Los ingleses son un pueblo muy musical. En cualquier parte improvisan una actuación. Londres está lleno de músicos callejeros, que se tienen que esforzar por sobreponerse al ruido ensordecedor de la ciudad, y lo consiguen. En los pasillos del metro, muchos cantan con solvencia y, a menudo, con magnífica voz, y uno se pregunta por qué esa gente no está actuando en un local profesional, e incluso de campanillas. En los pubs suele haber uno o varios días a la semana con actuaciones musicales, en los que aficionados o semiprofesionales demuestran una diligencia sorprendente; y esos momentos de melodías regadas con cerveza, de rock suave o de dulcísimas baladas celtas son impagables, por amables, por imprevistos. La música se promueve, en realidad, en toda suerte de espacios. Todos los viernes por la tarde, por ejemplo, hay un pequeño concierto, gratuito, en la National Portrait Gallery. No se hace en el auditorio, sino en una sala cualquiera del museo. Allí se colocan varias docenas de sillas, se instala el músico con sus aparejos y sus micrófonos, y acude el público. Y es recomendable ir con alguna antelación, porque los asientos se ocupan enseguida. Suele tocarse música clásica, pero la invitada de ayer era una joven guitarrista. Era pequeña, llevaba el pelo recogido en un moño deslavazado y, como buena inglesa, tenía la piel muy blanca. Iba completamente de negro, salvo por un florón azul en la hebilla de los zapatos, y el contraste de la piel y la ropa le daba un cierto aire de tigresa de las nieves. Pero su voz, cristalina, delicada, desmentía toda ferocidad. Cantó durante tres cuartos de hora, y, mientras lo hacía, el hombre que se había sentado a nuestro lado -barbita, pendiente, tatuajes desvaídos en el dorso de la mano- la dibujaba a lápiz, con eficacia, en un cuaderno que traía. Las canciones estaban todas cortadas por un mismo patrón: sentimentales, intimistas, femeninas. Solo la última, una chispeante tonada brasileña, se apartó del molde. Las piezas, de matices sesenteros, me recordaban a las que susurraba Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes. Eran tan frágiles que casi se quebraban. Hablaban de idilios, y nostalgias, y hombres a los que les gustaba quedarse en casa con su amada y una botella de vino. Y tenían algo de juglaresco: no me costaba imaginarme a aquella mujer tocando el laúd, o el arpa, o cualquier otro instrumento bajomedieval y refinado, en una corte antigua, rodeada por otras mujeres que celebraban sus lamentos. De hecho, las letras de las canciones eran poemas, o lo parecían: la emoción se cifraba en el lento deshilado de los sentimientos, y en su repetición. Cuando acabó, hubo un breve remolino de asistentes que querían comprar sus cedés. Yo aproveché el momento para echar un vistazo a las pinturas de la sala, dedicada al arte neoclásico. El contraste había sido máximo: una vocalista posmoderna, cuyas letras eran un canto velado al amor libre, escrutada gravemente por un público de gentes empelucadas, enlevitadas, enharinadas, ceñidas por marcos con angelotes. También las musas y otras figuras mitológicas habían fiscalizado su recitación. Distinguí entre los retratos los de dos escritores sobresalientes: Laurence Sterne, asimismo de luto, como la cantante, pero con una mirada afilada y una sonrisa desafiante, y el doctor Johnson, austero a pesar de su gordura, melancólico, con un papel o un libro en la mano, luminosamente gris. La mayoría de los cuadros se debían a los grandes retratistas del XVIII, como Reynolds o Gainsborough. Uno de George Colman el Viejo, pintado por este, era el favorito de Ángeles, por su luz difusa, por su aire indirecto, pero yo prefería el de una actriz, justo delante de nosotros, que empuñaba una daga con una mano y con la otra sostenía, a alguna distancia de la cara, una máscara teatral. Nos miraba inexpresiva pero imperiosa, con toda la luz del mundo en una piel sin accidentes, en un mundo sin accidentes. Saliendo del museo, reparamos también en uno de los más célebres retratos de Shakespeare, si es que es Shakespeare el retratado: ese, oscuro, en el que aparece con la frente despejada y el pelo rizado a ambos lados y por detrás de la cabeza, y con un grueso aro de oro en la oreja izquierda. Al llegar a la calle, nos golpeó un frío que no cesa y vimos el gigantesco gallo azul que adorna -es un decir- la plaza de Trafalgar desde hace muchos meses. Había oído que querían retirarlo, pero aún sigue ahí.
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