Yo había ido poco a los Encantes: me pillaba lejos de casa, y, además, lo tenía por algo antiguo. Y lo era, ciertamente: se remontaba al siglo XIII; desde entonces ha habido en Barcelona mercados en las calles y plazas, de los que este era el último representante. Pero mi imaginación no se iba tan atrás: yo situaba los Encantes más bien como una cosa de posguerra, adecuada para la supervivencia del populacho, y moderadamente sórdida. Alguna vez había acompañado a mi padre, que, como buen hijo de aquella época tenebrosa, sentía por los Encantes una afinidad que a mí me resultaba difícil compartir. Él iba al mercado como un cazador a la espesura y, aunque raramente cobraba buenas piezas, volvía siempre con la satisfacción de la busca, de la expedición, de la aventura; igual que cuando visitaba los domingos el mercado de San Antonio -al que yo sí lo acompañaba con frecuencia- para hacerse con libros viejos, y hasta con libros, guau, prohibidos por la censura. La última vez que anduve con él por los Encantes fue para comprar una mesa de comedor. Teníamos poco dinero, y él se las apañó para encontrar un puesto de muebles en el que una mesa de pino macizo -con tablero de melamina, eso sí- salía por cuatro duros. Nos hicimos con ella, desde luego, y, aunque al cabo de unos años la sustituimos por otra de mayor prestancia, ahí sigue, en el desván, robusta, incólume, casi indestructible, con sus cuatro patas y su tablero de melamina y su madera de pino mediterráneo. Desde entonces no había vuelto a visitar los Encantes: me pillaba lejos de casa, etcétera. Sin embargo, supe del plan del Ayuntamiento de Barcelona de sustituir el viejo mercado y remodelar la plaza de las Glorias en la que se encontraba. Los Encantes se trasladaría a un emplazamiento cercano, moderno, limpio, superferolítico; un emplazamiento acorde con los tiempos y con el perfil contemporáneo de la ciudad. El plan tropezó con sucesos imprevistos, como que lloviera. Cuando ya se había construido casi enteramente la cubierta -semejante a los hongos que protegen las gasolineras de Repsol, pero ondulantes-, cayó un buen chaparrón, y el lugar se inundó. Los patos y las palomas estaban felices, pero el Ayuntamiento no. Por suerte, llovió cuando los comerciantes aún no se habían instalado, porque, si no, el naufragio se habría llevado consigo todos sus enseres, y ellos, probablemente, habrían pegado fuego al Ayuntamiento. Se conoce que los arquitectos habían diseñado un icono de la modernidad, como la torre Agbar o el campo del Barça, pero se habían olvidado de que en las ciudades llueve: un trabajo digno del estudio de arquitectura de Santiago Calatrava. Al poco del incidente, me tocó auditar una entidad de la Generalitat que tiene su sede muy cerca de la plaza de las Glorias, y decidí ocupar el rato del bocadillo visitando los Encantes. Yo lo recordaba como un lugar vetusto, pero mi memoria era benevolente: me pareció un lugar zarrapastroso. Toda la mugre, toda la miseria de la ciudad, se concentraba en aquel laberinto de callejas y pasadizos. Los puestos se disponían en las resquebrajadas casetas de yeso y ladrillos, o bien en el suelo, donde se desperdigaban libros, ropa, pequeños electrodomésticos, zapatos, objetos de decoración y cualquier cosa imaginable. Había comercios de artículos nuevos y de segunda (es un decir: debían de ser de vigésimotercera o vigésimo cuarta) mano, pero los primeros no diferían nada de los que se encuentran en los todo a cien de los chinos. Sobresaltaban los olores de los muchos puestos de comida: olores a fritanga, a pimientos asados, a carne recocida, a tintorro, a lejía. Y llamaba la atención la abundancia de vendedores extranjeros, sobre todo, magrebíes, que voceaban con su acento entre gangoso y angosto. De hecho, los españoles eran minoría, aunque una minoría privilegiada, porque suyos eran casi todos los puestos a resguardo y medianamente adecentados. Los moros chamarileaban con una mezcla de agresividad y pereza: asaltaban a los paseantes con oferta estentóreas, pero desdeñaban el cuidado del género: los objetos languidecían en el suelo, en mantas polvorientas, sobados por miles de manos, y hasta pisados por miles de pies. Porque, si uno quería llegar a algo en el centro de la manta, tenía que avanzar por entre lo dispuesto a su alrededor, y no era infrecuente que aplastara otra cosa. Así sucedía, sobre todo, con los libros. Los montones que se apilaban aquí y allá eran pasto de las manos afanosas de los buscadores de tesoros y de los pies, no menos urgentes, de quienes lo consideraban un obstáculo para acceder a un magnífico cuadro de payasos llorando o un interruptor para el retrete. En muchos casos, los volúmenes estaban desencuadernados, y las páginas de unos y otros, arrancadas, se mezclaban en un inextricable montículo de papel; en algunos casos, de pasta de papel. Era un espectáculo doloroso. Los libros eran mi único objetivo, y, dado su estado lamentable, yo me acercaba a ellos como el filántropo que quiere rescatar a un huérfano de la inclusa, o a un tísico del sanatorio. Cada día de los muchos que pasé auditando aquella entidad, me dedicaba a un puesto, y removía las hileras o los montones de volúmenes en busca de algo valioso o, por lo menos, interesante. Pero aquello era un cementerio de vulgaridades, una fosa de páginas cloradas y amarillentas, un estercolero de Reader's Digest, de ejemplares de la colección RTVE, de libros de cocina, de panfletos de la izquierda antifranquista, de obras que divulgaban, en los años 70, la vida social de los insectos o las costumbres sexuales de los habitantes de la Polinesia (aunque, bien pensado, este último no carecía de atractivo). Muchos de esos libros se desmigajaban en las manos al cogerlos. Todos olían, lacerantemente, a humedad y a polvo. Ninguno valía nada, aunque no pude resistir la tentación de comprar algunos que me parecieron menos indignos: un volumen, con muchas fotografías, sobre la historia de Aragón; un libro de viajes de un autor falangista que no escribía mal; un poemario con delicadas ilustraciones a plumilla. Los Encantes no me parecieron un paraíso pintoresco, sino un infierno liviano: allí se reunían los necesitados del mundo, las amas de casa sin presupuesto, los inmigrantes sin presupuesto y sin papeles, los raterillos y los buscavidas; y algún turista despistado o curioso circunspecto, como yo. No me gustaban, como no me habían gustado nunca. Sin embargo, eran, probablemente, el último reducto de una ciudad que fue; eran el mundo que había conocido, que había vivido, mi padre, y, con él, cientos de miles de personas de su generación; eran un trozo de vida, un fragmento caleidoscópico de la historia, que iba a desaparecer para siempre con el nuevo mercado, cuya función no era otra que ocultar la pobreza. Con los Encantes nuevos, la pobreza se recicla y se convierte en un espectáculo visible, en algo que no resulta vergonzante contemplar. Quizá con ello Barcelona gane prestancia posmoderna, siempre que un nuevo chubasco no agüe la fiesta, pero pierde, sin duda, mucha de su carne urbana, de su realidad viva, de aquello que la ha hecho ser como es, para bien y para mal.
Los Encantes, con su encanto!!
ResponderEliminarLa primera vez que estuve allí, año 1986-87? compré el Código de Comercio de 1829 -muy perjudicado-, que luego he regalado a un compañero amigo, recuerdo que pagué por él 200 pesetas, era un billete de 200 pts. (en aquella época mucho dinero; hoy, 1,20 €!!
Me ha gustado leerlo.
Un Abrazo