De librería, en realidad. Hoy visito Laie, una de las pocas librerías literarias que sobreviven en Barcelona. Me queda cerca: he de presentar en el Departamento de la Generalitat donde trabajaba mi solicitud de excedencia (no hablo con nadie; nadie habla conmigo: me sellan el papelote en el Registro y me marcho dando los buenos días) y decido dejarme caer, para curiosear revistas y novedades. Antes había muchas librerías con un buen fondo editorial en la ciudad, pero algunas han desaparecido (la más reciente, Catalonia, una referencia durante casi un siglo, que sobrevivió a una guerra civil y a cuarenta años de fascismo, pero que no ha podido resistir el empuje de lo digital; en su antiguo local sirven ahora hamburguesas) y otras, replegado a lo fácil y de mayor consumo, como la FNAC-Casa del Libro, donde antes había una amplia oferta de poesía, pero ahora apenas se encuentran unos pocos títulos en un rincón, y en los estantes de abajo (Borges decía que la disposición de una biblioteca es un ejercicio de crítica literaria, y acaso el más radical. La FNAC aplica inmisericordemente sus criterios crítico-mercantiles). La poesía es una buena piedra de toque para conocer el estado de salud de la cultura, en general, y de la librería a la que nos asomamos, en particular. Si ha desaparecido, o casi, no va bien. El lugar quizá mejore sus resultados a corto plazo, pero, a la larga, está condenado a morir. Alibri, por ejemplo, otra librería clásica -la antigua Herder, en la que comprábamos los libros que nos mandaban leer en clase de literatura en nuestro ya remoto bachillerato-, sobrevive a duras penas, con un fondo crecientemente menguante, casi siempre vacía, y aferrada a su especialización tradicional: los libros de idiomas. Laie resiste gracias a su amplia oferta, a la eficacia de sus servicios de busca y entrega, a sus actividades culturales y, sobre todo -también hay que decirlo-, a su bar-restaurante, seguramente el lugar más agradable de la ciudad para que los letraheridos se dejen herir por las letras, aunque sus sillas sean una tortura. La librería ha perdido irremediablemente la carrera con la otra grande de Barcelona (y, a este paso, de todo el país), La Central, en cuanto a la magnitud de la oferta, pero esgrime este espacio como seña de identidad y como polo de atracción. Y funciona. Esta vez no me quedo a tomar un café: quiero volver pronto a casa para seguir con Whitman, cuya prosa me está martirizando, pero me entretengo un rato en los stands. Extrañamente, no veo nada, entre los libros de poesía, que me atraiga lo suficiente. En realidad, y a menos que tenga en la cabeza un título con el que hacerme, mi proceso de selección de un libro es por eliminación: uno lo descarto porque no me gusta la editorial que lo ha publicado; otro, porque el autor es idiota; otro, porque la edición es un espanto; otro, porque el tema o el estilo no me interesan; otro, porque el traductor es una garantía de que la traducción será horrenda; otro, porque es demasiado caro; otro, porque se ha publicado gracias a un premio amañado; otro, porque de él ha hablado bien un crítico infame (o idiota). Al final, muchas veces, no queda nada que comprar. Hoy reparo especialmente en los precios: casi todos se me antojan excesivos. Será porque empiezo a habituarme al de los libros en Inglaterra, sensiblemente más baratos que los españoles. Lo cual me sorprende, porque en Inglaterra casi todo es más caro que en España. Allí, una novedad de poesía, en rústica, pero muy dignamente editado, en un sello conocido, puede costar 4 o 5 libras, unos seis euros. Aquí, eso es lo que valen las plaquettes, y cualquier librejo o antología de medio pelo no baja de los once o doce euros. Dejo el rincón de la poesía y me aventuro por los de teoría, crítica literaria y filosofía, que a veces me deparan alguna sorpresa. Hoy, no. Cuando ya inicio la retirada, decepcionado, repaso los libros de viajes y la narrativa en castellano, y allí doy, por fin, con las presas de la jornada: Julio Camba y Juan Marsé. Uno siempre incurre en los mismos vicios: Camba es una especie de obsesión, un valor seguro, una tentación irresistible. Frente a todos los esfuerzos de la modernidad, frente a las propuestas novedosas, o digitales, o estrambóticas, aquel gallego que fue anarquista en Argentina y luego fascista en España y por fin liberal en casi todas las capitales del mundo, ofrece una prosa limpia, agilísima, irónica hasta la carcajada, inteligente hasta el dolor. Me quedo con Sobre casi todo y Sobre casi nada, dos títulos recién publicados por Renacimiento, una editorial que no me es simpática, pero que, en su cerrada defensa de lo tradicional, lleva muchos años realizando una saludable labor de recuperación de los mejores títulos de una bohemia de la que muchos hablan, pero que pocos leen, y de la primera literatura del siglo XX, que está plagada de joyas enlodadas por el paso del tiempo o por la incuria de los críticos habituales. En cuanto a Marsé, Alfabia ha tenido la buena idea de reeditar, bajo el título de Señoras y señores, un conjunto de semblanzas de políticos, escritores y personajes de la farándula que el escritor barcelonés publicó en los años 70 y 80 en la revista Por Favor y el diario El País. Son retratos satíricos, en los que Marsé -autor de algunos de los mejores cuentos de la literatura española de siempre: Teniente Bravo- fustiga la inmarcesible imbecilidad patria, encarnada en individuos como Isabel Pantoja, Julio Iglesias o José María Ruiz-Mateos, y la deshonestidad de políticos de toda laya, aunque reserva sus mejores pullas para los fascistas o exfascistas -Juan Antonio Samaranch, José Antonio Girón, Fernando Vizcaíno Casas, Laureano López Rodó- y los modernos catalanistas -el matrimonio Pujol-Ferrusola, Lluis Llach, Baltasar Porcel-. Los personajes están un poco apolillados, es cierto, pero la prosa de Marsé los vivifica: las caricaturas son un prodigio de penetración, a la vez que de naturalidad: el trazo incisivo, sutilmente hiperbólico, ilumina lo esencial como quien no quiere la cosa, pero con una precisión demoníaca. La galería de personajes se completa con dos semblanzas actuales: las de Artur Mas y María Dolores de Cospedal (que tiene nombre de enfermedad chunga: "ay, me duele mucho el cospedal; ¿será grave?"), y es una pena que Marsé y Alfabia no hayan avanzado por esta senda: España es hoy un criadero de personajes que dan para invectivas sin cuento, un verdadero zoológico de especímenes risibles, un océano de carcajadas a la espera de quien las despierte. Porque en esto, como en casi todo, se trata de reír por no llorar.
No hace mucho leí "Londres" con artículos de Julio Camba, un libro delicioso... cargado de buen humor... Como tú, seguiré buscando a Camba en las librerías.
ResponderEliminarVerás cómo no te decepciona. Camba es un valor seguro. Pero tampoco hay que empacharse. A veces le asoma el plumero fascistilla, y entonces cansa. Poco a poco. Sin prisa, pero sin pausa, querido Agustín.
ResponderEliminarAbracísimos.