Así se titula el volumen colectivo que acaba de publicar Bartleby en su colección de poesía, como medio de protesta contra eso que hemos convenido en llamar crisis. No es la primera vez que Bartleby se manifiesta colectivamente contra alguna catástrofe de la realidad. Ya lo hizo en 2004, cuando publicó 11-M: poemas contra el olvido, a raíz de la masacre de los trenes de Atocha. Pepo Paz y Manuel Rico, de cuya sensibilidad social no es posible dudar, creen, siguen creyendo, en la capacidad de la palabra para modificar el mundo, y, por muy cínicos que seamos o muy desengañados que estemos, es un deber ético, y también estético, compartir esa creencia. En realidad, si somos sinceros, los poetas nunca hemos dejado de hacerlo. Muy en el fondo, seguimos pensando que un poema, un verso, una imagen, pueden cambiar las cosas, y por eso, entre algunas otras razones, continuamos escribiéndolos. Lo que sucede es que no nos atrevemos a reconocerlo públicamente, no sea que nos apedreen -los colegas y los que no lo son- por ingenuos, y por antiposmodernos, y hasta por idiotas. El cambio al que aspiramos no puede ser, claro, y por desgracia, una alteración directa de la situación económica y social: el financiero que especula, el empresario que evade impuestos o el político que contribuye, con los millones afanados, al envidiable bienestar de la Confederación Suiza, no se abstendrán de robar o de explotar por que unos cuantos chalados juntemos poemas (¡poemas!) en un libro (¡un libro!), pero, quizá, como dice Antonio Gamoneda en el prólogo, la fuerza emocional y sensible de la poesía sí pueda "intensificar las conciencias, propiciar la aparición de un pensamiento operativo". De eso se trata, pues: de sumar esfuerzos para que todos nos convenzamos de que es menester un cambio profundo, que no se limite al planchado del traje social, sino que afecte al entramado institucional, a la estructura económica y a la cultura política, que en España anda apolillada y a mal traer, hija de siglos de desapego ciudadano y de un carácter lamentablemente latino que privilegia la astucia y el aprovechamiento frente a la decencia y la lealtad. Y de que esa convicción redunde en una presión colectiva que conduzca a un mejor sistema de representación parlamentaria, a una economía más benigna, a un reparto más equitativo de las obligaciones sociales, a la limpieza de la vida pública; en suma, a que quepamos todos, con dignidad, en el país que hemos abrazado. Muchas docenas de poetas hemos participado en esta libro, en esta forma de protesta. Y todos, seamos prosaicos o metafísicos, vamos a una, lo que también es digno de reseñar. Yo he colaborado con un poema de Insumisión, que es largo, como casi todos los míos -pido disculpas-, pero que creo oportuno transcribir aquí. Lo compuse un día en el que había visitado el Ateneo de Barcelona, y, mientras estaba en su jardín romántico disfrutando de la lectura y de un café con leche, la policía repartió una estopa brutal entre los manifestantes. Luego, para justificar su violencia, acusó a los manifestantes de violentos.
