El Glaciar es un bar de Barcelona. Está en la plaza Real, junto a las Ramblas, muy cerca del mar. La plaza Real es trapezoidal, aunque parezca cuadrada: tiene porches, y palmeras muy altas, y una fuente en el centro, y fachadas neoclásicas, de espíritu colonial, en las que el sol imprime sus pinturas, y las palomas, su vuelo. Siempre huele allí a humedad y a sal. Antes, en la plaza Real abundaban los colgados: gente con papelinas, que te ofrecía chocolate, que deambulaba borracha, o que dormía el colocón en el pretil de piedra de la fuente; también había desechos por los rincones, y orines de olor muy ácido. Las cosas han cambiado: el cuartel de la policía municipal que se ha instalado justo delante y cierto adecentamiento general de la zona, han supuesto una mejora, aunque, todavía, si se mira bien, se observa la presión de lo marginal en la plaza: moros que ya no residen en ella, pero que aún merodean por los soportales a la caza de algún bolso despistado, u ofreciendo buena mierda a los turistas; drogatas de todos los colores espiando posibilidades de supervivencia; perroflautas pulgosos tocando la flauta junto a sus perros también pulgosos, aunque no tanto como ellos. El Glaciar ocupa una de las esquinas. Es un bar pequeño, comparado con los que lo rodean, que se prolongan en terrazas interminables. Continúa la tradición de los cafés de antes de la guerra, de los que solo quedan en Barcelona, además de él, el Zúrich, el Velódromo y el Café de la Ópera. Yo no conozco otros. Los dos primeros han estado a punto de cerrar; de hecho, el Velódromo llegó a hacerlo, pero fue resucitado por un acuerdo municipal que permitió remozarlo y darle nueva vida. He quedado en el Glaciar con Jordi, uno de mis mejores amigos de siempre, a quien conocí en la facultad de Derecho, cuando empezábamos la carrera, hace treinta y tres años. Mientras lo espero -con sorpresa: Jordi siempre ha sido británicamente puntual-, miro a mi alrededor. Veo un local de acentos dorados, con mesas dispares, aunque todas visten mármol, y muchas fotografías de buen tamaño en las paredes. Busco entre ellas alguna de César González-Ruano, parroquiano habitual en los años cuarenta y cincuenta, pero no la encuentro: casi todas son de actores y actrices famosos. Ruano, como tantos otros autores de su generación, escribía en los cafés, y, si no, no escribía. En Madrid, su oficina principal, aunque no única, era el Gijón. Como cuenta en su Diario, cuando venía a Barcelona se alojaba en algún hotel de las Ramblas -bueno: en punto a comodidades, Ruano no toleraba medianías-, cerca de la plaza Real, y plantaba su recado de escribir en el Glaciar. Aquí tomaba café y pergeñaba sus artículos. Poco, pienso, debe de quedar en la decoración de aquel tiempo, aunque sin duda el espacio interior era el mismo, y las columnas de hierro que lo seccionan debían de lucir iguales que hoy, si acaso un poco más oxidadas, y la visión de la plaza, con sus rectitudes ocres y grises, solo enturbiadas por la comba de las palmeras melenudas, no diferiría mucho de la que aprecio ahora. Probablemente, detrás de la barra, en estantes dilatados, también se alineaba, como ahora, una muchedumbre de botellas, en cuya superficie se refleja la luz de las lámparas de techo, que parecen aún más altas que el techo mismo: las botellas son los cristales de una bisutería mural, en la que se engarzan espejos, cuadros y luminarias. Mientras sigo esperando a Jordi, leo Habla Walt Whitman, una selección de opiniones del poeta norteamericano recopilada por el gran poeta venezolano Rafael Cadenas, y no puedo dejar de pensar en Ruano. Me pasa a menudo: cuando estoy en un lugar donde sé que ha vivido otra persona, y cuya noticia conozco por su testimonio o su literatura, me sobrecoge el sentimiento de ser, extrañamente, esa persona, de morar en su espíritu y hasta en su cuerpo. Es perturbador, aunque nunca desagradable. Cuando por fin llega mi amigo, alegre, sereno como siempre, se me olvidan los antecedentes del lugar, pero no dejo de contarle la historia de Ruano y su fidelidad al local, aunque este no le corresponda. (Compruebo, con melancolía, que Jordi no sabe quién fue González-Ruano, en su tiempo el periodista más famoso de España, colaborador de todos los periódicos importantes del país, además de poeta y novelista: sic transit gloria mundi). Despachadas las cervezas, decidimos cambiar de escenario y trasladarnos al barrio de la Villa Olímpica para cenar. El restaurante que ha elegido Jordi es lo que antiguamente eran los chiringuitos de la Barceloneta: una suerte de carpa, con algo menos de provisionalidad que los entoldados de las ferias, pero carpa al fin y al cabo, en la que se sirven pescados y paellas. Aquellos chiringuitos, terriblemente, han desaparecido, y estos cubículos, entre tabernarios y posmodernos, ocupan su lugar. Ni en la calle ni en la playa, ni casi en el restaurante, hay nadie. La soledad no me aflige: los lugares ideados para estar llenos de gente tienen un encanto especial cuando están vacíos. Sopla un viento amedrentador, y la oscuridad es tenaz. En la masa negra en la que