Soy alérgico a las causas: las muchedumbres vociferantes, las manifestaciones unánimes, las luchas colectivas, me repelen. Un individualismo feroz, que crece conforme me voy haciendo mayor, me empuja a la introspección y el aislamiento. Descontando alguna asonada universitaria, a las que me sumaba más por espíritu festivo que por otra cosa, creo que solo he participado en cuatro o cinco manifestaciones en mi vida: recuerdo la del 11 de de septiembre de 1977, en reivindicación del estatuto de autonomía de Cataluña; la organizada contra el atentado de Hipercor, en 1986; la de la huelga general contra el gobierno de Felipe González, también a finales de los 80; y una de las muchas que se convocaron en 2011 o 2012 para protestar contra los enésimos recortes del gobierno de Artur Mas, y que a este le afectaron tanto como el vuelo de una mariposa. Las protestas callejeras ofrecen las mismas ventajas que un partido de fútbol: la individualidad se diluye, para sumirte reconfortantemente en la masa; todas las aristas del yo, sus incertidumbres y contradicciones, su indefensión y su infinitesimalidad, desaparecen en las tibias entrañas del nosotros. Es tranquilizador compartir con tanta gente un propósito, una aspiración: que las banderas sean las mismas, y también los afanes. Sin embargo, eso mismo es lo que me repugna: la identificación con gente con la que no quiero ser necesariamente identificado, solo porque coincidimos en una reivindicación. ¿Por qué debo emparejarme con alguien a quien me parezco tanto como un huevo a una castaña? ¿Por qué he de sumarme a un grupo en el que milita gente con la que no se me ocurriría nunca tomarme un café, es más, de cuya compañía huiría activamente en cualquier otra circunstancia de la vida? El aborregamiento de los gritos al unísono, de las consignas coreadas, de las bufandas y el lenguaje del mismo color, me espanta y me entristece. También hay, en este rechazo mío a las causas, he de admitirlo, una razón más vinculada a la psicología personal que a las consideraciones éticas o estéticas: me duele que el yo se desvanezca en esa acumulación brutal de yos; no tolero, esto es, mi narcisismo no tolera, que se me deje de percibir como un ser distinto, irreductible, singular. A las manifestaciones colectivas, sobre todo a las que han adquirido un carácter institucional, como la religión, la política o el deporte, se las ha llamado "máquinas de inmortalidad", porque nos vinculan a una razón supraindividual que nos proyecta hacia el pasado -su historia- y hacia el futuro -sus esperanzas y expectativas-. En mi caso, paradójicamente, esas manifestaciones colectivas no son la inmortalidad, sino la muerte: la muerte de Eduardo, la muerte de el ser separado y único que constituyo, la muerte de una voz que me esfuerzo en todo momento por que tenga inflexiones propias. Sin embargo, y a pesar de esta incapacidad mía para abrazar cuanto exceda de los límites estrictos de la persona, o, a lo sumo, de los límites de su círculo de confianza, comparto muchas de las reivindicaciones que se airean en la sociedad, sobre todo en estos tiempos de involución, y celebro sus éxitos. Nunca participaría en su reclamo, pero me alegro de que alcancen sus objetivos. Hace unos días, conocía por televisión el triunfo de los vecinos del barrio burgalés de Gamonal en su lucha contra un proyecto urbanístico que no resultaba acorde con la realidad social de la ciudad y que, además, apestaba a pelotazo inmobiliario. Que aquella protesta tuviera lugar, y que además culminara con éxito, en una ciudad tan católica y conservadora como Burgos -que no hay que olvidar que fue capital de la España del Alzamiento-, me llenó de júbilo. Y ver cómo el alcalde, otro lobezno de las huestes de Aznar, disimulaba su contrariedad con una retórica babeante, que apelaba a aquello en lo que no cree -la razón y el diálogo-, y un rictus de neoliberal angustiado, aún me complació más. Hoy, viniendo de una entrevista en la Organización Marítima Internacional, mientras cruzaba el parque de Battersea, cuyo aire helado crujía bajo la presión de un sol imperativo, y a mi lado pasaban los joggers, y los ciclistas, y una colección de perros que más bien parecían ser los modelos de una pasarela canina, he leído en el periódico que el presidente de la Comunidad de Madrid, ese subordinado de la lideresa más superferolítica del mundo desde Margaret Thatcher, al que nadie ha votado, y cuyos méritos para ocupar el puesto que ocupa se reducen a haber sido el más diestro lamedor de esfínteres de su ama, ha retirado el proyecto de privatización de la sanidad madrileña, y que ha dimitido el principal sustentador del desaguisado, un tal Javier Fernández-Lasquetty, consejero de Sanidad, que se conoce que no ha hecho otra cosa en su vida que vivir en el barrio de Salamanca y prestar sus inestimables servicios al Partido Popular. Noticias como esta me llenan de felicidad. Demuestran, sobre todo, que la rebelión de la gente sí sirve, y que los enormes sacrificios de los médicos y trabajadores sanitarios de la Comunidad de Madrid -que han perdido nóminas enteras, que han sufrido la difamación y el desprestigio vertidos por la propia administración sanitaria y los medios de comunicación afines al gobierno, y que se han visto envueltos en los inevitables expedientes sancionadores incoados por los patronos- no han sido en vano. Todos tenemos que estar contentos. Y en Cataluña y Valencia, donde llevan años privatizándonos, deberíamos aprender de los compañeros madrileños. A veces, las cosas no son irremediables: que sucedan o no depende de nuestra capacidad para oponernos, de lo que estemos dispuestos a empeñar en el envite. Yo, acaso lamentablemente, no empeñaría otra cosa que el voto y la opinión. Pero comparto esa lucha con el mismo ahínco con la que abrazo mi soledad.
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