Hace quince días murió Juan Gelman; hace cinco, José Emilio Pacheco; hace dos, Fernando Ortiz; y ayer, Félix Grande. Todos eran poetas. Llevamos una mala racha en enero, una de las peores que recuerdo, y lo primero que se me viene a la cabeza, estúpidamente, es el poco caso que ha hecho la providencia de sus brindis de año nuevo. Hace un mes, seguramente todos ellos expresaban sus votos, como nosotros, por que 2014 fuera una año próspero y lleno de felicidad, aunque supiesen -varios estaban gravemente enfermos- que no iba a serlo. Los rituales nos consuelan -por eso hay tantos-, pero ni siquiera rasguñan a la realidad. De los poetas fallecidos, yo sentía fervor -y sigo sintiéndolo al leerlo: eso es algo que no le arrebatará la muerte- por Gelman, y también Grande me proporcionaba un gran placer; José Emilio Pacheco me resultaba demasiado austero para mi sensibilidad, aunque reconozco la pulcritud y la hondura de su obra; y Ortiz no me gustaba en absoluto, más aún, me repelía. Sin embargo, hoy no quiero criticar a ninguno de ellos. Unidos desgraciadamente por la muerte, todos adquieren un fulgor singular, y todos merecen nuestro respeto por haberse atrevido a combatir, cada cual a su modo, las miserias de la realidad y el absurdo de la vida con algo tan liviano, tan desvalido, como hacer arte con palabras. Ayer supe de la muerte del último de ellos, Félix Grande, cuando cruzaba el puente Alberto: leí la noticia en El País. En aquel momento de tránsito -el suyo y el mío-, el mundo parecía tristemente homogéneo: la tarde se difuminaba en el ocaso, y la grisura de la luz que huía se sumaba a la del agua del Támesis, tenuemente plateada, y a la de la bruma, espectral, deshilachada entre los plátanos y los sauces. Todo, aire, agua y cielo, parecía cristalizado en una cendal de estaño, envuelto en un sudario sombrío, desgarrado apenas por el frenesí lumínico de los puentes -el de Chelsea, en la distancia, y el del propio puente Alberto, tan cascabelero- y los puntos suspensivos de las farolas y los coches en ambas riberas del río. Pensé entonces en mis propios poetas muertos, aquellos que he conocido y tratado, y que ya no están. Son unos cuantos: Claudio Rodríguez, el más señero; Antonio Fernández Molina, un manchego postista transplantado a Zaragoza y luego a Mallorca, que se lamentaba amargamente, en sus últimos años de vida, de que el mundo no hubiera reconocido su genio; y Manuel Vázquez Montalbán, asimismo magnífico poeta, aunque desdibujado por su exitosa condición de periodista y narrador, pero cuyo afán último fue siempre lírico. Y también otros, menores, aunque engrandecidos por su indeclinable vocación poética: Marie-Alice Korinman, una suavísima francesa, de larga melena cana, afincada en Castelldefels, que escribía poesía y novela en castellano, cuyo último libro, Luz de invierno, prologué; Florentino Huerga, un comunista fenomenal, activísimo, lúgubremente bienhumorado, del que Vázquez Montalbán hablaba maravillas, y no sin razón, porque su poesía es más que meritoria; José Manuel de la Pezuela, artista plástico y poeta razonablemente oculto, con el que solo coincidí un par de veces en Barcelona, pero del que guardo un buen recuerdo, porque se rió cuando me oyó decir, ya no me acuerdo de en qué penosa circunstancia, que había que sodomizar a los ángeles; Luísa Villalta, poeta y violinista gallega, a la que conocí en un encuentro poético en Portugal, y con la que estuve escribiéndome algún tiempo: era una hermosa mujer, muerta a los 47 años, que en sus cartas me preguntaba por la identidad: "¿cómo llevas la identidad?", me decía, "¿ya has resuelto ese problema?"; y Daniel Riu Maraval, vecino mío de Sant Cugat, a quien le gustaba firmar así, con sus dos apellidos, y que permaneció fiel a la poesía -en su caso, de honda raíz humana- a lo largo de una vida terriblemente dedicada al Derecho y a la actividad inmobiliaria. Estos son mis muertos. También ellos eran mejores y peores, pero todos brillan en mi memoria con ferocidad de fuego. Habrá otros, hasta que yo mismo sea un muerto más. Ojalá alguien me acoja entonces en el recuerdo, por lo que he sido, pero, sobre todo, por lo que he escrito.
Hola Eduardo: Qué casualidad!! Ayer mismo estuve releyendo alguno de sus poemas del libro (casi dos kilos de peso) Poesía reunida; permíteme escribir unos versos del poema -La situación- del Emperrado corazón amora:
ResponderEliminarEn la intemperie de dos cuerpos
se sabe haber lo que no
se puede haber y el tiempo y la memoria
tejen una belleza diferente.Lento
es el abismo donde se hunden
las asambleas del odio y todo
es un pedazo, menos
el aire absuelto por vos.
Gracias!
Un abrazo
En unos días volveré a leer tu -Corazón, la Nada-, que me gustó mucho!!
Qué gran poema este, de Gelman, Amelia. Gracias por traerlo al blog. Y ojalá que El corazón, la nada, uno de mis libros más escondidos, te guste tanto en la relectura como la primera vez.
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