No, no es que haya vuelto a Madrid desde Sant Cugat para leer poemas: es que, llevado por algunas urgencias diarísticas -entre las que no es la menor la polémica que sostuve con el editor Linares y su adlátere Cereijo: qué cansadas son, por cierto, estas trifulcas, cuánto estragan-, la crónica de una lectura que hice en la capital se quedó en la nevera del blog, a la espera del momento en el que asomar y materializarse. Así funcionan las bitácoras o, al menos, esta: a veces, la mayoría de veces, no sucede gran cosa, porque la vida de uno no es la de Lawrence de Arabia, por lo que hay que estar especialmente alerta para captar, en un entorno sedentario, aquellas señales o accidentes que justifiquen un relato; otras veces, en cambio, se produce una cierta acumulación de asuntos que obligan a posponer algunos. Esto no es malo: uno recurre al almacén -al fondo de reserva- cuando no se le ocurre nada y salva, así, el compromiso diario. (Por qué hay que cumplir con ese deber cotidiano es harina de otro costal; yo solo sé, confusamente, que me lo he impuesto y que me sentiría decepcionado si no lo atendiera). Pues bien: leí, sí, en ciclo Favorables, Madrid, Poema, tal como había anunciado en otra entrada de este blog. Me recibió Juan Carlos Suñén a la entrada del CentroCentro, en el antiguo edificio de Correos, en la plaza de la Cibeles. Yo ni siquiera sabía que allí ya no estaba Correos, sino un centro cultural -y el propio ayuntamiento, según me dicen-. Me sorprendió la espectacularidad del interior, en el que, a la decoración propia del edificio -neoclásica, augusta-, se superponen las fanfarrias publicitarias y las colgaduras multicolores de un lugar que celebra, supuestamente, la cultura y la creatividad. Juan Carlos me esperaba vestido de riguroso negro -¿había yo inspirado aquella apostura luctuosa?- y con el sombrero calado, también negro, bajo el que su barba blanca destacaba como un foulard muy vivo o una bandera de tregua. Fumaba bajo una lluvia incipiente, residuo de la casi torrencial que llevaba azotando la ciudad varias semanas. Tras el saludo, pasamos al bar del Centro, donde charlamos hasta la hora de la lectura y aun, según la costumbre española, más allá. Juan Carlos es un excelente poeta -La prisa, en Cátedra, me ha acompañado desde que se publicara, allá por los años noventa; luego, en DVD, dimos a conocer La misma mitad, y recientemente Barleby ha lanzado su último libro, La habitación amarilla- y un no menor crítico, con una dilatada experiencia en la enseñanza de la literatura. Poco a poco, fueron llegando los asistentes a la lectura, entre los que reconocí a Manolo Rico, buen y viejo amigo, a José Antonio Llera, que había venido caminando desde la Biblioteca Nacional, donde recaba información para sus investigaciones -José Antonio es uno de los mejores filólogos, y también uno de los mejores poetas, que tenemos en el país-, y a un grupo de poetas jóvenes y prometedores, compuesto, entre otros, por Andrés Catalán y Pablo López Carballo. También se nos presentó José Luis Gracia Mosteo, escritor y crítico, al que Juan Carlos, con la cordialidad propia de los que comparten una causa común en territorio enemigo -el poeta en la sociedad-, invitó a unírsenos en la mesa y en la charla; y así lo hizo. El acto en sí fue largo, y no porque yo leyera mucho -no me gusta leer mucho: siempre creo que el público se está aburriendo, o se va a aburrir-, sino porque Juan Carlos y yo compartimos la característica de la locuacidad, y hasta de la facundia. Él formulaba, con algún aparato retórico, las preguntas, y yo las respondía con no menos arabescos, excursos y digresiones. El público era muy paciente. Pese a la largura de nuestras intervenciones, no tuve la sensación de que perdiéramos la conexión con la audiencia: extrañamente, uno siempre sabe si la gente escucha o no, más aún, si la gente está atrapada por lo que se dice o no. Es solo una percepción, pero una percepción infalible. Desde la mesa en la que el lector declama o perora, como en el centro de una telaraña muy sensible que se extendiese por la sala entera, todo se capta: la fijeza o volatilidad de los ojos, el vigor o laxitud de la respiración, la posición agria o vigilante de los cuerpos, las contorsiones educadas o groseras de las piernas. El conjunto de esas quietudes o de esos movimientos configura una suerte de envoltura o atmósfera que nos ciñe a todos, y que determina, en parte, nuestras propias actitudes como lectores o ponentes. La tertulia que siguió a la recitación abundó, creo, en esa disposición atenta pero, a la vez, relajada. Yo hice hincapié -y no sé por qué: no lo había preparado- en el concepto de naturalidad: en las relaciones personales, en el lenguaje que empleamos, en el estilo. No la naturalidad de esa naturaleza inflexible, absoluta, mosaica, que esgrimen los reaccionarios, siempre temerosos de la incertidumbre a la que conducen las relatividades, sino esa otra que conviene al ritmo inalterado del pulso y el pensamiento, esa que elude lo excesivo y lo innecesario, esa que se acopla a lo que decimos o lo que escribimos como un guante de buena piel a las manos que se mueven. Una mujer comentó después, otra vez en el bar -a donde se dirigen inexorablemente todos los poetas del universo mundo una vez han dejado de leer-, que aquella había sido una lectura "muy de tíos", muy masculina. Yo le pregunté en qué consistía una poesía masculina, y no supo responderme: "es solo una impresión", se limitó a contestar. Yo respeto mucho las impresiones; las impresiones, cuando se producen en una sensibilidad educada, transportan mucha verdad: quizá no sea una verdad consciente o racional, quizá no se haya articulado todavía, pero resulta casi siempre certera. Seguimos la conversación en la tasca hipermoderna del CentroCentro, y luego Juan Carlos y su amiga, la de la sensación de que la poesía que se había leído había sido muy masculina, siguieron la charla -y, previsiblemente, la ingesta de ricos licores- en un pub irlandés que hay frente a Correos, es decir, frente al CentroCentro. Manolo y yo seguimos por la calle de Alcalá, hasta que él cogió el metro para volver a casa. Yo continué caminando en una noche fresca, muy conversada, en la que la lluvia iba y venía, entre ráfagas de viento, como las palabras y las sensaciones. Naturalmente.
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