jueves, 27 de marzo de 2014

European Bookshop

Hace un par de días, después de entrevistarme con Teresa en el King's College, me acerqué, paseando, hasta Regent Street. En una calle aledaña, Warwick Street, está la European Bookshop, una librería especializada en libros en otros idiomas. En un país tan centrado en su propia literatura -como, en general, todos los anglosajones: que el inglés sea la lengua franca internacional hace que sus hablantes pierdan interés en lo que se escribe en otros idiomas-, un lugar como ese constituye una referencia, si no una rareza. Teresa me había recomendado visitarlo, por si encontraba algún libro de texto que me ayudase con el curso que estamos preparando. Para llegar a la librería, hube de atravesar Piccadilly Circus -cuya fuente de Eros va a ser restaurada: había obreros envolviéndola en andamios; curiosamente, andamio y patíbulo se dicen igual en inglés: scaffold- y enfrentarme a las masas de gente que circulan permanentemente por el centro de la ciudad. Uno diría que siempre están ahí: también de noche; también lloviendo; también bajo la nieve. Masas y masas de gente: la gente que no cesa. Oxford Street, con su infinidad de grandes tiendas, es, probablemente, el peor punto. Toda la humanidad parece extenderse por sus aceras, pero, paradójicamente, uno deja de ser humano cuando la recorre: se pierde toda noción de humanidad; la identidad se desmigaja en un frenesí de piernas, y cuerpos, y miradas, y móviles en las orejas, y autobuses y coches frenando y arrancando, y mendigos en los microscópicos espacios que dejan los transeúntes, y súbitos remolinos de seres, a la salida de las boutiques y los grandes almacenes, que, si se descuida uno, pueden acabar con él en la otra acera o en cualquier bocacalle sin salida, rodeado por los cubos de basura de un restaurante chino. Oxford Street es un horror. Yo solo he conocido dos lugares peores: algunas zonas de Nueva York -recuerdo Times Square con particular espanto- y los alrededores del Gran Bazar en Estambul. Ahí Álvaro, que debía de tener ocho o nueve años, y yo fuimos literalmente arrastrados por un río de gente. La gente, empacada como granos de arroz, apenas caminaba: solo se dejaba llevar. Una nueva paradoja: en aquella situación de aplastamiento, casi levitábamos: los pies podían alzarse del suelo, y uno seguía avanzando. De uno a otro lado de la calle, todo era gente, que ni aumentaba ni disminuía: parecía un flujo uniforme, constante, inalterable, de personas, emanado de las tripas de aquel mercado infinito, y que desaguaba en las callejuelas asimismo intestinales de Constantinopla. Yo sujetaba a Álvaro de la mano con la fuerza de una trampa para osos. Tenía miedo de que, si lo soltaba, se perdiera en aquella corriente monstruosa; como a quien arrastra el caudal amazónico, nunca volvería a encontrarlo. Cuando llego, salvando a la muchedumbre feroz, a la European Bookshop, aún he de dejar que pase por delante un grupo de hooligans, escapado de algún acontecimiento futbolístico del que no tengo noticia, berreando su alcohólico entusiasmo. Uno de ellos es capaz de articular: "¡Ha sido el mejor espectáculo de fútbol que he visto en mi vida!". Y yo no sé a qué se refiere, pero, por su estado de excitación, ha debido de ser, ciertamente, memorable. Pienso en el oxímoron que supone que ese hatajo de energúmenos esté frente a una librería; pienso en la distancia abismal, pese a la cercanía física, que hay entre su escandalera y el silencio de la tienda. Pasan, por fin, dejando una estela de olor a cerveza y a masculinidad, y puedo entrar en el local. No es muy grande. No hay nadie. Bajo al piso inferior (arriba están el francés y el italiano; abajo, el alemán y el español. Recuerdo que Borges decía que la ordenación de una biblioteca es un ejercicio de crítica literaria. En las librerías, la poesía suele estar en los estantes de abajo. En esta, el castellano está también en las catacumbas). Hay muchas secciones previsibles: novedades, diccionarios y gramáticas, libros de textos para estudiantes de español. Busco, en primer lugar, algún manual para mi curso, pero no encuentro nada. Casi lo celebro, porque eso me permite entretenerme un buen rato en las baldas de poesía, que, en esta ocasión, no están en el suelo. Siempre he creído que un librero profesional debe ser un filtro para el lector, y que la selección de lo que pone a la venta en su establecimiento ha de ser rigurosa. Por eso me llama la atención el batiburrillo de textos y las diferencias de calidad que se observan en los fondos de algunos locales. En este, encuentro ejemplares de las colecciones que ya me imaginaba -Cátedra, Alianza, Espasa, Visor, Tusquets- con los de otras que se me antojan inverosímiles: ¿qué hacen aquí, por ejemplo, varios libros de Algaida, una colección de la que nunca he sabido que nadie comprara un libro? También doy con publicaciones de sellos infinitesimales, casi plaquettes, y con otras patrocinadas por sus autores, que son, previsiblemente, españoles residentes en Inglaterra, que desean ofrecer al mundo el fruto artístico de su experiencia en las Islas Británicas. Estas no se diferencian mucho del ciclostilado. Junto a Caballero Bonald, por ejemplo, puede haber En las riberas del Helmsdale, de Toribio Schwandivili Melgar, publicado en Kidderminster, con ilustraciones del autor. Esto le da a la oferta de la European Bookshop una notable dosis de exotismo, pero también sume al potencial comprador en algún desconcierto. En la librería hay, asimismo, una sección de ofertas, pero son ofertas relativas, porque libros con un precio de venta al público de 18 libras, por ejemplo, se venden ahora a 14. Me sucede a menudo en las librerías de ocasión que no puedo recordar si ya tengo un libro que me gustaría comprar. En algún caso, no dudo: Toreo de salón, de Camilo José Cela, en Lumen (una edición, moderadamente rara, que me sorprende que esté aquí) ya es mío, pero y La última costa, de Francisco Brines: ¿lo tengo? Algo, muy remotamente, me sopla que sí. Pero ¿y si me equivoco? ¿Lo dejaré pasar, estando a seis libras? Por fin, no me llevo nada, y eso me entristece un poco: me siento como un cazador que vuelve a casa con el morral vacío. Salgo otra vez al tráfago del centro, que se me hace, por el contraste con el sosiego del que vengo, más desquiciante todavía, y me pierdo entre el gentío innumerable, en busca de una boca de metro.

4 comentarios:

  1. Ayer mismo leía en el libro "Puedo escribir los versos más tristes esta noche", de Félix Grande, en Palabras de Manuel Vilas, lo que había dicho Octavio Paz a finales de los 80 -que la poesía había bajado a las catacumbas-
    Que Grande Félix!!

    Un abrazo, Eduardo

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    1. Sí, qué grande Grande. Te echaba de menos en el blog, Amelia. ¿Cómo fue la carrera en Barcelona?

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  2. La carrera genial, un poco de calor, pero estupenda!!
    Y los calçots que comí en un restaurante que había en la terraza de Las Arenas "Mussol", creo que se llama, buenísimos (nos colocaron un babero de plástico) y lo pasamos muy bien.

    He leído todas tus entradas.

    Muchas gracias, gentil Eduardo!

    Un abrazo

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    1. Me alegro: una buena carrera, unos buenos calçots, Barcelona en primavera... Siento algo entre envidia y melancolía.

      Más besos.

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