Ayer fuimos al cine. Hacía tiempo que no iba. La última, en Londres, había resultado un fracaso: no quedaban entradas. Con la generalización de los medios audivisuales y, más aún, con la liquidez de lo digital, ir al cine se ha convertido en un acto reverencial, casi ostentoso, algo que se reserva para las grandes ocasiones, como ir al teatro, o a la ópera. Proyectaban la película en los multicines de las Arenas, la antigua plaza de toros de la plaza España. (Siempre que pienso en la proyección de un film, recuerdo a uno de mis viejos profesores burlándose de la expresión "echar una peli en el cine": "en el cine no echan nada", nos decía; "a las gallinas se les echa de comer -hay que entenderlo: era un hombre de origen rural-, y a los que hablan mal se les debería echar a patadas de donde estén: las películas se proyectan y las obras de teatro se representan"). Barcelona contó con tres cosos entre 1914 y 1923, y, si no recuerdo mal, ha sido la única ciudad del mundo hispánico que ha tenido tantas plazas en funcionamiento simultáneamente. El Torín, la plaza de la Barceloneta, era la más antigua y la de historia más agitada: en 1835, un año después de su inauguración, una corrida con unos morlacos esmirriados levantó la indignación del respetable, que, no contento con apedrear el albero, quemó por la noche unos cuantos conventos. Con el crecimiento de la ciudad, El Torín se quedó pequeño y, en 1900, se construyó otra plaza, las Arenas. Era una época de efervescencia taurina: poco después, en 1914, se erigió también la Monumental, la más grande de las tres. Hoy no se torea en ninguna de ellas: la primera fue derruida, la segunda se ha reconvertido en un centro comercial y la tercera espera destino. La tauromaquia es ilegal en Cataluña; los espectáculos taurinos, sin embargo, no: tienen el amparo de la ley los correbous y otras barrabasadas pueblerinas. Cosas de las necesidades electorales. Yo no recuerdo haber asistido a ninguna corrida en las Arenas, sino solo a espectáculos aledaños, como el inenarrable Bombero Torero, al que recuerdo muy chiquito y dando brincos en la arena, bajo un casco de apagafuegos que guardaba con su cuerpo la misma relación que el de Darth Vader con el suyo. Me sobrecogía, no el miedo por lo que pudiera sucederle a aquel desgraciado, sino la cutrez de todo: la arena sucia, la mierda de los animales, el olor a establo y a sudor, el chunda chunda de una banda que atacaba los instrumentos como quien sacudiera una alfombra. Muchas noches de verano, pasábamos con mis padres junto a la plaza, camino de Montjuic. Íbamos a ver las fuentes iluminadas: eran bonitas y gratis. Allí tomábamos la fresca y nos comíamos un bocadillo. El paso junto a la plaza era siempre, para mí, una pequeña aventura: subía y bajaba por los montículos de tierra que se levantaban en muchos puntos junto a su fachada circular, como si fuesen colinas que tomar a la bayoneta o dunas del desierto tras las que se ocultaran bereberes pérfidos, y me quedaba pasmado ante aquel muro de ladrillos que a mí se me antojaba altísimo, casi infinito, salpicado de ventanas enormes y banderas españolas, y todavía con los carteles multicolores de la última corrida, o de la próxima, encima de las taquillas. Las banderas españolas impedían que mi imaginación tuviera a la plaza por una posición enemiga, pero no me disuadían de seguir asaltándola: me convencía de que había sido ocupada sigilosamente por los malos y que allí estaba yo para liberarla. Aquel templo de clarines y bomberos ha sido sustituido hoy por un gran centro comercial. Se ha tenido la sensatez de preservar la fachada neomudéjar, que, además de su valor arquitectónico, está ligada a la memoria de miles de barceloneses. No fue una operación fácil, ni fácil de imaginar: hubo que levantarla entera, sin fracturas, del suelo y mantenerla así, suspendida, hasta que se hubieron echado los cimientos de las nuevas instalaciones, para depositarla otra vez en el lugar que siempre había ocupado. La ingeniería es maravillosa. Su interior es ahora una magnífico ovo de tiendas, terrazas y espectáculos, sostenido por unos arbotantes amarillos que se entrelazan mediante nudos gigantescos, gracias a tuercas como ruedas de camión. Parece Barajas. En la segunda planta, ocupada enteramente por los cines, vimos Monuments Men, la película sobre la unidad de expertos en arte que los ejércitos aliados constituyeron al final de la Segunda Guerra Mundial para impedir que los nazis robaran o destruyeran el arte de Europa. Lo hicimos sobreponiéndonos a unos asientos que parecen diseñados para gibosos. La película tiene un planteamiento muy convencional, y no logra sacudirse en ningún momento cierto aire de documental que no la beneficia, pero en la segunda mitad consigue alguna expresión de humor y un vuelo emocional que permiten salir del cine con la impresión de que los nueve euros (¡nueve euros!) que ha costado la entrada no han sido dinero echado (ahora sí) a perder. Volvimos paseando a casa, muy despacio -mi madre anda cada día más lentamente-, sintiendo el primer calor de la primavera. Yo no había tenido que desalojar a un enemigo atrincherado en los fosos de las Arenas, pero me sentía, remotamente, niño otra vez.
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