, más o menos larga, pero una. En realidad, las disciplinas que nos imponemos nosotros mismos no requieren demasiado esfuerzo; son las que nos imponen las demás las que nos cuestan. Además, el trabajo es pequeño: solo hay que estar atento a lo que sucede, tanto fuera como dentro de uno, aunque, bien pensado, estar atento es algo que exige determinación: lo cómodo consiste en pasar sin mirar, en pasar sin pensar. Pero la alerta también es gratificante: lo más nimio, aquello en lo que jamás habríamos reparado si no buscásemos asuntos a nuestro alrededor, o en nuestra propia conciencia, cobra, de repente, una relevancia inesperada. No, llevar un diario, por muy diario que sea, no supone un gran sacrificio: solo esa atención y un ordenador, algo que hoy se encuentra en prácticamente cualquier sitio. Por otra parte, el blog compensa, sobre todo, por las respuestas que recibe. Varios de los amigos que llevan bitácoras, como yo -en la mayoría de los casos, desde hace mucho más tiempo que yo-, no permiten los comentarios. Eso es algo que, de momento, no me planteo: los comentarios son la salsa de los blogs. Los de los amigos -gente conocida, amable- se agradecen mucho: significan que lo dicho no ha caído en el vacío; que la comunidad de lectores habituales, por pequeña que sea, sigue respondiendo al estímulo que uno haya sido capaz de generar. Los de los desconocidos, si son cordiales -o si son críticos, pero educados-, aún se agradecen más, porque quieren decir que alguien que no formaba parte de nuestro círculo personal, alguien anónimo y general, se he entretenido con nuestras palabras, y es a ese lector del que no sabemos nada al que nos dirigimos, idealmente, como escritores. Celebramos, sí, que nuestros allegados compren nuestros libros, pero nos invade el júbilo en esas raras ocasiones en que hemos visto llevárselo de la estantería de novedades a alguien que no conocíamos. En algún caso, algún desconocido se hace nuestro amigo, aun con la distancia digital, aun con el silicio de por medio. Y esa extraña cercanía anima un poco más la labor de escribir, de decir algo no completamente estúpido cada mañana. En otras ocasiones, los desconocidos supervisan nuestro trabajo, pero no para destruirlo, sino para mejorarlo. Yo he recibido algunos comentarios de gente que los anunciaban como "personal y privado" antes de empezar propiamente el mensaje, para que supiera que aquello no debía colgarse, y luego corregían algún nombre mal deletreado o me indicaban algún error en el texto. Esto también se agradece, aunque el remitente no revele su nombre. Es agradable, asimismo, sentirse apoyado en las polémicas que inevitablemente se producen. De hecho, un blog solo está maduro cuando ha atravesado, sin derrumbarse, el berenjenal de la confrontación. Uno cree, al principio, que todo será maravilloso: que las entradas serán magníficas, y magníficamente recibidas, y que será posible mantenerlas sin límite, entre las aclamaciones del respetable. Pero muy pronto descubre que lo que a unos entusiasma, otros lo detestan; y estos últimos, muy frecuentemente, no dudan en hacértelo saber. Por lo mismo, si uno desliza alguna idea que se aparta del asunto central del blog -en el caso del mío, la vida en Inglaterra y la literatura-, las posibilidades de recibir un soplamocos crecen. Y, si es política, mucho más. En realidad, nada de todo esto tiene por qué perjudicar, aunque suponga una discrepancia fuerte. Si quienes disienten son capaces de dialogar, nada está perdido. Lo perturbador, sin embargo -por lo menos al principio, hasta que uno se acostumbra al ruido y se fortalece psicológicamente contra él-, es el rechazo gratuito, el insulto cuyo origen desconocemos, la grosería sin más, siempre anónima, por supuesto. Yo no he recibido, todavía, demasiados de estos mensajes, pero los que han llegado no he dudado en eliminarlos. El blog es la extensión de uno, su casa digital, y no se puede permitir que se eche basura dentro. Al principio, me propuse no publicar ningún comentario cuyo autor no se identificara. Ante la generalidad del seudónimo y, sobre todo, del anonimato, incluso para mensajes aceptables, o incluso elogiosos, he tenido que modificar mi decisión: ahora los cuelgo también, siempre que no incluyan inconveniencias, ni para mí ni para los demás. Lo más curioso que he observado hasta ahora en mi comunicación con los lectores ha sucedido a raíz de mi reciente polémica con cierto editor meridional. Un seguidor de este, supongo, o del blog de otro crítico al que también concernía la discusión, se dirigió a mí, bajo seudónimo, y con aparente cordialidad, para incitarme a responder a una sarta de barbaridades que había colgado en Internet. Yo me limité a una brevísima contestación, en la que le decía lo que pienso sobre que se vomiten impunemente sapos y culebras en la red, y el juicio que me merecen los trolls que se dedican a eso, o quienes les dan cobijo en sus blogs. Pero el tipo insistió, pretendiendo nuevamente que entrara en la discusión. Sin embargo, aquello no era una discusión, sino un vocear de ofensas. Borré, claro, el último anzuelo de mi lúgubre interlocutor, pero su gesto me dejó pensando en la violencia injustificada, e incomprensible para mí, con que algunos se expresan: como ñúes berreando en la sabana. Con eso también han de convivir los blogs, y quienes los llevan. No es agradable, pero forma parte del mundo. Ojalá fuera distinto, pero esa es nuestra naturaleza, luminosa y sombría, verbal y estridente, amistosa y hostil. Hay que estar preparado para todo.
Es cierto, no hay como borrar un anónimo. A mí me da un gustirrinín especial, lo hago aplastando su necia nimiedad con mi nombre y apellidos.
ResponderEliminar!A seguir con la épica de lo cotidiano!
Sí, es muy importante mantener la higiene del blog.
EliminarUn abrazo, Agustín.