Ayer fue un día movido, aunque el movimiento de la gente como nosotros, los letraheridos, sea siempre un movimiento quieto, de sentarnos a mesas y leer o charlar, de buscar libros en bibliotecas u hojearlos en librerías. Por la mañana me había citado con José Antonio Llera en la Biblioteca Nacional. La Biblioteca Nacional es un sitio donde te cachean. Como en un aeropuerto, hay que pasar por arcos detectores de metales, y escáneres del equipaje, y guardias de seguridad que revisan los papeles, y hasta el cuerpo, que uno lleva. Pero se comprende. Ahora ya es muy difícil que uno haga como Bartolomé José Gallardo, aquel poeta satírico, bibliófilo y bibliocleptómano, que robaba libros de las bibliotecas -y creo que de la propia Biblioteca Nacional- por el espectacular método de tirárselos por una ventana a un compinche que los cazaba al vuelo y se los llevaba en un saco, pero todavía hay quien, provisto de cutters muy finos, corta láminas valiosísimas o páginas de incunables. Cuando José Antonio llegó, era de ver el ímpetu con el que entraba en la sala general de lectura, el paso decidido, la resolución investigadora. Era admirable. Anda el hombre ahora a vueltas con la poesía de Miguel Labordeta, un grande empequeñecido por el desconocimiento. Nos dimos un abrazo, y resolvimos a continuación las consultas que nos habían llevado allí. Yo no pude acceder al Ensayo autobiográfico de Borges -que vale en Iberlibro 60 eurazos, y que justifica sobradamente una visita a la Biblioteca-, que me conviene para el estudio introductorio de Whitman: está en la sede de Alcalá de Henares; ni a Walt Whitman en Hispanoamérica, de Fernando Alegría, que juraría haber visto en el catálogo, pero que finalmente soy incapaz de encontrar. Sí me sirven Hélices, de Guillermo de Torre, envuelto en una funda de la Biblioteca: es un ejemplar magnífico, dedicado a Isaac del Vando Villar, otro de aquellos raros de principios de siglos que solo escribían rarezas. (Lo hace una bibliotecaria vestida con una bata blanca, que me recuerda un poco a la Oliva de Popeye). Salimos por fin al Paseo de Recoletos y nos dirigimos a La Tasca de Figueroa, el restaurante donde Jordi Doce ha reservado mesa para cuatro. Al llegar, reconocemos en la barra, tomándose una cerveza y unos chipirones, al juez Bermúdez, el que sentenció a los terroristas del 11-M, y, entre otras personas de su corro, a un fiscal cuyo nombre no recuerdo, pero que estoy seguro de haber visto con frecuencia en televisión, siempre mezclado con asuntos sangrientos y gravísimos: su melena de mosquetero contrasta vivamente con el cráneo tribunicio y desnudo del magistrado. Comemos Jordi, José Antonio y yo, y luego, con mucho retraso, cuando ya estamos en los postres, se nos une Andreu Navarra, que está en Madrid por negocios. El salmorejo, que pedimos casi todos, y mi lomo están excelentes. La conversación discurre por diferentes lugares, aunque predominan las críticas a la universidad española: José Antonio, que es profesor de la Complutense, y Andreu, que ha trabajado en la de Barcelona y la Autónoma, la conocen bien. Yo me sumo a sus críticas con recuerdos de alumno: aquel profesor que profería amargos lamentos por que en clase no hubiera tiza; o aquella profesora, mediocre crítica y mediocre novelista, que utilizaba las clases para poner como chupa de dómine al departamento al que estaba adscrita, por motivos que no recuerdo ya; o aquella otra que enloqueció, incapaz de soportar por más tiempo los navajazos de sus colegas. Por la tarde, antes de dirigirnos a La Casa Encendida, donde he de presentar Rompiente, el último poemario de Jorie Graham publicado en España, José Antonio y yo hacemos tiempo en la librería del Círculo de Bellas Artes. No ha llegado todavía El marqués y la esvástica, sobre los años parisinos -y terribles- de César González-Ruano, que tengo mucho interés en llevarme a Londres, pero que no me va a quedar más remedio que comprar por Amazon. Vuelvo a sentir en ese rato de curioseo entre las baldas un sentimiento que me asalta con frecuencia: el volumen monstruoso de libros publicados. Siempre hay más: nunca dejan de crecer. La capacidad, no ya de absorber, algo