Hay una sombra clavada en el aire, frenéticamente inmóvil, suspendida en un repecho del aire, en un saliente de la transparencia que me envuelve como una piel, y que transporta hasta mí añicos de sol, esquirlas de una claridad que huele a café y a geranios. La sombra golpea, de pronto, la mesa, y hiere el mármol invulnerable, hurga en el pan, en sus limaduras dispersas, en la blancura indolente de las servilletas. Luego se va, saltando de un escalón al otro del aire: sombra que es línea que es punto que es nada. Cruza el patio también un chirrido verde, un acúmulo de queratinas y ferocidades. El pájaro no persigue la rapiña, sino la dominación: se afirma con el grito y se esconde en el grito, entre las melenas de los carrizos y la espesura de los limoneros. Pero los desgarrones sonoros no alteran un silencio basal. Tampoco el rumor silíceo de los portátiles, ni el entrechocar de las viejas puertas acristaladas, ni el escándalo momentáneo de la luz. El silencio se aferra a las baldosas de barro, en las que sumerjo los pies descalzos; a las palmeras, que, altas como vanidades, apenas obedecen al viento, salvo por sus cabelleras armoniosamente despeinadas; a las naranjas que caen de los árboles y chocan blandamente con la piedra, y luego ruedan, como joyas contusas, hasta algún rincón soñoliento; a las voces ausentes de los que juegan al ajedrez en salas de suelos ajedrezados, o al dominó, militarmente. El silencio es una película que envuelve los cuerpos, y los periódicos que ocultan los cuerpos, y las lentitudes que los desdibujan. El silencio brota del agua en la que nadan peces colorados, limítrofes con el grana, o se hunde en ella como si fuera también agua, como un agua explosiva que salpicara los cristales del aire, los recovecos luminosos de la penumbra. El silencio se enreda en las irregularidades de la luz, que se disponen como la hiedra, no menos prolífica que la que recubre las paredes del patio, y en las flores de azahar que destellan en los naranjos, pero que se mezclan con los magnolios adyacentes, y se posan en los nenúfares que coronan el estanque, y suman su blancura discontinua a la de los balcones encalados que cuelgan sobre el patio como exvotos de nieve. Pero el silencio, pese a su plasticidad, no es invulnerable. Oigo el vómito de unas aspas. Frente a las fracturas que se abren en esta guata pétrea, el girar de unas hélices unifica las cosas, las unce a un sopor amostazado, yugula su fluidez. Y esas hélices caen como metralla sobre las manos que leen. El helicóptero recorre, de una invisibilidad a otra, el rectángulo de cielo delimitado por los muros del patio, y lo hace deslizándose, sobre su panza imperiosa, por una cuerda que no se ve, sumido en su propio rotar, enloquecido por su peso intangible. Luego, cuando cierre la biografía de Rimbaud que estoy leyendo [de Enid Starkie, una excéntrica irlandesa que fue oficial de la Legión de Honor y comandante de la Orden del Imperio Británico, que escribió biografías y ensayos insuperados sobre Baudelaire, Rimbaud, Flaubert y Gide, y que la senecta prosa del Times describía como una erudita que se paseaba por los pubs de Oxford con una cofia roja y chupando puros] y deje atrás la libélula que se acerca arrastrando las alas que la sostienen, y salga del edificio vigilado por ateneas desafiantes, y eluda las muchedumbres de turistas, atontados por su propio vagar, sabré que la policía ha sido atacada por grupos violentos, y que la violencia de la policía ha sido violentamente antiviolenta, de lo que son testimonio irrefutable las imágenes irreprochables captadas por los helicópteros no violentos de la policía. Ahora, mientras oigo el tintineo de las cucharillas en las tazas, y la fricción de algunos lápices en los cuadernos, y el péndulo subterráneo del corazón, no oigo el gemido de las manos decapitadas por otras manos, las manos de los helicópteros golpeando sin herir, las manos de los pies que corren, las manos de las voces con hematomas, las manos de los amortajados en los furgones, o de los amorrados al suelo recién barrido, o las manos de los perros, o las manos de las flautas sin, de repente, manos. No oigo ese tiroteo de manos que discrepan, de manos humilladas por la disciplina o blanqueadas por la indignación, porque las cotorras aún cruzan este aire de alabastro, y las naranjas siguen cayendo con la regularidad de un metrónomo, y todos —hombres, peces, cuerpos, aves, manos— actúan como si el mundo no existiera, o como si ellos mismos, sin haber muerto todavía, hubieran dejado de existir. No levanto la vista de la página («he tried to enter Heaven before his appointed time, by the means of magic, alchemy and drugs…»), aunque los helicópteros me incitan, aunque la rabia me incita. El café con leche todavía está caliente.
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