Ayer El País recordaba, en sus páginas de cultura, que 1914 es el centenario del nacimiento de cuatro grandes de la literatura en español del siglo XX, y, al menos tres de ellos, seguramente de todos los siglos: Octavio Paz, Julio Cortázar, Nicanor Parra y Adolfo Bioy Casares. También estos días Javier Sánchez Menéndez ha recordado en su blog que 1914 es el año en el que se publicó la primera edición de Platero y yo, aunque, hay que precisar, la edición completa no vio la luz hasta 1917. No es mala cosecha para un año del que se hablará inagotablemente hasta el próximo 31 de diciembre solo por motivos bélicos: como centenario del estallido de la Primera Guerra Mundial y como tricentenario del fin de la Guerra de Sucesión española, con su corolario de represiones -para unos-, modernizaciones -para otros- y agobios identitarios -para casi todos-. Y reconforta que sea así: que el recuerdo de las circunstancias infaustas y las carnicerías horrendas se vea atemperado, siquiera levemente, por la constancia de una gran, de una enorme contribución a la literatura universal. Octavio Paz es, acaso, el mejor ensayista en castellano de la última centuria. El arco y la lira y Los hijos del limo son dos obras imprescindibles: lo son para quien sienta un interés particular por la literatura, por su estatuto y su desarrollo, pero también para el simple lector: para aquel que experimente el placer del pensamiento riguroso e incisivo, plasmado en un lenguaje igualmente pulcro, pero intensísimo de forma y color. Pero la poesía del mexicano es también sobresaliente: Libertad bajo palabra debe formar parte de toda biblioteca que se precie, como ejemplo de la más fértil asimilación de las vanguardias (porque hubo muchas a lo largo del siglo, no solo las del periodo de entreguerras) y, a la vez, de un exquisito maridaje con las mejores tradiciones literarias de Occidente, y también de Oriente: Paz fue embajador de su país en la India desde 1962 hasta 1968, cuando dimitió de sus cargos en protesta por la matanza de Tlatelolco; antes había estado destinado también en la embajada de Japón. A este orientalismo perfectamente equilibrado obedece un libro como El mono gramático, extraordinario desde todos los puntos de vista: sus poemas en prosa -eso son para mí- constituyen un prodigio de fluidez y de hondura, una reflexión inagotable sobre la naturaleza de la poesía (y del poeta) y un homenaje a la India, ese país lleno de templos, de miseria y de fascinaciones. Julio Cortázar también es un escritor plural: se le recuerda, principalmente, por Rayuela, otro milagro de la expresión, pero sus cuentos no son inferiores a esa gran novela. Esos relatos son, con los de Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Juan Marsé e Ignacio Aldecoa, los mejores escritos, en español, en el siglo XX. De Rayuela recuerdo -lo leí hace más de treinta años, para sobreponerme a un fracaso amoroso, en las riberas del Guadalaviar, por donde había querido perderme, solo, en las pausas del camino o los vivacs de la noche- la creación de una atmósfera: aquel París de los cincuenta y sesenta, donde los personajes deambulaban por calles umbrosas y tabernas esquinadas, bebiendo pastis y escuchando jazz; donde amaban con desesperación; donde reían y escribían y discutían y amanecían con desesperación, pero nunca sin placer, aun en la adversidad y hasta en el dolor. De los cuentos de Cortázar recuerdo muchos, pero quiero destacar "Casa tomada", "Continuidad de los parques" y "La autopista del sur". Uno los lee y se pregunta: ¿Pero cómo se puede escribir esto? ¿Como se llega a este estado de gracia? ¿Cómo se concibe y se ejecuta algo así? También acude a mi recuerdo la vez en que conocí a Cortázar. Bueno, decir "conocer" es excesivo: me limité a saludarlo. Yo andaba visitando el Museo de Arte Románico de Barcelona un domingo por la mañana (a veces he pensado que algo tan inverosímil como que un chico de dieciséis años estuviera pasando una mañana de domingo en un museo de arte románico solo se