El uno de enero siempre ha sido uno de los días más tranquilos del año: de una tranquilidad casi funeral. Me levanto pronto -aunque sin excesos-, desayuno en la cocina y miro por la ventana. Mientras sorbo el café con leche, veo los estudios que hay detrás de nuestro piso, algunos tramos de calle, la rotonda, a escasos metros, que da paso a un hermoso paseo, el de Xavier Azqueta, dominado por unos abetos inverosímiles. No circula nadie. No pasa ni un solo coche. Ni siquiera hay pájaros. Todo está cerrado, todo está, aún, dormido. Pero luce el sol, uno de esos soles invernales que se derraman, crujiendo, por entre los árboles ateridos, y que lo dejan todo temblando de luz. Parece como si el mundo, por fin, se hubiera detenido, como si todos los afanes, turbulencias y desdichas del universo se hubieran congelado en esta quietud irrompible y azul, como si nada malo pudiera ya pasar. El silencio es total. La gente sigue metabolizando, en la cama, el mucho alcohol ingerido. En casa, mis hijos -que salieron, como corresponde a su edad, y que deben de haber vuelto a las ochocientas de la madrugada- estarán en el primer sueño. Pimpa, la perrita de unos vecinos que cuida Pablo, se ha despertado hace poco (ella también trasnochó) y deambula, algo confusa, por la casa: tanta tranquilidad la perturba. De vez en cuando, se para a mi lado y me mira, con la cabeza un poco ladeada. Es un chucho feísimo, pero en esos momentos de interrogación sus ojos adquieren una belleza inesperada. Creo que, cuando acabe la entrada, la sacaré yo a pasear: me sabe mal despertar a Pablo o a Álvaro para que lo hagan. Ahora mismo veo a una joven que pasa despacio por la calle: está enterrada, verticalmente, en un anorak, y no parece ir a ningún sitio. Solo camina, sumida en esta paz insólita y, a la vez, levemente inquietante. Hace tiempo -como todo el mundo, supongo-, me hacía propósitos de renovación para el año que empezaba, aunque ninguno de ellos era de los que figuraban en las listas que solían hacerse en anuncios y artículos, versiones abreviadas de cualquier mal libro de autoayuda, valga la redundancia: yo no me planteaba ir al gimnasio, ni aprender inglés, ni sonreír más; yo, simplemente, quería leer más, escribir mejor y ser feliz. Mis dos primeras intenciones podían realizarse -sobre todo, la primera, aunque la segunda, con grandes esfuerzos, también admitía avances-, pero la última permanecía siempre en la indefinición conceptual y en un limbo inaccesible: no sabía lo que era la felicidad, y sigo sin saberlo (y empiezo a sospechar que no existe: que es solo una figuración moral, dictada por nuestra conciencia, para que cumplamos los meros fines de supervivencia que la naturaleza nos ha asignado), pero eso no me impedía desear alcanzarla con todas mis fuerzas. Ahora ya no me propongo nada: dejo, simplemente, que las cosas fluyan. Procuro, eso sí, que haya la menor distancia posible entre la realidad y yo, lo cual no quiere decir que haya renunciado a la imaginación -que es un estadio superior de lo real-, sino que deseo fundirme con las cosas y con las personas, con su condición estrictamente material, con el júbilo de su latido y su espesura. Tampoco sé muy bien cómo hacer eso: dicho así, parece inteligible, y hasta posible; pero en la vida hay pocas cosas comprensibles y muchas imposibles. Debo admitir que 2013, pese a la crisis rampante, no ha sido un mal año para mí: he abandonado la oficina siniestra y su compendio de absurdos e imbecilidades; he publicado Insumisión, que me ha proporcionado no pocas satisfacciones; estoy conociendo Londres, una ciudad fascinante; y he sido capaz de abrir y mantener este blog, con el que hablo conmigo mismo, y quizá con los demás, con una naturalidad de la que nunca había sido capaz. Tampoco se me ha muerto nadie, ni me he muerto yo. No sé lo que me deparará 2014. Tampoco me importa. Quizá ahora, cuando ya he dejado de plantearme objetivos, pueda cumplir los que me planteaba hace años: leer más, escribir mejor, ser feliz. Hay que dejarse ir, con solo el olfato desplegado, como una vela, con las antenas de la percepción atentas y la inteligencia, la poca o mucha que tengamos, afilada, pero sin rocosidades, sin certidumbres, sin oposición, como el agua de Bruce Lee. Pimpa me vuelve a mirar, vagamente implorante. Creo que voy a sacarla a que haga pis. Aunque no haya nadie en la calle.
Hola, Eduardo:
ResponderEliminarLo que me gusta del primer día del año (cuando no tengo otras ocupaciones urgentes) es desayunar y volver a la cama a leer. Ayer lo primero que hice, fue leer tu entrada en mi móvil y luego salir a correr. Mientras corría iba pensando en tus palabras y recordando lo que Borges decía: "He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer: No he sido feliz." (confieso que nunca lo he entendido)
Lo que escribes, "... en la vida hay pocas cosas comprensibles y muchas imposibles" (podrían ser los sueños?)
Vuelvo a T.S.Eliot "Cuatro cuartetos", y releo:
"En los momentos de felicidad-no la sensación de bienestar,
Fruición, plenitud, seguridad o afecto,
O hasta una excelente cena, no esto sino la súbita
iluminación-
Tuvimos la experiencia pero no captamos
el significado
Y el acercamiento al significado restaura
la experiencia
En forma diferente, más allá de cualquier
significado
Que asignemos a la felicidad...
Me quedo -con momentos de felicidad-.
Un Abrazo
Querida Amelia:
EliminarMe sorprende seguir comprobando que nuestras lecturas son las mismas: Cuatro cuartetos es uno de mis libros favoritos, objeto de relectura constante. Me parece mejor que La tierra baldía, aunque este tendrá siempre el mérito de haber iniciado la literatura de Eliot y, en buena medida, la poesía contemporánea. Gracias por seguir con tanta proximidad mis entradas (y, además, que las tengas presentes al correr; ay, y yo que me metí con los joggers en una de ellas...). Saber que lo haces es, justamente, uno de mis momentos de felicidad.
Un beso.
Precisamente es esa naturalidad con la que escribes lo que me encanta al leer tus entradas. Te descubro un poco como un niño con zapatos nuevos. ¡Benditos zapatos!
ResponderEliminarBesotes.
Gracias y más gracias, querida Isabel, por estar ahí.
ResponderEliminarUn beso.