A quien primero oí hablar de Samuel Johnson fue, como en tantas otras ocasiones, a Jorge Luis Borges, aunque el argentino se refería a él, con reverente formalidad, como doctor Johnson. Ciertamente, este doctor no figuraba en los manuales entre los escritores ingleses más destacados -o, por lo menos, yo no lo recuerdo-, y por eso que Borges lo tuviera en tan alta estima me intrigaba y, con el tiempo, me indujo a descubrirlo. Lo hice en una edición de Cátedra de Vidas de los poetas ingleses, su último trabajo importante, publicado en 1781, que me fascinó por la riqueza y, a la vez, la precisión de su prosa, por la fluidez y el encanto del discurso, y por el espíritu moderno que lo animaba. La crítica literaria del siglo XVIII -Vidas de los poetas ingleses es un conjunto de ensayos críticos y biográficos sobre 52 autores en lengua inglesa- suele ser una masa de superficialidades, que alaba el decoro del autor o la gracia con la que pinta a los personajes, sin que en ningún momento penetre en la manufactura del texto, o analice su correspondencia con la sociedad en la que ha surgido, o desvele sus claves ideológicas y estéticas. Johnson, por el contrario, examina los mecanismos expresivos y la arquitectura de las obras, y descubre fatigas, prejuicios y errores: se sumerge en los textos y ayuda a entenderlos: a interpretarlos. Más tarde leí otra obra suya, Falkland-Malvinas. Panfleto contra la guerra, dada a conocer en 2012 por la benemérita editorial Fórcola, que me ratificó en esa modernidad del pensamiento de Johnson que ya había advertido en Vidas de los poetas ingleses: que un conservador como él suscribiera un discurso antibelicista como ese, en un conflicto, además, que afectaba a la soberanía de su país, se me antojó, no solo audaz, incluso temerario, sino radicalmente contemporáneo. Pero esa es una de las características, precisamente, de Johnson: su capacidad para defender racionalmente lo que cree justo, con independencia de que se adecue a sus gustos, debilidades o preferencias personales. Lo que no significa que no siga practicando estos con el denuedo de un caballero consciente de sus limitaciones y reacio a vencer a la tentación, sino más bien proclive a caer en ella. Hoy sigo leyendo La vida de Samuel Johnson, la monumental, por minuciosa, biografía de James Boswell, y en los anaqueles me espera Viaje a las islas occidentales de Escocia, el relato del recorrido que hizo en 1773, con su biógrafo, por las tierras altas escocesas y el archipiélago de las Hébridas, que promete delicias sin cuento, entre otras cosas, por su no excesivas simpatías por los habitantes de aquellas tierras: los relatos a contrapelo siempre resultan más divertidos que los obsequiosos. Sin embargo, el mayor legado del doctor Johnson a la literatura inglesa y a la historia de su lengua ha sido el Diccionario de la lengua inglesa, compuesto entre 1747 y 1755, y publicado en este último año, y que ha sido, hasta no hace mucho, el diccionario de referencia del idioma. Para su elaboración, Johnson se proveyó de un equipo de ayudantes, a los que él alojaba y pagaba. El trabajo, documentado en miles de fichas, fue monstruoso, pero la retribución que él obtuvo, muy escasa, porque los honorarios que le pagaban los libreros se iban, casi enteramente, en el mantenimiento del equipo de lexicógrafos. El Diccionario se compuso en la casa en la que entonces vivía Johnson, cerca de Fleet Street, nombrada por un río que antes cruzaba Londres y que ahora fluye subterráneamente, y en la que antiguamente se concentraban las redacciones de todos los periódicos de la ciudad, como acredita el seudónimo la calle de la tinta. Hoy, en Fleet Street, ya no quedan diarios, pero está Old Bailey, la sede de los tribunales británicos (lo que garantiza igualmente una notable provisión de tinta); una aromática tienda de Twinning's, cuyas dependientas huelen tan bien como los tés; la delegación de la Generalitat de Cataluña (que no se reconoce por ninguna placa a la entrada, sino por una señera que ondea, en la azotea, junto a las muchas Unions Jacks) y del Institut Ramon Llull (integrada, con austeridad luliana, por una oficina y una funcionaria) en Londres; y una estatua de Samuel Johnson, en el patio trasero de la iglesia de Saint Clement Danes, que es la iglesia patronal de los daneses de Londres y también de la Royal Air Force: por qué se han juntado daneses y aviadores en ese templo es un misterio que aún no he sabido desentrañar. En esa estatua de bronce, de Percy Fitzgerald, Johnson luce gordo, malhumorado y con una peluca tan henchida como su vientre; también es recio el libro que sostiene en la mano. Muy cerca, decía, está la casa en la que se compuso el Diccionario, construida en 1700, y una de las pocas viviendas del siglo XVIII que han sobrevivido a tres siglos de incendios, bombardeos y especulación inmobilidaria en Londres (y la única que se conserva de las 18 en las que Johnson vivió). Hoy se puede visitar. Está en Gough Street, tiene cuatro pisos y reúne una interesante colección de pinturas y mobiliario de la época. Lo más atractivo, sin duda, son las ediciones del Diccionario que contiene. Una copia en papel plastificado está a disposición de los visitantes, para que la consulten y manoseen, y allí se pueden leer algunas de las legendarias definiciones que Johnson dio de las cosas. Por ejemplo, de la avena. El Diccionario afirma lo siguiente: "Avena, sust.: Cereal que en Inglaterra sirve de alimento a los caballos, pero del que en Escocia se alimentan las personas". Cuando una dama escocesa, indignada, arguyó que en Escocia también se daba avena a los caballos, el doctor Johnson precisó: "Me alegro, señora, de que en Escocia se cuide tan bien a los caballos como a las personas".
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