lunes, 31 de marzo de 2014

Dos muertes

De las muchísimas muertes que hubo la semana pasada en España (muertes en hospitales, muertes en carretera, muertes en domicilios, muertes con violencia, muertes accidentales; de viejos, de jóvenes, de amas de casa, de niños, de policías, de ladrones: la muerte es democrática) dos se conocieron por la prensa: la de Adolfo Suárez González, expresidente del gobierno español, el lunes, 23; y la de Petra Cuevas, bordadora, el jueves, 27. El fallecimiento del político tuvo una repercusión asfixiante: parecía que se hubiera muerto el Papa. A ello contribuyó el gesto inaudito de su hijo, Adolfo Suárez Illana, que anunció que su padre estaba a punto de fallecer varios días antes de que sucediera, supongo que para ir preparando el terreno. (Por otra parte, ¿y si no hubiera muerto? Y si, desafiando a los médicos, como a veces ocurre, el anciano Suárez hubiera seguido respirando semanas, o meses?). El ditirambo fúnebre se admite en casi todos los casos: la muerte es una realidad tan implacable, tan desgarradora, que una especie de ley no escrita nos impone el elogio retroactivo, o, por lo menos -si no nos ha importado mayormente que la persona se muriera, o incluso nos ha gustado-, el silencio. No pienso vulnerar esa ley, aunque a mí Suárez siempre me ha parecido un personaje sobrevalorado. Fue un político mediocre, que se benefició de una carrera labrada a los pechos del poder, pero también de un gran encanto personal y, sobre todo, de una extraordinaria capacidad de adaptación. Eso le permitió capear los embates de una Transición que se le echó encima como un ciclón, y salir indemne de un golpe de estado, en el que, también hay que decirlo, se comportó con gallardía. De donde no salió indemne fue de la Transición misma: su celebrada elasticidad ideológica no le sirvió para sobrevivir a la voladura del centro político, en el que se había guarecido desde las sentinas del Movimiento Nacional. En cualquier caso, Adolfo Suárez tuvo una vida plácida: hijo de un procurador de los tribunales, se licenció -y hasta doctoró- en Derecho, tras pasar sin brillantez por las aulas. Muy pronto conoció a un preboste del falangismo, Fernando Herrero Tejedor, a cuya sombra medró en las prietas filas del Movimiento: se integró primero en la Secretaría General, ascendió después a jefe del gabinete técnico del Vicesecretario General, fue procurador en Cortes por Ávila, gobernador civil de Segovia, director general de Radio Televisión Española, vicesecretario general del Movimiento, ministro secretario general del Movimiento en el primer gobierno del infame Carlos Arias Navarro y, final y apoteósicamente, primer presidente democrático del país. Frente a esta impoluta trayectoria ascendente, la de Petra Cuevas presenta una línea similar, pero descendente, o, por lo menos, constante en la desgracia. Petra nació en Orgaz,  un pueblo de Toledo, en 1908. Cuando hacía muy poco que había dejado de ser una niña, en el Madrid de los veinte, empezó a trabajar como niñera y, luego, como aprendiz de bordadora. Con la misma perspicacia con la que Suárez supo venir a mejor fortuna, pero al revés, Petra se afilió a UGT en 1931 y al PCE en 1936, justo antes de que estallara la Guerra Civil. Y, durante el conflicto, mientras Suárez crece a resguardo de las bombas en la apacible Ávila, Petra cose ropa para el ejército republicano en el Madrid asediado. Pero Petra y los suyos pierden la guerra, y los franquistas no parecen dispuestos a olvidar lo mucho que aquella mujer ha tejido en su contra. Convertida en un peligro para la seguridad nacional, la policía tortura a su padre para que revele su paradero. Petra se entrega, y es, a su vez, torturada: durante 45 días, en el edificio de la Gobernación, la actual sede de la Comunidad de Madrid, la golpean y le aplican descargas eléctricas, sobre todo en las manos, aquellas manos que tanta ropa habían cosido para la República. (Petra, por cierto, creía que uno de sus torturadores había sido Carlos Arias Navarro). Hecha un guiñapo, la trasladan a la cárcel de las Ventas, donde, en un terrible hacinamiento, asiste cada noche a las sacas de presas que van a ser fusiladas, entre ellas, las célebres "trece rosas". Se la acusa de un delito contra la seguridad interior del Estado y es sometida a dos consejos de guerra. Mientras se sustancia el procedimiento, entra y sale varias veces de la cárcel. En uno de estos breves periodos de libertad, se queda embarazada. Es finalmente condenada a doce años de prisión, y tiene a su hija en la cárcel. La niña muere a los seis meses, por falta de cuidados médicos. En 1940, ha muerto también su hermano Julián, a los 24 años, luchando en París contra los nazis. El peregrinaje de Petra por varias cárceles españolas acaba, por fin, en 1948, cuando se beneficia de un indulto concedido para celebrar el glorioso Alzamiento Nacional. No obstante, sigue vigilada por la policía, y ha de batallar por subsistir en la sórdida España de la posguerra. Lo consigue gracias a su habilidad como bordadora: cose, trabaja en talleres y abre finalmente el suyo propio, que mantiene en funcionamiento hasta los años setenta. En 1964 se casa con un vecino del barrio, que la deja viuda seis años después. Con la vuelta de la democracia, retoma la actividad política y sindical, que no abandona, prácticamente, hasta fallecer, con 105 años de edad. La muerte de Petra Cuevas no ha motivado el mismo despliegue periodístico que la de Suárez: apenas una necrológica en El País -dudo que la prensa de derechas, que es casi toda en España, le dedicara ni una sola línea- daba cuenta de su desaparición. También sus vidas fueron antipódicas: uno triunfó sumándose a las filas de los triunfadores; la otra sufrió por no desertar de las de quienes sufrían. Como ella hubo muchos más, miles, cientos de miles, que padecieron, anónimos, olvidados, la ignominia de la persecución, el exilio, la tortura y el asesinato. Su vida -y su muerte- no son menos importantes que las de Adolfo Suárez. Tampoco defendieron la democracia con menor ahínco que este. Y su ejemplo moral, en mi opinión, lo excede, porque, a diferencia del político abulense, Petra lo mantuvo con sufrimiento, un sufrimiento a menudo insoportable. Es menester que recordemos que, pese a los fastos a que conduce la celebridad, pese a la condición de personajes de la historia que adquieren algunos, justa o injustamente, nuestra vida en común, y los valores que la sostienen, son fruto, en primer lugar, de la lucha callada, doliente, incansable, de bordadoras como Petra Cuevas.

