Ayer, en Babelia, Ángel Rupérez publicó, con el título de "Una filosofía de la resistencia" una interesante columna sobre la utilidad de la poesía, y recordó que el poema "Invictus", del inglés William E. Henley, había acompañado y dado fuerzas a Nelson Mandela, durante sus 26 años de cautiverio, para soportar el sufrimiento, resistir a la opresión y mantener la esperanza, la suya y la de su pueblo. No es el único ejemplo que puede aducirse. Cuando, hace un par de años, en un encuentro poético en Washington, expresé la misma opinión que he manifestado en una de las entradas de este diario, que la poesía solo sirve para hacer turismo, nuestro anfitrión, una gran persona y un excelente poeta dominicano, me respondió con suavidad que él había vivido, en Estambul, el caso de un poeta opositor que había sido liberado por las autoridades después de que la prensa publicara, y reprodujera ampliamente, un poema que cantaba a la libertad. Me alegré de que con su relato destruyera tan minuciosamente mi observación, aunque no creo necesario precisar que solo pretendía provocar, remover susceptibilidades, obligar a pensar; hacer sonreír, en suma. El cinismo suele ocultar una profunda fragilidad. La poesía es útil, en primer lugar, para uno mismo: es nuestra medicina particular, nuestro psicoanalista y nuestro confesor. También puede serlo, materialmente, en supuestos concretos, como han señalado Rupérez y mi amigo dominicano -y algunos de mucha trascendencia, como Mandela-. También sirve a la sociedad, representada por esa exigua, casi microscópica facción que la tiene entre sus afectos, y que la lee: la pureza, la plenitud, la sutileza que aporta al pensamiento y al lenguaje de la tribu, rinden siempre, a través de esos escasos practicantes que la cultivan y amplifican, efectos balsámicos, regeneradores. Pero su mayor utilidad es ninguna, esto es, sirve, porque no sirve para nada. En un mundo enlodado por el saber instrumental y el beneficio concreto, desligado de la pasión estética, de la fruición desnuda del ser, la poesía constituye el paradigma del juego y la belleza, del brinco en la nada que somos, que nos consuela y nos resucita. Rupérez acababa su artículo con la transcripción del poema original, en inglés, y con su propia traducción. Y ahí me abstraje de consideraciones metaliterarias, y me fijé en los textos. Algo me llamó la atención: una cierta hinchazón de la versión de Rupérez. Así, donde Henley escribe: (doy las gracias) "for my unconquerable soul", Rupérez traduce: "por ser el propietario de esta alma invencible"; donde "under the bludgeonings of my chance", "bajo los mazazos de mi pésima suerte"; donde "looms but the Horror of the shade", "veo que se aproxima el más siniestro horror"; donde "how charged with punishments the scroll", "ni que llueva sobre mí un sinfín de castigos"; y, en fin, donde Henley remata con dos versos ceñidos y memorables: "I am the master of my fate:/ I am the captain of my soul", Rupérez cierra con esta amplificación: "Pues sé que yo gobierno el rumbo de mi vida/ y que soy el capitán de mi alma invencible" (cuando, en su texto introductorio, había dado la versión literal y correcta: "Soy el dueño de mi destino:/ soy el capitán de mi alma). Puede alegarse, claro, que la traducción quiere ser escandida, como lo es el original, y que a los octosílabos de este corresponden los alejandrinos de aquella. Para lograrlo, hace falta estirar el muy sintético inglés. Sin embargo, no todos los versos de Rupérez son alejandrinos: no lo son "bajo los mazazos de mi pésima suerte" ni "no me preocupa que se cierren las puertas", que tienen trece sílabas; y tampoco "más allá de este lugar de lágrimas y cólera", "ni que llueva sobre mí un sinfín de castigos" o "y que soy el capitán de mi alma invencible", cuyos primeros hemistiquios tienen ocho. Rupérez está especializado, en El País, en la crítica de poesía traducida del inglés, aunque prácticamente nunca dedica ninguna observación a la labor específica del traductor. En esta versión de "Invictus" podría haber sido más preciso.
Por la tarde, salí a dar una vuelta por Sant Cugat. En el paseo frente al ayuntamiento se había instalado un mercadillo. Aunque no era navideño, sino uno de productos agroalimentarios y artesanales que suele organizarse cada cierto tiempo en la ciudad, se beneficiaba de la cercanía del día de Reyes, y estaba muy concurrido. A sus paradas se había trasladado la efervescencia nacionalista que se advierte en los balcones, en las conversaciones y en los medios de comunicación: los fuets descansaban en banderas esteladas; los puestos de pachulí y ungüentos varios estaban presididos por lemas independentistas; abundaban los tenderetes que vendían baratijas históricas: reproducciones de mapas del siglo XVIII en los que Cataluña aparecía como una territorio europeo independiente, yelmos cuatribarrados de cuchufleta, sant jordis con la camiseta del Barça; y en otros se dispensaban, a un módico precio, insignias, adhesivos y sudaderas favorables a la secesión. Con algunos era difícil no estar de acuerdo: "Dimitir no es un nombre ruso"; otros, la mayoría, eran solo una pequeña gamberrada, que tenían la virtud de identificar al grupo, de señalizar sus fronteras y ponerlas en el pecho, para distinguir, en el maremágnum de todas las causas posibles, a los partidarios de los que no lo son: reconocer a los tuyos siempre es tranquilizador. La leyenda que más me gustó, no obstante, no estaba en ninguno de los stands por los que pasé, sino en una pared cercana: unos ácratas, que Dios los bendiga, habían escrito: "Liberqué, igualquién, fraternicuándo".
Ay sí, Rupérez, ese crítico generoso hasta el exceso con los traductores. Otro ejemplo de hinchazón, esta vez biográfica, puede leerse aquí:
ResponderEliminarhttp://biblioteca.ucm.es/escritores/angel_ruperez/index.php
Como suele decirse, sin desperdicio. Y sin comentario...
Es alucinante lo que cuenta ese hombre en el enlace que indicas. Su currículum parece estar únicamente compuesto por una constante competición con grandes poetas en premios literarios de los que ha salido inevitable e injustamente derrotado, en algún caso debido a las malas artes del vencedor. A veces pienso que, para que se pierda la honradez, es necesario que antes se pierda la vergüenza y el pudor.
EliminarUn gran abrazo, querido Jordi.
Es de Neorrabioso!! (un buen poeta de la calle)
ResponderEliminarUn abrazo
Tomo nota del nombre del autor, querida Amelia. Gracias por el dato.
EliminarOtro beso.