explica porque el destino le tenía reservado el privilegio inolvidable de conocer allí a alguien como el escritor argentino), cuando lo divisé en una de las salas. Estaba en Barcelona porque había sido entrevistado en aquel asimismo inolvidable programa de televisión, dirigido y presentado por Joaquín Soler Serrano, A fondo, y lo acompañaba una hermosa mujer. Sin pensar, me acerqué a saludarlo. Farfullé algunas vaciedades y le tendí la mano. Él, altísimo, leñoso como un tuareg, sonrió y me la estrechó. No dijo nada: se limitó a observarme desde la altura, divertido, y me despidió con la mirada. Con Nicanor Parra no tengo una relación tan antigua. De hecho, lo descubrí hace relativamente poco, cuando Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores publicó su obra completa, pero, por tardío que fuese su hallazgo, me resultó fascinante. De Parra me asombran su inteligencia poética y su combatividad: su modo de poner sus versos al servicio de una revolución constante, sin que pierdan enjundia estética ni persuasión musical. Sus versos revelan un latir vigoroso, una inmediatez rezumante de verdad, aunque a menudo resulte brutal. Pero esta brutalidad los hace aún más verdaderos: cuando escribe, por ejemplo, que detesta que los nietos se le echen en brazos, como si fuera "un viejito pascuero/ ¡puta que los parió!", o que "mear es hacer poesía/ tan poesía como tañer el laúd/ o cagar o poetizar o tirarse peos», o presenta fotografías de todos los presidentes del país colgando de una soga en «El pago de Chile», una instalación de «Obras públicas». Uno simpatiza, en particular, con su permanente impugnación de Dios y su incisivo anticlericalismo, una actitud muy corajuda en un país tan católico como Chile. En una de las composiciones de «Cartas del poeta que duerme en una silla», plantea una duda elemental, que la Iglesia no ha sabido despejar en dos mil años de fatigosas teologías: "Cuesta bastante trabajo creer/ En un dios que deja a sus creaturas/ Abandonadas a su propia suerte/ A merced de las olas de la vejez/ Y de las enfermedades/ Para no decir nada de la muerte"; otras veces es divertidamente sacrílego: "Cordero de dios que lavas los pecados del mundo/ Déjanos fornicar tranquilamente". De Adolfo Bioy Casares quiero consignar una discrepancia y un elogio. Nunca me ha interesado en exceso su obra de ficción: La invención de Morel, tan elogiado por Borges, o Diario de la guerra del cerdo, me dejaron moderadamente frío. También sé que la lectura es un acto dinámico y voluble, tanto como la persona que la realiza, y que, por tanto, si hoy me enfrentara a estas obras, quizá mi valoración cambiaría, y puede que hasta radicalmente. Pero, en este momento, no puedo decir otra cosa. Lo que sí puedo añadir, y con un entusiasmo difícil de igualar, es que sus obras misceláneas, construidas mediante la reunión de textos de otros o de fragmentos biográficos que no aspiran a ser, en su origen, una obra literaria, son extraordinarios. Me refiero, en particular, a De jardines ajenos, publicado en 1997, donde acumula anécdotas, cuentos, chascarrillos, versos captados al azar, letras de tangos y una multitud de pecios lingüísticos y literarios absolutamente deliciosos, como aquella carta con que respondió un productor teatral inglés del siglo XIX a un dramaturgo infame que le había enviado una obra para que la representara: "Mi querido señor: He leído su obra. ¡Oh, mi querido señor! Atentamente". Obviamente, la autoría de Bioy radica en su labor de poda y selección, en la viveza con la que junta los pedazos, en la agilidad y el equilibrio, entre funambulista y balletiano, con que ensambla cosas tan dispares y tan dispersas. También se me antoja extraordinario su diario Borges, que se publicó póstumamente, hace pocos años, en el que recoge las conversaciones que mantuvo con el autor de El Aleph a lo largo de su vida. De ese retrato emergen un Borges poco agraciado -sigue siendo genial, pero ahora sabemos que era también misógino, racista y hasta contemporizador