imposible desde hace mucho, sino de, simplemente, no ser un perfecto ignorante de cuanto sale a la luz, por lo menos en el campo en el que uno se mueve, ha desaparecido por completo: me declaro incapaz de mantener el ritmo de conocimiento, o ni siquiera de información, que exige el de publicación de poemarios, poesías y poéticas, por no hablar ya de novelas o ensayos. En esa incapacidad hay también algo de felicidad, o, por lo menos, de sosiego: ya no me siento preocupado por todo lo que pasa. Se publiquen buenos o malos libros, libros decentes o libros abominables, justos o malévolos, me da igual: yo me aferraré a lo que me interesa, como un náufrago a un tablón, y dejaré pasar junto a mí a esa corriente infinita de papel, cuyas solicitaciones ya no puedo atender. A la salida de la librería, José Antonio y yo nos volvemos a reunir con Jordi en la oficina de Vaso Roto de la calle Alcalá y nos dirigimos, paseando, a La Casa Encendida. Hace buena tarde y el Retiro está animado. Hay mucha gente por sus avenidas, y también videntes que te leen el futuro, aunque hoy la cosa está floja. Es curioso que los videntes no puedan ver que la tarde no les va a ser propicia, y se pasen horas allí, a la intemperie, frente a sus mesitas de tijera, con las cartas a punto y la mirada perdida en las aguas turbioazules del estanque. El acto en La Casa Encendida ha de empezar a las siete. Yo he quedado un poco antes -aunque llego con retraso- con José Noriega, mi amigo y editor de El Gato Gris, una exquisita empresa editorial que hace unos libros fabulosos y capea heroicamente la crisis, gracias al entusiasmo de José y su mujer, Rosa. Al final, la gente imprescindible es la que no se rinde, la gente que no claudica ante las dentelladas inevitables del tiempo y el desengaño. Noriega quiere pedirle un poema inédito a Jorie Graham para una revista que planea lanzar, y cuyo primer número va a estar dedicado a mujeres poetas. (Pienso en lo magníficamente anacrónico que es fundar una revista de papel en una época en el que muy pronto ya no quedarán revistas de papel: José siempre ha sido un visionario). Cuando llega Jorie, ejerzo de traductor y le transmito la solicitud de José, que acepta sin dudar. Enseguida compruebo que ese es un rasgo fundamental de su carácter: no duda. Su certeza concierne a la actitud con la que se presenta y a las ideas que expone: la claridad de su comportamiento y de su pensamiento carece de fisuras. También constato que ha venido mucha gente al acto: Jorie es bien conocida desde que, en 2007, publicamos La errancia en DVD ediciones. Estos encuentros numerosos me recuerdan a las bodas: uno conversa con mucha gente, pero, en realidad, no habla con nadie. A los participantes en la presentación -Pepo, el editor de Bartleby, que nos presenta a todos; Jorie Graham; su amigo Mark Strand, un magnífico poeta canadiense que lleva viviendo casi dos años en Madrid; Rubén Martín, el joven escritor granadino que ha traducido Rompiente; y yo- nos encasquetan unos micrófonos orejeros y nos sientan en unos sofás del escenario. Desde esa atalaya distingo entre el público a muchos amigos: Angelina Gatell, Óscar Curieses, Javier Lostalé -que leerá, luego, la traducción del poema recitado por Jorie-, Ada Salas, Julieta Valero, Cecilia Quílez, Carlos Fernández López, Lawrence Schimel, Rafael Morales Barba -que me ha estrechado la mano, con su habitual dicharachería, antes de entrar en la sala-, Julio Mas Alcaraz, Andrés Catalán, Marcos Canteli, Lawrence Carrasco -un poeta peruano que me regalará, al salir, su reciente poemario La musa insomne- y, naturalmente, Jordi Doce y Marta Agudo. Alguien de aspecto incaico y ojos achinados me hace gestos efusivos desde la sala, indicándome que luego hablaremos, pero no sé quién es. Me pasa a veces: un desconocido se dirige a mí con mucha familiaridad, y me pregunta qué tal, y se refiere a amigos comunes, y yo hago girar a toda velocidad las ruedecillas del cerebro -cada vez más oxidadas, me temo- mientras habla, para intentar recuperar de las profundidades de la memoria algún dato que me permita saber quién es esa persona que mueve los labios delante de mí. A veces lo consigo, con