Hace no mucho descubrí en Internet, por no sé qué azares de la asociación, que María Salvador vivía en Londres y que trabajaba en la National Portrait Gallery. A María la conocí hace siete años, en Barcelona, poco después de que hubiese publicado su hasta ahora único libro de poesía, El origen de la simetría, en Icaria, una buena editorial cuyo ritmo de publicación ha descendido demasiado, me temo, últimamente. Me gustó aquel poemario -su frescura, su atrevimiento- y lo reseñé en Quimera, con el título "El yo en equilibrio". A Barcelona vino con su entonces compañero, Raúl Quinto, también escritor y buen amigo. Nos encontramos en el café Zurich y charlamos agradablemente de poesías y poetas, que es lo que casi inevitablemente acabamos haciendo los del gremio. María me pareció entonces una chica despierta, ilusionada e ilusionante, pero que albergaba una cierta cantidad de zozobra personal, a la que había dado curso en su poemario. Aquello, sin embargo, no era de extrañar: así nos sucede a la mayoría. Después de nuestro fugaz encuentro barcelonés, no supe de ella hasta hace muy poco, en Inglaterra. Me atreví a escribirle y concertamos una cita. Hoy, al llegar a su lugar de trabajo, en la plaza de Trafalgar, donde habíamos quedado, la he encontrado leyendo una reciente antología de poesía norteamericana joven publicada en España, y se me ha hecho extraño ver a alguien, en la calle, con un libro de poesía en español. Luego, en un café Nero cercano, donde nos hemos refugiado de las irremediables multitudes que saturan la zona, ha manifestado su indignación con algunas de las traducciones de ese libro: "Me dan ganas de corregirlas a bolígrafo y enviarle el libro al editor". La traducción, en efecto, acoge en España a grandes nulidades, que cuentan a su favor con el hecho de que pocos españoles conocen otros idiomas lo suficientemente bien como para valorar la versión que se les ofrece, aunque saber español debería proporcionarles los elementos de juicio suficientes como para hacerlo sin desacierto. María me cuenta que lleva varios años trotando por el mundo: ha vivido en Japón -y aprendido el idioma lo bastante como para leer y hasta escribir en él-, ha estudiado en Berkeley, ahora lleva año y medio en Londres -a donde vino para hacer un máster en una universidad con nombre de músculo humano: SOAS- y dentro de poco se marchará con una beca Fulbright a los Estados Unidos, para hacer el doctorado en su especialidad, la historia del arte japonés. Supongo que ese el destino de la gente joven inquieta y con talento que es consciente de la cochambre -y cochambre, además, inaccesible- en que se ha convertido la universidad española. Pese a la amplitud de sus viajes y su conocimiento de idiomas, sigue hablando castellano con un delicioso acento granadino y unos gestos no menos andaluces. Observo que se muestra muy crítica con todo lo que rodea al mundo literario español, y que la ha disuadido, según dice, de seguir participando en un juego que tiene mucho de juego y poco de literario. Pero también se muestra muy estricta consigo misma. Yo le digo que las barreras y los corsés y las líneas rojas están muy bien si obedecen a un impulso genuino y si nos ayudan a soportar al mundo y, sobre todo, a soportarnos a nosotros mismos, pero que quizá no sean tan favorables si constituyen un pretexto para no afrontar la pelea, el lodazal, que suele suponer ofrecerse a los demás. En mi opinión, María debería escribir más, porque aquel primer libro no puede haber sido una casualidad, y porque el coraje que siente ante una traducción deficiente, o un mal poema, es señal inequívoca de que su pasión por la escritura no se ha apagado. Su juventud, además, la avala. Salimos del café Nero -más bien nos echan: a las ocho cierran- y vamos paseando hasta la estación de metro de Westminster. La temperatura ha sido suave por la tarde, pero ahora se ha levantado una rasca importante. De camino al Parlamento, creo ver, frente a la residencia del primer ministro, a un grupo de aficionados del Las Palmas, y me sorprende que haya tantos canarios allí. Pero no: son ucranianos que hacen ondear banderas azules y amarillas, y protestan por la anexión de Crimea a Rusia. En Londres siempre hay gente protestando por alguna causa internacional; en España, en cambio, somos más domésticos. María y yo nos despedimos, por fin, en la estación de Victoria: yo he de dejar el metro y coger un tren. Por suerte, apenas tengo que esperar a que salga. Cuando llego a mi destino, en Battersea Park Road, me fijo en una de esas casas de apuestas, ladbrokes, que salpican la ciudad: parecen salas de espera de una estación de autobuses, pero llenas de televisores. Nunca hay demasiado gente; de hecho, siempre parece haber los mismos: tres o cuatro tipos, por lo general negros, con gorras destartaladas, bufandas que parecen más bien sogas de ahorcados y aspecto de no haber ganado nunca nada a la lotería. Miran con expectante abulia las pantallas en las que se desarrollan las competiciones en las que han apostado, y se rascan de vez en cuando el cogote o la entrepierna. La funcionalidad del sitio, sus tonos asépticos y fluorescentes, irradian una tristeza espectral, de la que se contagian los estoicos parroquianos. Sigo caminando y, un poco más allá, cuando estoy a punto de cruzar una calle por el paso de peatones, asoma el morro de un Rolls Royce, que ocupa, majestuosamente, todo el espacio. El que lo conduce sí tiene pinta de que la lotería lleva tocándole toda la vida.
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