Eso me decía un compañero que era, y se me hacía extraño: primero, porque no me parezco nada a Esther Williams, afortunadamente para Esther Williams; y, segundo, porque ese compañero tenía casi setenta años, y Esther Williams era una figura del pasado, una de esas estrellas rutilantes (como diría Juan José Millás: ¿qué coño querrá decir "rutilante"?) que son absorbidas por un tiempo que se aleja, o, no, al contrario, que se les echa encima como un túnel y que las sume en la penumbra de la invisibilidad, aunque ellas sigan siendo orondas y muy visibles en alguna fastuosa mansión de Beverly Hills. Yo me había ganado el apelativo de mi compañero por mi desempeño en la piscina de nuestro gimnasio, a la que acudo, con toda la regularidad que me permite mi vida inglesa, desde hace varios años. Cuando pienso en mi relación con el agua, me sorprende haberme convertido en un habitual de las piletas. En el colegio fui el último en aprender a nadar, y aún recuerdo con horror cómo un profesor de educación física, llamado Sales, a quien Dios confunda, hacía que perdiéramos el miedo a las profundidades por el sutil procedimiento de obligarnos a desfilar junto a la parte que cubría y darnos un manotazo en el pecho para que cayéramos al agua de espaldas. Refinando su método, nos hizo subir una vez al trampolín -porque en aquella piscina había trampolín- y allí ejecutó la misma operación: empujón y al abismo. Yo me creía morir. Pero al pobre Sanvicens aún le fue peor: antes de que él volviera a la superficie, lo hizo la evidencia marrón del pánico que había sufrido. Lo bueno fue que allí se acabó la clase. Hoy, a diferencia de aquellos años oscuros, nado, y nado mucho. No lo hago con felicidad, porque nadar es una de las actividades más aburridas que existen: es sisífico. Uno desplaza su cuerpo -en mi caso, con no poco esfuerzo- por el carril del agua y, cuando llega a la cumbre de la montaña, es decir, a la pared, da la vuelta y vuelve a empujar el cuerpo otra vez hasta la cumbre, es decir, hasta la otra pared de la piscina. Y así tantas veces como se desee, o como se aguante. Claro que te rodean ciertos entretenimientos, o sucesos que uno toma por tales para sobreponerse al tedio, aunque no suelen ser demasiado halagüeños. En verano, por ejemplo, cuando la piscina está muy concurrida, los niños nadan a mi lado y, lo que es más humillante, por debajo de mí, como delfines que escoltaran a una ballena. Los veo alcanzarme sin ningún trabajo por la superficie y luego bucear bajo mi panza, que progresa laboriosamente, como una quilla, para perderse, de nuevo, allende la vista. Algunos, cuando me adelantan, se dan la vuelta y me sonríen, soltando una columna de simpáticas burbujitas. Chiquillos. También hay, entre los habituales, una joven a la que le falta una pierna. Parece amputada: el muslo luce un horrible costurón, pero ella es hermosa: su otra pierna también lo es. Muchos días sé que ha venido, porque su carrito de minusválida está aparcado a la puerta del gimnasio. Me agrada nadar junto a ella, aunque no pueda dejar de sentir un arañazo en el orgullo cuando me adelanta. Porque me adelanta irremisiblemente: bracea con vigor, agita como una sirena la pierna sola y el hidrodinamismo de su cuerpo, mucho mayor que el mío, hace el resto. En la piscina se reúne, de hecho, una amplia muestra de cómo somos y, sobre todo, de cómo seremos: flácidos, barrigudos, viejos. Algunos accidentados pedalean; otros hacen estiramientos; las embarazadas flotan inverosímilmente. También hay algún ejemplo de lo contrario: un Sansón con todo el pelo que no tiene en el cuerpo en la cabeza también me avanza, como los niños y la tullida, pero a golpe de deltoides, con gran aparato de braceo y de melena, con toda la musculatura retumbando, como un vapor del Misisipí. Luego sale del agua y se pasea, en casi tanga, por los alrededores. Satisfecha su necesidad de ser admirado, se retira, triunfante, a los vestuarios. El jacuzzi es otro lugar curioso de la piscina. Tiene un chorro capaz de enderezar la espalda más combada y de rehabilitar las pantorrillas más mustias, aunque, tras pasar por él, uno tiene la sensación de que un masajista turco se le ha paseado por la columna vertebral. En el jacuzzi se generan las conversaciones más curiosas: arropados por las burbujas, se disparan las confidencias. Una señora me contó una vez que había resuelto sus problemas de artrosis -como los que padece mi madre- con un colágeno extraído del tiburón. Otra, que se había reducido los pechos, porque, como no veía los escalones cuando bajaba una escalera, no quería arriesgarse a una mala caída. Viéndola entonces, me costó imaginármela antes de la operación. Pero, suceda lo que suceda alrededor de uno en la piscina, la principal dificultad sigue siendo el aburrimiento. Intento convencerme de que superarlo, y seguir nadando, cultiva la perseverancia, tan necesaria para un escritor, y educa al espíritu, pero esa invocación pedagógica casi nunca me basta. Así que me pongo a escribir. Abro una página mental y empiezo a rimar. Porque, en mis composiciones natatorias, siempre hay metro y rima, algo que apenas practico ya cuando escribo en seco. El flujo al que estoy obligado, la regularidad de los movimientos, el ritmo de la respiración, la estrechez de la calle: todo me induce a una forma cerrada, que transcriba ese mismo encauzamiento, esa misma limitación. En la piscina he compuesto muchos sonetos y, recientemente, una buena parte de mis décimas de fiebre. A veces, los poemas no salen en una sola sesión. Me los llevo entonces a casa y, al día siguiente, los vuelvo a meter en el agua. He intentado acabarlos fuera de la piscina, pero no hay manera: necesitan, necesitamos, ellos y yo, estar en remojo. Es curioso, como que las mujeres se conviertan en estrellas de cine en una piscina, o me hablen de su artrosis y de sus pechos en el jacuzzi de la mía.
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