con el fascismo- y un Bioy épico: el diario, que se extiende a lo largo de casi cincuenta años, es perseverante y minucioso, y uno se pasma de que pueda mantenerse esa tenacidad en la consignación de lo nimio y lo brutal, ese impulso creador -porque, de nuevo, el autor de ese libro no es Borges, sino Bioy-, durante tantísimo tiempo y con tantísima fidelidad. Por fin, Platero y yo, que a mí siempre me ha parecido, además de un monumento lírico -uno de los mejores poemarios en prosa de la literatura española-, un libro acerbo y hasta doloroso, por lo que critica y, a la vez, por lo que evoca. Durante mucho tiempo el retrato de las condiciones sociales del país que se ocultaba en sus páginas no fue evidente para los lectores, lo cual constituye un resumen, a pequeña escala, de la forma en que se ha leído, con frecuencia, la poesía de Juan Ramón Jiménez: como un ejercicio estetizante y exquisito, pero poco arraigado en el mundo. Pues ya quisiera yo arraigarme en el mundo como hizo él con Espacio, por ejemplo. Y ya quisiéramos todos tener su coherencia ética, que se refleja por igual en su valoración de la literatura de su tiempo como en el hecho de que él, a quien muchos tildaban de señorito andaluz y de contertulio de casino provinciano, se exiliara con la guerra y nunca quisiera volver a España. Por otra parte, Platero y yo me recuerda a la España que llegué a conocer en mi infancia, y ya desaparecida, no sé si para bien o para mal: una España de eras y animales de labor, de polvo y adobe, de cántaros con agua y caminos serpenteantes; una España que, cuando leo la narración del burro, aún me da punzadas de nostalgia. Otro hecho biográfico liga ese volumen a mi sensibilidad: cuando, con diecisiete años, pasé mi primer año de vida en los Estados Unidos, en el estante correspondiente a la literatura en español de la biblioteca del colegio no había prácticamente otro libro que Platero y yo. Así pasaba muchas tardes, pues: leyendo sus estampas líricas, paladeando un idioma que ya no me rodeaba, pero que sobrevivía con virulencia dentro de mí, y que Platero ampliaba y ahincaba. Ahora tengo varias ediciones del poemario en casa, alguna ilustrada por las delicadas imágenes a plumilla de Rafael Álvarez Ortega, el hermano de otro gran poeta, Manuel Álvarez Ortega, pero sigo recordando aquella, bilingüe y funcional, que acabó destartalada entre mis dedos, con la que combatía la soledad en Ridgeview High School, Atlanta, Georgia.
Ay!! Como diría una amiga, se me han puesto los pelos como escarpias!!
ResponderEliminarYo, simplemente digo, me has emocionado!!
Leer esta entrada es recordar buena parte de las lecturas que citas, ay!
El Mono gramático lo descubrí, en parte, en un libro de Agustín Fernández Mallo, a la vez que "Mi Filosofía de A a B y de B a A" de Andy Warhol (un libro muy curioso) aunque la mayor parte de mis lecturas pasadas y presentes y espero que futuras (si es que eso es posible) se las debo a una persona muy muy especial.
Octavio Paz, ha sido una persona muy importante en mi modo de entender la vida (y lo sigue siendo); si yo hubiera tenido la ocasión de verlo, me hubiera abrazado a él y no le habría soltado hasta que él, educamente, hubiera podido despegarse de mí.
La edición que tengo de El Mono Gramático, es de Seix Barral, no solo el libro es fantástico, también los dibujos que contiene; el comienzo del libro me parece magnífico: "Lo mejor será escoger el camino de Galta, recorrerlo de nuevo (inventarlo a medida que lo recorro) y sin darme cuenta, casi insensiblemente, ir hasta el fin-sin preocuparme por saber qué quiere decir -ir hasta el fín- ni qué es lo que yo he querido decir al escribir esta frase..."
Y el final es brillante: "...Esplendor es esta página, aquello que separa (libera) y entreteje (reconcilia) las diferentes partes que la componen..." como espléndida es esta entrada -1914-,a la que yo añadiría un librito, una novelita corta cuyo título es "14", de Jean Echenoz, deliciosa!!
Yo, también, nací en el 62!
Un fuerte abrazo