Esta es la duda que planteaba un lector de este blog, que hace un par de días dejó un comentario en la entrada "Programas hacedores de siestas" que, para quien no haya reparado en él, reproduzco aquí: "Curioso leer estos monólogos de intimidades o cotidianeidades (sic), descritas con buena prosa, pero por otra parte tan alejadas del poeta que conocíamos. ¿Es esto literatura? Lee uno en Bataille: 'La literatura es esencial, o no es nada'". Poco después de que colgara este comentario en el blog, llegó otro que le daba respuesta, y que también copio: "No veo por ningún lado, compañero de arriba, que aquí ponga que se escriba poesía, o, si me apuras, literatura alguna. Más bien es un diario". Muchas cosas me llaman la atención de este singular intercambio. En primer lugar, el anonimato. Sigo sin entender por qué la gente rehúye identificarse cuando se enzarza en un debate. En este caso, ni Lector -así se llamaba el remitente del primer comentario- ni Anónimo, como se identificaba el segundo, han sido maleducados. Ambos han expresado su opinión: la de Lector, crítica con mi blog, y la de Anónimo, crítica con la de Lector. Pero no ha habido en sus palabras groserías ni desplantes: solo la emisión de un parecer personal, que atañe a algo tan inmaterial como la literatura. ¿Por qué, pues, el anonimato? ¿Qué daño podría seguirse de que yo -y todos- supiéramos que alguien a quien podemos reconocer considera que estas corónicas son una menudencia, y que otra persona, en cambio, que también sabemos quién es, las reputa un diario? ¿Qué perjuicio habría para nadie por sostener, con su nombre y apellidos, un diálogo civilizado sobre un asunto estético, en el que caben infinitas sensibilidades e infinitos puntos de vista? Lo segundo que me sorprende es que alguien a quien mis entradas le parecen inesenciales y aliterarias siga leyéndolas. Este es un misterio aún mayor. Me permito, pues, sugerirle a Lector que no las lea, porque, si la lectura no es un placer, antes que cualquier otra cosa, no es nada. Pero voy ya al fondo del asunto, que es lo que me interesa. Y aquí debo volver a Anónimo, cuya intervención agradezco cordialmente, y que ofrece la respuesta más sintética y cabal al problema: Corónicas de Ingalaterra es un diario. Eso eran los blogs en su origen: cuadernos de bitácora en los que los navegantes consignaban las "intimidades y cotidianidades" de sus periplos: desde la discusión en la sentina por una botella de ron hasta el avistamiento de una isla desconocida. Yo no me he planteado otra cosa, en el convencimiento de que las "intimidades y cotidianidades" de algunas personas, si estás relatadas "con buena prosa", como concede Lector en mi caso, me acercan más al corazón del mundo, al latido irrepetible de la existencia, que cualquier novelón de quinientas páginas e incluso que los cejijuntos poemarios de los estructuralistas franceses. En mi opinión, ese es el fin más alto de la literatura: hacernos sentir más, vivir más, ser más: intensificar la vida, hasta que nos duela esa plenitud mostrenca e incomprensible. Y eso -hablo ahora por mi experiencia como lector- me lo proporcionan más, al menos últimamente, los géneros más personalistas, más próximos a la biografía -diarios, memorias, epistolarios, crónicas, autobiografías-, que los considerados estrictamente de ficción. Por ese motivo he abierto un diario yo mismo, aprovechando una circunstancia personal como es mi establecimiento en Londres. Pero la crítica de Lector va más allá, porque cuestiona implícitamente la naturaleza literaria de los diarios, o, al menos, de este diario. Para ello se vale de un argumento de autoridad: esa frase de Bataille que tanto me recuerda a lo que decían los curas de mi infancia: "Cataluña será cristiana, o no será". La formulación es maniquea y reduccionista: la literatura ha de ser esencial y solo puede ser esencial. Pero ¿en qué consiste ser esencial? ¿Qué es una literatura esencial? ¿Es esencial solo lo grave, lo lírico, lo elevado? ¿No es esencial el humor? ¿No son esenciales las "intimidades y cotidianidades" que nos cuenta Marcel Proust en En busca del tiempo perdido? ¿No lo son las que nos da a conocer Kafka en la Carta al padre? Y el Libro del desasosiego, ¿no está lleno de minucias, y hasta de habladurías de escalera de vecinos? Lo esencial, a veces, es lo mínimo, lo que anida más cerca de la gota de sangre o de sudor, lo en apariencia insignificante, pero grávido de sentido humano, de realidad tangible, de calor o desesperación. Lo esencial es una sonrisa al pasar, una observación frívola, un juego de palabras, una nadería: eso, dicho, escrito, vivido, quizá nos haga sentir más vivos, y entender mejor nuestra propia condición de seres vivientes, y disfrutar de ese hecho ineludible y fatal con un desgarro y una inocencia que acaso una escultura de Fidias o un soneto de Góngora no nos proporcionen. Lo esencial, tal como yo lo entiendo, a veces tiene que despojarse de la forma, luchar por desembarazarse de tanto artificio literario, de tanta ropa de palabras -sabiendo, no obstante, que es imposible-, para alcanzar una desnudez en la que renacer. Fidias y Góngora siguen teniendo sentido, pero también lo tienen César González-Ruano y Miguel Sánchez Ostiz. Los diarios son literatura; desde luego que lo son. Más aún: son un verdadero tesoro literario. Vuelvo a las preguntas: ¿el diario de Amiel no es una obra cúspide de la literatura del yo? ¿Y el de Jules Renard, lleno de ingenio, de maledicencia, de sabiduría, y tan humanamente consciente de su contradicción: dependiente del mundo para existir, pero acerbo con ese mismo mundo que lo sostiene; feroz con casi todos, pero radicalmente necesitado del prójimo? ¿Y el diario de Samuel Pepys, otra narración plagada de "intimidades y cotidianidades" (entre ellas, algunas que nos revelan que era un funcionario razonablemente venal, además de un adúltero contumaz), que nos ha legado el mejor fresco de la Inglaterra del siglo XVII, mucho mejor, desde luego, que muchas otras obras que sus autores reputaban "esenciales", pero que hoy descansan en el más esencial de los olvidos? ¿Y La vida de Samuel Johnson, de James Boswell, esa biografía que no es sino una consignación diaria de los actos del Dr. Johnson, aun de los más nimios, y sus opiniones? ¿O Borges, ese otro diario del escritor argentino, compuesto por su amigo Adolfo Bioy Casares, que nos lo muestra con toda la descarnadura de alguien que se pasea por su casa y se pronuncia sobre cualquier asunto con la libertad que eso le concede? No pretendo comparar mis humildes Corónicas con ninguno de estos libros ni con ninguno de estos escritores. Simplemente, quiero recordar que todos estos "monólogos de intimidades y cotidianidades" constituyen un capítulo esencial de la historia de la literatura, y uno, además, para mí, especialmente placentero, más aún, especialmente literario, porque, como he dicho al principio, se ahínca en el instante palpitante y fugaz que somos, en la vivencia estricta de lo que nos rodea, en el hecho, tantas veces ajeno al educado decir de la literatura que nace con la voluntad de ser esencial, de estar vivos, y de saber que tenemos que morir.
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