viernes, 11 de octubre de 2013

António Ramos Rosa

El pasado 23 de septiembre murió en Lisboa António Ramos Rosa, el gran poeta portugués. Sin embargo, su necrológica en El País no apareció hasta ayer, 10 de octubre. Se conoce que la muerte de un poeta no es un asunto urgente, cuando hay tantos asuntos urgentes, como las últimas declaraciones de Ana Mato. Portugal es un pequeño país de diez millones de habitantes. Pese a su irreductible pequeñez, ha dado, a la sombra colosal de Fernando Pessoa, una de las mayores poesías del siglo XX, y de lo que llevamos del XXI: junto a Herberto Helder, Eugénio de Andrade, Miguel Torga, Sophia de Mello Breyner Andresen o ese poeta formidable, aunque escriba novelas, que es António Lobo Antunes, Ramos Rosa era uno de los grandes. Yo lo descubrí en una remota edición de El ciclo del caballo, publicado por Pre-Textos, y luego no he dejado de leerle: en Visor, en Olifante, en Ediciones del Oriente y del Mediterráneo. Me fascinó su entereza surreal, su lenguaje abrasador y abrumador, su compromiso. Compromiso con la palabra, desde luego, que es lo mismo que compromiso con el mundo. En algunos poetas se nota de inmediato su pasión creadora, que es casi furibundez. Muchos practican una tediosa escribanía; otros, como Ramos Rosa, se entregan al lenguaje como si la realidad entera no fuera sino un pretexto para decir. Hay una convicción en lo que se hace que se convierte, por sí sola, en un mérito poético. António Ramos Rosa empezó tarde -a los 34 años, con El grito claro-, pero escribió mucho: más de cien títulos. Algunos le reprochaban que fueran tantos, lo que me recuerda a quienes criticaban al gran mexicano Marco Antonio Montes de Oca por ser oscuro. Octavio Paz replicó: "Eso es como criticar al desierto por tener arena o a la nieve por ser blanca". La abundancia de Ramos Rosa era una abundancia natural, como quería Lezama: una abundancia que nacía de la celebración constante de lo existente, o del pasmo constante de lo existente, y también de la pasión lingüística, que a algunos arrebata, irrefrenablemente, como un ciclón, pero un ciclón íntimo. A los críticos con su feracidad, Ramos Rosa replicaba: "Algunos dicen que escribo demasiado. Como si hubiese escrito algo. No, todos mis escritos no son sino indicios de algo que jamás alcancé, y que era lo único que deseaba decir". Es una respuesta hermosa, y muy compartible, me parece, por cuanto participamos de ese afán por enunciar algo que entrevemos, pero que nunca llegamos a alcanzar, algo que justifica esta discontinuidad caótica, esta suma de hallazgos y arrasamientos, este arenal de respiraciones y muertes que es vivir, pero que siempre elude nuestras sílabas, como elude el agua a la red. Yo vi una vez a Ramos Rosa. Estaba en Lisboa, presentando un conjunto de poemas en prosa, Unánime fuego, que unos chiflados me habían publicado traducidos al portugués, cuando me crucé con él en la calle. "Mira, ese es Ramos Rosa", me susurró mi acompañante, con el tono con el que me habría anunciado: "Mira, ese es Homero". Iba desaliñado, espeso, como un pájaro encendido y barbudo. La ropa le colgaba un poco: estaba tan abstraída como él. Pasó, despacio, y se perdió, engullido por las casas. Y yo no me atreví a decirle nada, porque ¿qué le dice uno a Homero? "Eh, perdone que le moleste, Homero, pero he leído su Odisea y me parece estupenda; y La Ilíada tampoco es manca. ¿Podría firmarme un autógrafo?". No, uno no hace eso; uno mira al poeta, o ni siquiera, y recuerda sus versos, los recita para sí, los recita para el mundo, como este "Poema de un funcionario cansado", de su primer libro, El grito claro, con el que me siento identificado hasta las cachas:

La noche me ha cambiado los sueños y las manos
ha dispersado a mis amigos
tengo el corazón confundido y la calle es estrecha
estrecha a cada paso
las casas nos engullen
nos ocultamos
estoy en un cuarto solo en un cuarto solo
con los sueños cambiados
con toda la vida al revés ardiendo en un cuarto solo

Soy un funcionario apagado
un funcionario triste
mi alma no acompaña a mi mano
Debe y Haber Debe y Haber
mi alma no baila con los números
tengo que esconderla avergonzado
el jefe me ha pillado con el ojo lírico en la jaula del patio de enfrente
y me lo ha descontado de la nómina
Soy un funcionario cansado de un día ejemplar
¿Por qué no me siento orgulloso de haber cumplido con mi deber?
Porque me siento irremediablemente perdido en mi cansancio

Deletreo viejas palabras generosas
Flor muchacha amigo niño
hermano beso enamorada
madre estrella música
Son las palabras cruzadas de mi sueño
palabras soterradas en la cárcel de mi vida
así todas las noches del mundo en una sola noche larga
en un cuarto solo

1 comentario:

  1. Sólo he leído un libro de António Ramos Rosa, el publicado por Sequitur y titulado La herida intacta. Lo encontré en Laie, escondido entre las novedades. No conocía al poeta pero cogí el libro y leí unos pocos poemas. Me encantaron.

    Transcribo uno de ellos:

    La hierba fresca/tan cercana que nadie lo dice/pero si por ella pasa/alguien que la mira/puede sentir que no existe nada más/que ese temblor de lo eterno.

    Me parece increíble esa capacidad de conjugar, en unos pocos versos, tanta belleza y profundidad, partiendo de un hecho completamente cotidiano, incluso rutinario. El salto desde lo real y existencial a lo místico es grácil, aunque inmenso.

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