8 comentarios:

  1. Ha sido una intoxicación informativa!
    Me alegra mucho el homenaje que has hecho a Petra Cuevas!!

    Un abrazo

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  2. Echo mano de la paradoja "Cuando un árbol cae en un bosque y nadie lo oye, ¿hace ruido?" para agradecerte el habernos ayudado a escuchar la muerte de Petra Cuevas.
    Estupenda entrada sobre la fama y la lana, Eduardo. ¡Abrazo!

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    1. Gracias también a ti, querido. Yo creo que la historia es antes el fruto de los pequeños heroísmos que de los grandes figurones. Por eso he escrito la entrada.

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  3. En este país se nos ha querido hacer creer que la democracia nos la regalaron el rey y Adolfo Suárez, en lugar de afirmar que la trajo la mayoría de españoles que estaban hartos de esa dictadura, que fue un movimiento irresistible de la sociedad civil. Suárez simplemente supo ver lo que era inevitable y se subió al tren de la democracia. En fin, la gente necesita ídolos que venerar, en lugar de creer en sí mismos. Por cierto que de los sindicalistas y personas olvidadas que se jugaban la vida y algunos de los cuales murieron nadie se acuerda.

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    1. Es muy cierto, Anónimo, que sufrimos una tendencia a personificar en una o unas figuras simbólicas lo que no es sino el logro de todos, como la democracia en España, o el progreso social. Supongo que eso satisface nuestra necesidad de héroes, de mitos. Y sobre el hecho de que no nos acordemos de tantas personas humildes que han luchado, con grandes penalidades, por esa democracia y ese progreso, precisamente por eso escribí mi entrada sobre Petra Suárez.

      Gracias por tu comentario, y recibe un saludo cordial.

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  4. Excelente la evocación de Petra Cuevas.Pero hay algo que no acabo de entender en la parte sobre Suárez: dices que no piensas vulnerar esa ley no escrita que ante la muerte de un notable impone el elogio retroactivo o el silencio. Sin embargo, inmediatamente después la vulneras. Quizá tampoco hubiera estado mal, para contrarrestar la "vida plácida" de Suárez, mencionar que vio morir de cáncer a una hija y luego a su mujer. Un saludo.

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    1. Para afirmar con tanta rotundidad como tú lo haces, querido Rafael, que vulnero esa ley tácita que impone el elogio o el silencio en la muerte de alguien, después de anunciar que no la quebrantaría, deberías saber lo que realmente pienso sobre Adolfo Suárez, y que he callado. Es fácil de entender. Sobre la placidez de su vida, mi entrada se refiere a su vida política, que acabó en 1991. Las muerte de su mujer y su hija se produjeron en 2001 y 2004, respectivamente, cuando él rondaba o había cumplido ya los 70 años. En todas las familias hay tragedias, querido amigo, aun en las más encumbradas, y la muerte nos pertenece a todos. Pero eso no desmiente una larguísima trayectoria sin apenas sobresaltos, y con infinitos reconocimientos, en el cogollo del poder. Exactamente lo contrario que Petra Cuevas, cuya existencia fue una sucesión de desdichas, maltratos, injusticias, fallecimientos y persecuciones, pero a la que no le debemos menos que a Suarez. Un saludo también para ti.

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