El Vesubio es un volcán, pero también un restaurante italiano de Battersea. Conocemos todavía poco el barrio, y ayer decidimos explorarlo algo más, aprovechando que era el cumpleaños de Álvaro: la comida de celebración nos serviría para descubrir algún local nuevo y hablar con la gente. Los lugares son su gente. Por grandiosos que sean los edificios o los monumentos, solo son piedras. El calor de un sitio, o su frialdad, lo dan las personas. La razón por la que elegimos un restaurante desconocido como El Vesubio fue simplemente económica: forma parte de un conjunto de locales de restauración que ofrece descuentos importantes. En Londres, donde un plátano vale lo que una esmeralda, estas cosas son importantes, sobre todo cuando somos tres a comer. Vamos por Battersea Park Road, admirando el paisaje urbano. En un punto de la calle, nos cruzamos con una señora con un gorro naranja, unas zapatillas deportivas color verde pistacho y dos perros, asimismo anaranjados, que parecen leones. Un poco más allá, pasamos por delante de un conjunto restaurado de casas de los setenta, Dovehouse, con fachadas de piedra y puertas pintadas de azul. En lo alto de la fachada central hay un medallón blanco con el relieve de una paloma. Son casitas adosadas, muy pequeñas, pero, cuando una puerta se entreabre y lo que uno cree que va a salir es un hobbit muy abrigado, porque hoy hace un frío de mear a cubitos, aparece una octogenaria con un abrigo rojo, un paraguas como una pértiga y una expresión que podríamos traducir por: "¿Qué estás mirando? Yo aquí quepo muy bien". Dovehouse, y la iglesia que la flanquea, son islotes de piedra. A su alrededor se despliegan el plástico, el hierro y el cemento. Su rusticidad convive con el espíritu fabril de la zona, y esto se me antoja muy londinense: el amontonamiento de estilos arquitectónicos diferentes, o de la falta de estilos arquitectónicos. A una casa tudor o una construcción victoriana sigue un almacén de ladrillo ennegrecido, y a este, un bloque de viviendas de protección oficial, y más allá, una escuela moderna, y más acá, un centro comercial. El conjunto, inarmónico, sugiere una extraña armonía. El Vesubio se encuentra en un tramo anodino de Battersea Park Road, rodeado por tiendas y otros bares. Es un cubículo breve, como tantos otros en una ciudad en la que el metro cuadrado se cotiza a precio de oro. Nos sorprenden los modales deliciosamente anticuados de los dueños, un matrimonio de mediana edad: nos abren la puerta, nos reciben ambos en persona, nos indican la mesa en la que podemos sentarnos, se encargan de los abrigos. Claro que no hay más clientes que nosotros. Si los hubiera, la atención tendría que repartirse. Pero nos gusta esta obsequiosidad ceremoniosa que ya casi nadie observa en ningún sitio. El hombre, calvo, habla un inglés dificultoso; de hecho, le cuesta encontrar la palabra para "carne". La mujer no se expresa con mayor fluidez, aunque pasaría por inglesa: es de un rubio intenso, y muy clara de piel. No tienen carta: cantan los platos a viva voz, y remiten a una pizarrita colgada en la pared para que sepamos de qué vinos disponen: todo es enternecedoramente pedestre. Pedimos una bruschetta de entrante, tres ragús, una ensalada y una pizza diavola, y parten enseguida a preparárnoslo todo sin haberse acordado de preguntarnos qué queremos beber. Reclamamos cerveza y vino. Luego vemos cómo el señor apresta, delante de nosotros, la bruschetta y la pizza, y renuevo mi fe en la simplicidad. Todo es, además de pedestre, exquisitamente elemental: el tomate y la albahaca en el pan, y el tomate, el queso y el chorizo en la masa. El cocinero se mueve con una insólita dignidad, con una sabiduría antigua, sin prisa, colocando con esmero cada ingrediente en su lugar. Paradójicamente, su lentitud hace que el plato esté cocinado enseguida. Apenas hemos dado cuenta del ragú -abundante, con una pasta fresca que resucita a un muerto-, cuando la pizza ya humea ante nosotros. Aunque nos queda poca hambre, nos la zampamos como si viniéramos de una hambruna. Al hacerlo, recuerdo la mejor pizza que he comido en mi vida: una margarita en Nápoles. Me habían invitado a leer poemas en el Instituto Cervantes de la ciudad, y el director del centro, el amabilísimo José Vicente Quirante, había dispuesto una cena de honor en un restaurante adyacente. El honor, desde luego, era de la pizza, un prodigio de sencillez y de sabor. También los dueños de El Vesubio son napolitanos, y se nota: en el nombre del restaurante y en la calidad de la cocina. La señora, por fin, nos regala unos dulces de la casa y nos sirve el café, al que yo añado licor de huevo. Hemos comido como pelícanos, pero el ágape nos sale por 43 libras: un regalo. Por si fuera poco, no nos han contado la bruschetta; cuando se lo hago notar al dueño, también nos la regala. La dicharachería que suscita una buena comida me lleva a preguntarle a la pareja si hace mucho tiempo que viven en Londres. Sé que no, por su acento, pero me apetece conversar. Nos cuentan que se establecieron hace solo seis meses. No es difícil tampoco imaginar por qué. Observo en ambos un cierto recato, como si ocultaran algún sufrimiento, alguna ilusión frustrada, y como si hicieran un esfuerzo consciente por disimular el que les procura también esta nueva situación, este nuevo -y difícil, con cincuenta años- inicio. Cuando me intereso por la marcha del negocio, el señor me responde: slow. Va despacio. Y añade: hay mucha competencia. Lo cierto es que hemos estados solos toda la comida, excepto por una chica que ha entrado a tomarse un café. Nos estrechamos las manos, en las que aún noto la humedad de la harina, y les prometemos volver. Lo haremos, sin duda. Al regresar a casa cae una chaparrón bestial, como si todas las furias del cielo se hubieran desatado. El viento convierte las gotas en balas. El frío se radicaliza. La tormenta dura poco, pero lo suficiente como para arrancar ramas y sembrarlo todo de charcos. Es un volcán, pero de agua.
"...y renuevo mi fe en la simplicidad. Todo es, además de pedestre, exquisitamente elemental (...) El cocinero se mueve con una insólita dignidad, con una sabiduría antigua, sin prisa, colocando con esmero cada ingrediente en su lugar. Paradójicamente, su lentitud hace que el plato esté cocinado enseguida."
ResponderEliminarDescribes al cocinero, pero parece que estés hablando de ti y de la confección de este texto sabroso y sin pretensiones.
¡Felicidades a Álvaro!
Álvaro ha celebrado su cumpleaños con un inmenso colchón-puf que le hemos regalado, y está feliz. Y yo también lo estoy por que hayas encontrado el texto "sabroso y sin pretensiones". Esa era justamente la intención: no pretender nada, salvo hacer un texto con sabor.
ResponderEliminarUn gran abrazo.