En España supe de la concesión del Premio Biblioteca Breve de 2014 a la novela Ávidas pretensiones, de Fernando Aramburu. Siendo el Biblioteca Breve uno de los más prestigiosos galardones de narrativa actuales; siendo Aramburu un escritor, en su vertiente de poeta, por el que siento predilección; y siendo el libro, según anunciaba la prensa, una sátira de los procelosos y muy ridiculizables encuentros de poetas, un asunto que me concierne profesionalmente, no quise volver a Londres sin llevarlo en el morral. Y lo conseguí por los pelos: creo que lo compré el mismo día en que llegó a las librerías. Mi estima por Aramburu proviene de mi lectura de Yo quisiera llover, una antología de su poesía, publicada por Demipage en 2010. Me gustó tanto, que la reseñé en Letras Libres en abril de 2011 (http://www.letraslibres.com/revista/letrillas/yo-quisiera-llover-de-fernando-aramburu). En la crítica decía, entre otras cosas, esto: "Su cincel retórico es, en realidad, un estilete: su dedicación minuciosa al pulimento y la musculación del verso lo revelan adepto de lo que Valéry llamaba «la moral de la forma», esa tenacidad de orfebre que acredita el amor por la obra bien hecha. Su tono, clásico siempre, oscila de lo épico a lo oratorio, sin perder frescura ni inmediatez, ni contradecir el espíritu quebrantador de la lírica contemporánea, que Aramburu conoce tan bien como la barroca o la romántica. Por eso en su obra hay sonetos y poemas a la cerveza, apóstrofes a Dios y evocaciones de los tiovivos de infancia. Al modo del majestuoso Saint-John Perse, que escribía como si se dirigiera a un senado principesco, Aramburu destila gravedad y luz, con tropos espaciosos y exactos, que expanden ecos arquitectónicos, como voces que rebotaran en un ábside, pero sin incurrir en el atiplamiento ampuloso ni en las pueriles arideces de la paronomasia: «Tu amar, tu dolor de ti, labio perdido entre espejos,/ fuente sola, fuente negra al margen de los caminos,/ tu amar que es entrar de golpe al fuego/ sin el cual nada se encuentra…», escribe en el extraordinario «Ave sombra»". Con semejante idea de su literatura, abordé muy ilusionado la lectura de Ávidas pretensiones, pero, como se habrá deducido ya de las dos primeras frases de esta oración, el libro me ha decepcionado. No por su lenguaje, que lo salva: un lenguaje flexible, jocoso, eufónico (aun en sus cacofonías), fluido y plural, esto es, capaz de manejar todos los registros, y de pasar de uno a otro sin fatigas ni tropiezos, sino por la endeblez de la materia narrativa, por los desequilibrios estructurales y por la sucesión de tópicos, que han hecho -quién me lo iba a decir- que, a partir de cierto momento -y bastante temprano, por cierto-, haya estado deseando que el libro acabase ya. Ávidas pretensiones narra un encuentro poético patrocinado por un gobierno regional y celebrado en un convento de monjas: eso es todo. En esa reunión se desatan las pasiones, más bien bajas, que se atribuyen convencionalmente, y desde tiempos inmemoriales, a los poetas. Divididos en dos grupos estéticos -los metafísicos, o metafas, en la jerga del libro, y los realistas, o realitas-, todos pugnan por sobresalir, por aparecer en las antologías, por humillar a los miembros de los grupos poéticos contrarios, por trabajar poco -o nada- y figurar mucho, y, sobre todo, por cultivar los placeres asociados a la bohemia: beber, procurarse sustancias psicotrópicas -desde porros hasta hongos machacados- y follar. De hecho, casi todos los personajes del libro comparten esa sola obsesión: follar. Hay abundantes magreos, masturbaciones a dúo, intentos de felación no consentida, lluvias doradas y placeres coprofílicos, en todas las combinaciones posibles: heterosexuales, homosexuales (con una especial atención a una pareja de lesbianas, que van paseando sus pasiones por los pueblos de la sierra) y bisexuales. También hay abundante escatología -un poeta metafísico sufre una diarrea explosiva en el bosque, y allí permanece muchas horas, abandonado por sus amigos- y no poca violencia: ese mismo metafa golpea a una poeta y, en el tramo final del libro, con un palo, a todo bicho