A Rafael Álvarez, el Brujo, lo he visto actuar en el teatro tres veces. La primera fue a mediados de los ochenta, en la versión de El lazarillo de Tormes de Fernando Fernán Gómez, en el Villarroel de Barcelona. De aquella interpretación, que recuerdo prodigiosa, se me han quedado en la memoria varias cosas: el gesto torcido, ácido, socarrón, lastimoso, del artista; su aire clásico, de intérprete forjado en los papeles del Barroco (aunque él ayer recordara sus inicios vanguardistas, cuando representaba La escuela de los bufones, de Michel de Ghelderode, o El juego de los insectos, de los hermanos Capek); y el estribillo "¡hambre!, ¡hambre", que funcionaba a modo de cortinilla entre las diferentes partes de su monólogo: el hambre se afirmaba, así, como el motor de todos los actos -y la justificación de la existencia, de hecho- del pobre Lázaro. Todavía hoy, cuando quiero comer, mascullo, como el Brujo: "¡hambre!, ¡hambre". La segunda fue hace mucho menos tiempo: el verano pasado, en el teatro romano de Mérida. Representaba allí Rafael Álvarez El asno de oro, de Apuleyo, y asistir a la función se me antojó una buena forma de romper la monotonía veraniega. Además, me intrigaba saber cómo había montado una obra dramática a partir de un texto novelístico que es, en rigor, irrepresentable. Bajo la luna llena de julio, y arropado por las esbeltas ruinas del teatro romano, el Brujo volvió a fascinarme. Ahora no tanto con una versión seca, chisporroteante, de un texto de los siglos de Oro, como El lazarillo de Tormes, sino con un producto cuidadosamente desordenado, posmoderno, metateatral, en el que la risa era rey, sembrado de morcillas afortunadas (de otra naturaleza, pero igualmente gloriosas, que las que nos habíamos zampado, con Elías Moro, antes de la representación, en una taberna de la ciudad) y de críticas a la actualidad: una mezcla de juglaría, bufonada, poesía y realismo social. Ayer volví a ver a el Brujo en otro texto de la antigüedad clásica, nada menos que La odisea, de Homero. Fue en el teatro Condal de Barcelona. Como en Mérida, había un buen aforo, pero no estaba lleno. Que la entrada costara, sin descuentos, 30 euros quizá tuviese algo que ver con ello (y, como el propio Rafael Álvarez recordó a lo largo de la función, que el IVA del teatro sea del 21%, comparado con el 10% del fútbol, por ejemplo, quizá también). La seducción del actor funciona desde que aparece en escena, aunque en esta ocasión no aparece en escena, sino por una puerta lateral, desde la que pasea por la platea, declamando los hexámetros de Homero y saludando a los espectadores. Rafael Álvarez -un hombre bajito, ligeramente gordezuelo, con un pelo ahuecado y canoso rodeando la coronilla desvalida, como un tricornio agujereado y sin puntas- posee todas las virtudes del buen histrión, a las que se suman unas tablas que pocos pueden igualar en la escena española actual: tiene fuerza dramática y vis cómica; domina el ritmo, y maneja las pausas y los silencios como nadie; es ingenioso y un hábil improvisador; no desdeña la gestualidad y el mimo; y no se deja arrastrar por el aparato escenográfico: su austeridad, sin embargo -su minimalismo-, resulta muy eficaz. El Brujo hace con el público lo que quiere. Transita de lo lírico a lo cómico, y al revés, con una facilidad pasmosa. Cuando te ha atrapado con un monólogo dentro del monólogo sobre la política o la sociedad actuales, y uno apenas puede dejar de reír, se interrumpe de golpe y pasa a un momento de recitación, o de silencio, en el que solo resuenan en la sala los versos homéricos, declamados por su voz de plastilina, capaz de todos los disfraces. El Brujo utiliza la risa para que bajemos la guardia y, cuando ya nos hemos despojado, a carcajada limpia, del alambre de espino del malestar y la indignación, y estamos inermes ante él, entonces suelta las frases de hondura, las cargas de profundidad, que sumen al respetable, hasta ese instante zarandeado por el humor, en un silencio reflexivo, que no dura ni un segundo más de lo que él quiere que dure. El espectáculo sigue siendo, como El asno de oro, una fantástica mezcla de discursos y registros, y también una pieza consciente de sí, de que es teatro, de que es un acto de seducción protagonizado por un profesional de la escena, que no elude reconocerlo así, para, de este modo, seducir más todavía: haciendo suyas las objeciones que impidan la suspensión de la incredulidad, desarma al discrepante y se afirma con más poder, con más hechizo. El Brujo se aparta de todas las convenciones de la dicción y del atrezzo, de todos los estímulos estructurales y las apoyaturas formales, y se mueve sin parar -casi baila- en un milimétrico frenesí de cambios de ritmo, y paréntesis, y zigzagueos. En La odisea mezcla el monólogo propio -en aquel remoto Lazarillo de los ochenta ya lo practicaba con acierto, adelantándose varias décadas a su popularización televisiva- y la escenificación del texto griego, y lo hace en ambos casos con la misma fuerza. Los pasajes recitados de la epopeya homérica resultan de una belleza difícilmente soportable, y me sigue maravillando que algo compuesto hace tres mil años por un poeta ciego nos perturbe e interpele todavía como lo hace La odisea. El Brujo lo demuestra con su versión, y Homero estaría encantado.
Grande, muy grande, El Brujo. Aún no he podido ver esta Odisea, que ya me conquistó, desde su publicidad en la radio, con tan solo escucharle recitar los bien escandidos hexámetros de Homero: «Y a la puesta de sol devoramos con calma la carne abundante». Recuerdo como una de las noches teatrales más felices de mi vida de espectador su interpretación de La taberna fantástica, de Sastre. Creo que nunca he visto a nadie hacer de borracho con tanta lucidez. Ni siquiera al Jack Lemmon de Días de vino y rosas.
ResponderEliminarSí, querido Alfredo, El Brujo es uno de nuestros mejores actores, y mucho menos conocido que otros de presencias televisivas y revisteriles. Así sucede, por desgracia, en el mundo de la interpretación, y en todos.
EliminarUn gran abrazo.