gran y silencioso alivio, y otras no; y en estas he de fingir, como un actor que ha olvidado el texto y tiene que salir del paso soltando morcillas, que sé de qué va la cosa, que estoy al cabo de la calle de todo lo que me cuenta, que me alegro un montón de charlar con aquella persona, de la que, no obstante, procuro despedirme deprisa, dándole dos o tres palmadas muy afectuosas en el omoplato. El capítulo de freaks, que siempre hay en un acto de estas características, también queda cubierto: acabada la presentación, se me acerca un caballero de edad, tocado con una gorra de una marca de tractores, y me sugiere que los libros de la poeta se venderían mejor si, en lugar de ser libros, fuesen solo grabaciones, en inglés y castellano, de los poemas. Él, por ejemplo, que no lee libros de poesía, los compraría para practicar el inglés, que sí tiene interés en mejorar. Uno también ha desarrollado estrategias para lidiar con estos arbitristas de parroquia: yo me pinto una sonrisa en la cara, le doy muy calurosamente las gracias y le aseguro que transmitiré su idea a la poeta. Siempre hay alguno, contumaz, que persiste en el friquismo, pero con esa actitud educada suelen darse por satisfechos. Este también, y se retira, muy pimpante bajo su gorra. La presentación ha ido razonablemente bien: Rubén ha sintetizado su trabajo como traductor; Mark ha dado algunas pinceladas sobre la obra y la figura de Jorie, a la que considera uno de los tres grandes poetas americanos actuales, junto con John Ashbery y W. S. Merwin (aunque se distingue de estos por ser mucho más difícil de imitar); yo he expuesto el texto que había preparado sobre Rompiente; y Jorie Graham ha demostrado su resolución ("¿Hay preguntas?", inquiere; y, al cabo de unos segundos, como nadie dice nada, continúa: "Bien, pues si no hay preguntas, me parece interesante señalar que...") con un discurso muy ajustado sobre la relación entre subjetividad y objetividad en el poema y cómo esa relación es similar a la que establecemos como habitantes del planeta con el poder político, y también sobre cómo la lectura que hicieron de Whitman poetas españoles como Federico García Lorca ha inspirado una nueva lectura del autor de Hojas de hierba por parte de los poetas estadounidenses. Cerrada la presentación, un grupo más reducido de gente cumplimos con el guión y nos vamos a tomar algo. Allí descendemos de la nube intelectual y nos sumimos gratamente en cerveza. Yo me atizo una provoleta en un lecho de cebolla (la provoleta, no yo) que me sirve de cena. Julio Mas, que está a mi lado, me roba todos los palitos de pan, pero no me importa: yo a Julio le tengo mucho afecto. Cecilia Quílez, a la que tengo delante, exclama en el tumulto: "¡Yo quiero comerme algo!", y todos -sobre todo, los varones- nos la quedamos mirando, expectantes. Marta, con su proverbial desparpajo, cuenta la adoración que siente por cierto poeta español de todos conocido, y las muchas iniciativas que ha adoptado para agradecerle las grandes aportaciones que ha hecho, en los últimos treinta años, a la poesía patria. Todos la aplaudimos, mientras yo sigo atacando la provoleta, Julio, mis palitos, y Cecilia, algo que todavía no sabemos qué va a ser.
Para mí que a veces lo más interesante se queda fuera, lo cual está bien para que la gente abandone la cueva y salga, y hasta compre, poesía.
ResponderEliminarEcho de menos el comentario de Marta respecto al corrimiento en su doble confusión verbo/sujeto (aunque después de la breve metamorfosis que sufrió convertida en Agudo Rouco Valera en dos intensos minutos anteriores a la ética antes de Kant, qué brasa, merecería un desvelo) o las charlas sobre la política en Cataluña, o quizá el catálogo de torturas y terrorismo que ese poeta merece, y puede que algún día reciba. Y qué no decir de Messi y su XXS.
Te veo pronto, Eduardo. La próxima vez te robaré algo más que los panecillos.
¡Viva Honduras!
Ahora siento aún más haberme perdido la presentación, pero no estaba en Madrid. Me consuela poder leer lo que cuentas de ella, pues me ayuda a imaginar que "casi" estuve allí. Un gran abrazo, Eduardo.
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