viviente, para vengarse de la humillación sufrida. Todo esto quizá parezca divertido, pero solo es una caricatura, y una caricatura bastante grosera, la verdad. Al cabo de algunos capítulos, las manías de cada cual, las rencillas soterradas o explícitas, la virulencia de los gestos y la chabacanería de la sátira, con escaso fundamento en la realidad, acaban cansando: eso que nos cuenta Aramburu es solo un chiste, una hipérbole, una fantasía destinada a confirmar fantasías preconcebidas. Se sostiene, como he dicho, por su lenguaje, que es espléndido, y que, con frecuencia, induce a la sonrisa y hasta a la carcajada, pero se desmorona por su falta de sostén vital, por sus giros previsibles y por su exageración bufa. Hay algunos momentos en que parece deslizar un Aramburu más verdadero, o, por lo menos, un Aramburu que cree, genuinamente, candorosamente todavía, en la poesía, como cuando razona el carácter universal del poema o describe cómo Vanessita Rincón -pareja y mantenida, de esplendoroso físico, de un poeta anciano y ciego- lee sus poemas en el concurso que se organiza en las jornadas -algo también inverosímil: no sé de ningún encuentro poético en el que se haya celebrado un concurso entre los presentes para determinar cuál de ellos es el mejor-, y los deja a todos maravillados (y, si todos ya estaban deseando follársela, ahora lo desean todavía con ahínco superior). Pero, en general, el libro es un encadenamiento de anécdotas, a ratos confuso, con personajes estereotipados, que ratifican las tesis expuestas, y situaciones cuya razón de ser es, asimismo, la demostración de quod erat demonstrandum: que los poetas no son sino una piara de indeseables, una caterva de egocéntricos y rijosos, un tropel de zoquetes que oscilan entre el desvalimiento y la crueldad. Lo cual, bien pensado, puede que sea, al menos en parte, verdad; y también que, si Aramburu lo ha consignado así en la novela, probablemente sea por despecho o irritación: porque crea que las debilidades de quienes la ejercen, que son muchas, desmerecen o ensucian algo digno de ser preservado. Quizá tenga razón y la poesía sea algo demasiado importante como para dejarla en manos de los poetas, pero la forma de argumentarlo, en Ávidas pretensiones, no ha sido, narrativamente, la más persuasiva, ni la mejor cimentada.
¿Has leído Poetas en la noche, de José María Fonollosa? Lo editó Quaderns Crema hace un montón de años. Es un libro inclasificable, una novela escrita en endecasílabo blanco. Es la historia de un grupo de cinco poetas - creo recordar que eran cinco - en la Barcelona de la posguerra. A pesar de la misoginia del libro lo encuentro altamente recomendable. Creo que es el mejor libro de su autor. Un beso Eduardo desde Tarragona.
ResponderEliminarNo, no lo he leído, Teresa, pero sé de él desde que DVD publicó Ciudad del hombre: Barcelona, y me interesé por la figura y la obra de Fonollosa. Todo lo que he leído hasta ahora de este poeta me ha gustado; seguro que Poetas en la noche también me gustará. Gracias por la recomendación. Un beso.
EliminarDesde luego, Aramburu presenta el mundo de los poetas como algo ridículo y risible. Qué fácil es ver la paja en el ojo ajeno. Diríase que los novelistas son dechados de virtud. Sin embargo, cualquiera que esté mínimamente enterado sabe la historia de esta novela: Seix-Barral quería fichar a Aramburu y Aramburu pasarse a S-B. Para que lo hiciera por la puerta grande y además sin posible réplica de Tusquets, le dieron el Biblioteca Breve. Desde luego, una historia moralmente impecable, teniendo en cuenta los cientos de ejemplares de ingenuos escritores y escritoras que fueron enviados sin ninguna posibilidad.
ResponderEliminarPues yo no estaba ni mínimamente enterado: será por mi desinterés por los tejemanejes editoriales. Si es así como lo cuentas, Otro Decepcionado, es una nueva demostración de las manipulaciones que sufren los premios, y explica por qué una novela con tantas debilidades se ha hecho con galardón.
ResponderEliminarA mí no me sorprende que le den el premio de breve. Yo dejé de leerla en la página 40...
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