Encontrar trabajo en Inglaterra -y, específicamente, en el campo que me es propio: la lengua y la literatura españolas- no es cosa fácil. No lo es en ningún sitio, realmente, pero aquí las exigencias para conseguirlo son enormes, y la competencia, brutal. A los parados del país, que, lógicamente, no cejan en su empeño de emplearse, se suman los cientos de miles de extranjeros que acuden sin pausa a esta supuesta sociedad de las oportunidades, dinámica y en crecimiento -parece remontar, por fin, la crisis que también la ha sacudido estos últimos años: su clase política es mejor que la nuestra, y las bases de su economía, muy superiores-, entre los cuales se encuentran varias decenas de miles de españoles, todos con el mismo afán de sentirse útiles y valorados, y de ganar dinero. Las universidades británicas son un coto exclusivo. Las posibilidades de que alguien recién llegado, que no se ha formado en ellas, y que desconoce su red de influencias y ayudas, se haga con un puesto como profesor, o siquiera como colaborador, son nulas. (Claro que en España las cosas no son mejores: allí también es imposible acceder; más aún: allí no solo no se puede entrar, salvo que uno sea el candidato del departamento que convoca la plaza, sino que es muy fácil salir: muchos miles de profesores eventuales, interinos y asociados han sido despedidos en los últimos años). La enseñanza primaria y secundaria tampoco es fácil: se requiere una formación pedagógica específica, que es preciso convalidar, experiencia previa y un currículum docente inmaculado; y hay también muchísimos candidatos, como en todas partes: los que quieren ser profesores de español somos legión. Por último, las ayudas que otorgan las instituciones dedicadas a la investigación son abundantes, pero lo son mucho más las peticiones que reciben. Por ejemplo, en las últimas becas Leverhulme, unas de las más concurridas del país, hubo 800 solicitudes para 40 ayudas. Y es muy difícil, por no decir imposible, que un independent scholar, sin vinculación alguna con las universidades nacionales o de la Commonwealth, salvo que se trate de un reputadísimo investigador, obtenga alguna. En este contexto, uno se sigue esforzando, pero el camino es arduo. Ayer me encontré con Teresa García, una profesora de español del Modern Language Centre del King's College, una de las más prestigiosas universidades londinenses. A Teresa la conocí el año pasado, por mediación de una amiga mexicana, compañera suya en el departamento. Teresa me ha propuesto que prepare un curso de castellano para el próximo año académico, con la esperanza de que sea aceptado por las autoridades administrativo-académicas (primera valla de la carrera de obstáculos); de que, una vez aceptado, si es que lo es, no se interponga ningún otro candidato a impartirlo o ninguna dificultad organizativo-económica, de las muchas que amenazan siempre a cualquier proyecto en ciernes, que lo haga imposible (segunda valla de la carrera de obstáculos); y de que, por fin, y apoteósicamente, se matriculen suficientes alumnos como para hacerlo rentable (tercera valla de la carrera de obstáculos). Si no me he estampado, pues, contra ninguno de estos escollos, ni tropezado yo solo -llevado por la urgencia o, más probablemente, por la torpeza- en la carrera para superarlos, podría ser que, a partir del próximo octubre, diese una hora y media de clase a la semana en el King's. Lo cual estaría muy bien, aunque no sea, precisamente, un programa de trabajo agotador, ni una fuente apabullante de ingresos. Teresa y yo nos vemos en Fernández & Wells, un bar semiespañol -anuncia vino, tapas y jamón- en Somerset House. El local está muy bien situado, a la vista del impresionante patio del no menos impresionante edificio, pero los asientos no resultan cómodos, la decoración es desangelada y los precios son dignos de la Riviera francesa: un simple té verde cuesta 3,25 libras, unos cuatro euros. Charlamos de mi adaptación al Reino Unido y de sus cuitas laborales. La tarde cae lentamente. Cuando nos despedimos, hace frío, pero no me apetece encerrarme otra vez en los lóbregos túneles del metro para volver a casa, sino andar. Lo hago por el embankment, una singular mezcla de luz y oscuridad a esas horas. El London Eye se destaca, con su monumentalidad de aluminio, con su redondez azul, al otro lado del río. La atracción no encaja, realmente, donde se encuentra -un lugar de nobles edificios decimonónicos, de mármoles, ménsulas y frontispicios-, pero tampoco encajaba la Torre Eiffel en el París de su época, y se ha convertido en el símbolo de la ciudad: todo es cuestión de tiempo y perspectiva. En el agua se suceden las embarcaciones, tanto las que navegan como las amarradas. Muchas de estas son locales de ocio. Paso al lado de un barco que es un bar, y que se anuncia así: "Bar & Co". Luego me cruzo con la "Aguja de Cleopatra", el hermoso obelisco situado a la orilla del río, aunque no tenga nada que ver con Cleopatra, sino con Tutmosis III, en cuyo reinado, mil años anterior al de la hermosa reina, se labró y erigió. La historia del monumento es curiosa: fue un regalo de Muhammad Alí (no el boxeador, sino el sultán de Egipto y Sudán) en 1819, en conmemoración de las victorias de Nelson y Abercrombie (no la marca de ropa, sino el militar escocés) sobre Napoleón en el Nilo y Alejandría. Pese a ser gratis total, el gobierno inglés no aceptó correr con los gastos del traslado, y en Alejandría se quedó el obelisco hasta 1877, en que Erasmus Wilson, un cirujano inglés, sufragó el flete a Londres. Pero las características y dimensiones del monumento hicieron del viaje un infierno. En el golfo de Vizcaya, batido por una terrible tormenta, perdió sujeción y empezó a moverse sin control, y buque que lo trasladaba, pertinentemente llamado Cleopatra, quedó a la deriva. Cuatro días después, cuando se creía naufragado, lo localizaron unos arrastreros españoles y fue llevado hasta Ferrol (que entonces aún no era del Caudillo), donde fue reparado, y desde donde partió a Inglaterra: España, pues, ha tenido un papel esencial en que la "Aguja de Cleopatra" luzca hoy junto al Támesis, donde se erigió, definitivamente, el 12 de septiembre de 1878. La cápsula del tiempo que se colocó en su base, según registran las crónicas, debe de ser una de las más concurridas de la historia universal: una especie de camarote de los hermanos Marx de las cápsulas del tiempo. Entre los muchísimos objetos depositados en ella, hay un juego de doce fotografías de las londinenses más guapas de la época (algo así como un book de modelos victorianas), pipas y puros (cuánto han cambiado los tiempos), la transcripción del capítulo 3, versículo 16, del Evangelio de San Juan en 215 idiomas ("porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna") y hasta una guía de ferrocarriles. Al obelisco lo flanquean dos enormes esfinges, construidas ad hoc. Pero están al revés: en lugar de proteger al monumento, lo miran. Cualquiera podría, pues, acercarse a él con las peores intenciones, sin que las esfinges pudieran hacer nada para impedirlo. Yo lo observo, inofensivo, mientras sigo mi camino en esta luminosa oscuridad fluvial.
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