Hacer spinning es una forma como cualquier otra de torturarse. Hay gente que escala montañas; otros corren maratones; algunos más leen novela histórica o libros de Paulo Coelho. Yo pedaleo en una bicicleta estática. El impulso masoquista del ser humano aspira siempre a alguna redención: en mi caso, me fundo a dar vueltas a los pedales, con la tenacidad de un hámster, para que mi organismo me recompense con un baño de endorfinas. Ciertamente, cuando estoy en lo más arduo de la sesión, siempre dudo de que la retribución opiácea valga el esfuerzo. La frase me ha quedado demasiado fina. Lo que pienso es más bien esto: "¿Pero qué coño hago yo aquí? ¿Por qué cojones estoy pedaleando como un capullo?". Sin embargo, al acabar, el hipotálamo ha liberado ya un chorro de péptidos neurotransmisores que me acerca -aunque solo me acerca- a la sensación de bienestar posterior al orgasmo. La ducha y la cerveza después de la clase redondean ese momento de felicidad. Pero una sesión de spinning es también una magnífica ocasión para observar la diversidad humana y su igualmente vario comportamiento. De entrada, me sorprende cómo viste la gente, tanto hombres como mujeres: con mallas estrictas, parecidas a los trajes de neopreno de los submarinistas; con camisetas de materiales de última generación, como los que usan los astronautas para absorber el sudor y mantener la temperatura corporal; con aparatos en las muñecas y el pecho, que miden las constantes vitales y proporcionan información que permita regular el esfuerzo; con cintas en el pelo, muñequeras fosforescentes, zapatillas de la NASA y guantes de adherencia máxima. Yo voy más estilo señor Barragán. Mi razonamiento es: si aquí se trata solo de liberar toxinas, ¿por qué voy a gastarme una fortuna en esta indumentaria intergaláctica, para luego ponerla perdida de sudor? ¿Por qué no utilizar, mejor, la camiseta más grunge que uno tenga (aquella, por ejemplo, con la que iba a la playa cuando tenía diecisiete años) y un pantalón igualmente menesteroso? Los monitores de spinning son también una especie singular. En España tuve una que parecía Jean Claude van Damme de cintura para arriba y Sharon Stone de cintura para abajo: si alguna vez he creído reconocer a un animal mitológico, ha sido a esa centaura. Por otra parte, la primera vez que vi al que ahora nos da las sesiones en Londres pensé que se había equivocado de clase: parecía que acabase de llegar de un congreso de reposteros. Y era digno de verse cómo aquella anatomía crecida al calor de un número inimaginable de pintas de cerveza y de cottage pies se retorcía en el sillón a una velocidad, no obstante, muy superior a la nuestra, entre efusiones de sudor, rebufos de padecimiento y gruñidos agónicos. Después de la clase, a la que sobrevivimos ambos, conocí su historia: había sido jugador profesional de rugby -para los Rochdale Hornets- y ahora lo era de lacrosse: por eso lucía un tatuaje con dos palos de ese deporte cruzados en la pantorrilla y un montón de cardenales por el resto del cuerpo: en el lacrosse se trata de apalear al contrario, aprovechando la circunstancia de que uno ha de meter la bola en la red. Pero tenía que complementar sus ingresos, y eso le había llevado a hacerse monitor de ciclismo en los gimnasios londinenses. Entre mis compañeros actuales de spinning hay uno que tiene cara de peso wélter, y que siempre entra en clase como si acabase de hacer trescientas flexiones con un solo brazo; otro cuya piel es una perfecta maraña de tatuajes verdirrojos, en los que se mezclan el gótico, el manga, la mitología celta, los mensajes de amor, los gritos de guerra y algunos motivos más, de imposible identificación; y varios cuya obesidad rivaliza con la de Eric, el monitor, pero que no pueden competir con sus piernas, y cuyos gestos, en la cúspide del esfuerzo, me recuerdan a los de Leónidas en el desfiladero de las Termópilas o, más frecuentemente, a alguien que se acaba de pillar el glande con la cremallera. También hay una señorita muy pálida, muy inglesa, de nariz respingona y moño en forma de ensaimada en lo alto de cráneo, que suele ocupar la bicicleta que está delante de mí (entre los practicantes de este deporte hay fototropismos: aunque todas las demás bicis estén vacías, solemos sentarnos en la que nos hemos sentado siempre) y que despliega ante mis ojos unas hechuras admirables. Esas hechuras me distraen, y hasta me consuelan, de las penalidades del ejercicio, pero solo hasta cierto punto. A menudo, el sacrificio al que nos obligan los monitores es tal que todo se nos vuelve borroso, todo se oscurece: la conciencia parece a punto de diluirse, sumida en la amplitud del dolor. Sobreponiéndose a la música infernal que lleva atronando desde el principio y que ha convertido la sala en algo parecido a las mazmorras de Guantánamo, algunos profes gritan: "¡Aquí se viene a sufrir! ¡Aquí se viene a morir! ¡No quiero ver caras que no sean de dolor!". Lo hacen para motivarnos, los pobres, pero a mí, en lugar de animarme a perecer en mi bicicleta, me dan ganas de asesinarlos en la suya. En ese momento de tribulación máxima, cuando me siento al borde del colapso, recurro a un expediente inusitado: yo, un ateo confeso, cierro los ojos, me recojo en mi cuerpo atormentado y recito himnos bíblicos; en concreto, el hermoso salmo de David número 23: "El Señor es mi pastor:/ nada me falta./ En lugares de verdes pastos me hace descansar;/ junto a aguas tranquilas me conduce./ Él restaura mi alma;/ me guía por senderos de justicia,/ por amor de su nombre./ Aunque camine por el valle de la muerte,/ no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo;/ tu vara y tu cayado me infunden aliento...". Todo me agrada de este salmo: los verdes pastos en los que descansar, las aguas tranquilas, la restauración del alma (y del cuerpo), el infundir aliento, que casi no tengo ya; y, sobre todo, eso del caminar por el valle de la muerte, que en mi caso es pedalear por el valle de la muerte, y no temer mal alguno. Fortalecido por el poema, resisto, sobrevivo, no sé cómo, a la calamidad que se ha abatido sobre nosotros, y llego al final de la sesión. También lo hacen mis compañeros gordos, la señorita en absoluto gorda de delante de mí, el peso wélter: todos sobrevivimos, milagrosamente, aunque tengamos el aspecto de haber combatido con una panzerdivision del Afrika Korps en las arenas de Libia. Ahora ya solo queda disfrutar de las maravillosas descargas de endorfinas que el hipotálamo, alabadas sean nuestras glándulas, pone generosamente a nuestra disposición.
Buen artículo.
ResponderEliminarPuede ser una relación de amor-odio entre spinning y practicante, pero no se puede negar que "engancha". Sea por la segregación de endorfinas o por la oxigenación celular que tiene lugar a nivel general, o esa música que a veces parece provenir del mismísimo averno... la práctica de spinning acaba siendo más un pro que un contra, se podría decir que, pese a todo, la mayoría de cosas que aporta son beneficios.
Un saludo