se funden el mar y la noche solo distinguimos una raya de luz, muy breve, que puede ser un carguero, o un yate, o el reflejo de alguna luz invisible, salvo por su rebotar en este terciopelo de tinieblas. No lejos de aquí debíamos bañarnos mis padres y yo, cuando me traían de niño a la playa. Ir a la playa, entonces -en los años sesenta-, era hacer una excursión, más aún, era hacer un viaje. Recuerdo que cogíamos el autobús, siempre abarrotado de gente que sudaba, y que atravésabamos toda la ciudad, o lo que a mí me parecía que era toda la ciudad. Desembarcábamos en la playa de San Sebastián, que también estaba atestada de gente que sudaba. Clavábamos la sombrilla, desenrrollábamos las toallas, abríamos las sillas, esparcíamos la pelota, el cubo y la pala, y nos sumíamos en aquella arena tórrida, y en el agua marrón, bajo un sol untuoso, durante horas. Lo que ahora distingo con claridad es el hervor proletario del sitio: allí no había damas primorosas, ni caballeros distinguidos, ni senyors de Barcelona, sino un enjambre tumultuoso de pobres como nosotros que buscaban un desahogo para los calores infernales de sus habitaciones, que ansiaban disfrutar en domingo de algo más grande y luminoso que sus barrios anochecidos, que se traían en tarteras tortillas de patatas de grueso calibre y devoraban bocadillos de mortadela, que bebían vinorro y agua fresca, si no había otra cosa, y que se duchaban en unas instalaciones que a mí me daban pavor, de baldosas resquebrajadas y aseos lúgubres, en los que pisar era algo más que una aventura: era una temeridad. Todo olía allí a bañadores ajados, a cremas solares baratas, a arena muy pisada, a pieles chamuscadas. Mi padre se aseaba en aquellos baños con una naturalidad que a mí me pasmaba: como si paseara por su casa. Yo era incapaz de moverme con soltura: me sobrecogía el gentío, los barros que se formaban, la pegajosidad de las cosas. No sé por qué se me viene todo esto a la cabeza cuando estamos a punto de entrar en el restaurante que ha elegido Jordi. La memoria tiene sus propias reglas. La vida tiene sus propias reglas. Nos tomamos, en fin, una paella de carne y pescado, y, mientras lo hacemos y nos seguimos contando confidencias, yo miro de reojo a la oscuridad y veo a mi padre quitándose la arena del cuerpo en las duchas de la playa de San Sebastián, y a mi madre, joven, enérgica, organizando las bolsas, y sacando la fiambrera y los bocadillos, y mirándome con una dulzura y un cansancio infinitos, extrañada de que me resista a lavarme en las duchas de la playa de San Sebastián.
Me ha encantado el artículo, Eduardo. Un bonito recuerdo de la estupenda noche que pasamos. Sólo dos cosas: llegué sólo 6 o 7 minutos tarde, je! je! no fui tan impuntual. Resulta que aparqué en la plaza Catalunya y bajé andando por Ramblas. Y sí sabía quién era González-Ruano, aunque te dije que no había leído nada suyo. Y por lo que leí en La Vanguardia del sábado, me alegro mucho. Resulta que ha salido un libro (que te interesará, seguro) llamado "El marqués y la esvástica" donde lo acusan de colaborar con los nazis y de ser cómplice de extorsión y de asesinato de judíos, además de escribir artículos para Goebbels. Buf!! Toda una joyita!!
ResponderEliminarMe quedo mil veces con tu artículo. Un precioso recorrido por la memoria (tu memoria), por la amistad, y por la plaza Real, el bar Glaciar y la Barceloneta. La Barcelona, para mí, más bonita.
Gracias, Jordi, por todo lo que dices. Es verdad que llegaste con muy poco retraso: lo digo para que no disminuya tu reputación de hombre puntualísimo entre quienes te conocen. Y, en cuanto a "El marqués y la esvástica", ya lo tengo encargado. Sí, González-Ruano no era un modelo ético, y probablemente fuese un horror de ser humano, pero las personas somos poliédricas, contradictorias, y, en su actividad literaria, se reveló como un hombre generoso y muy brillante. A mí su figura me inspira alguna detestación, mucha admiración y muchísima melancolía.
EliminarUn disfrute de artículo, sí señor. Dicho queda.
ResponderEliminarMuchas gracias, Alfredo. Me alegro de que te haya gustado.
EliminarUn gran abrazo.
El bar Glaciar nació a finales del siglo XIX con el nombre de Glacier. Tras la Guerra Civil se obigó a castellanizar su nombre. Hasta los años sesenta-setenta, el Glaciar era el doble de grande, tenía entrada por La Rambla. Ahora sólo es una pequeña parte de lo que fue. Y, efectivamente, era el bar de Barcelona en el que más a gusto escribía César González-Ruano. Buen artículo, por cierto.
ResponderEliminarPlàcid Garcia-Planas
Gracias por tus precisiones, Plàcid. Fíjate lo que son las casualidades: hoy mismo he pronunciado tu nombre en la Librería Antonio Machado de Madrid. Quiero hacerme con El marqués y la esvástica, pero aún no ha llegado. Está a punto, me dicen, pero me hacía ilusión llevármelo a Londres el próximo domingo, y no va a poder ser. Tendré que pedirlo por Amazon. Enhorabuena por el libro y por la investigación realizada: estoy seguro de que ambos serán espléndidos. Te mando un abrazo.
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