miércoles, 15 de enero de 2014

El defensor del pueblo

El defensor del pueblo es una institución curiosa. No tiene apenas capacidad ejecutiva y, por lo tanto, ha de basar su actuación en la autoridad moral. Su prestigio deriva de su tenacidad: que inquiera por un asunto supone que tiene fundadas sospechas de que la administración pública no ha actuado como es debido. Recuerdo, cuando estudiaba Derecho y analizábamos la figura del defensor del pueblo, introducida en la Constitución aprobada hacía muy poco, que siempre se mencionaba su origen escandinavo. Y todavía recuerdo el nombre, de relumbres nórdicos, con el que se le designaba: el ombudsman. Un ombudsman parecía entonces mucho más que un defensor del pueblo: parecía un atlante, venido del Septentrión, que extendiera los brazos poderosos por sobre las cabezas de la ciudadanía universal, para protegerla de las arbitrariedades, los abusos y las injusticias del poder. En aquellos años de inocencia constitucional, el ombudsman era una garantía de equidad, un muro ante la opresión, un triunfo de la democracia y la civilización. Con los años, el ombudsman ha palidecido en defensor del pueblo, o, mejor, en defensores del pueblo: ahora no solo el estado, sino cada pueblo, comunidad autónoma e institución pública (y hasta privada) tienen uno. Los defensores del pueblo han brotado como setas, cada uno de ellos defendiendo a su pueblo. Tener un defensor del pueblo viste mucho: infunde prestigio, aunque no sé si sus logros están a la altura de su reputación. Mi relación con ellos ha sido intensa, pero con desigual fortuna. Hace un par de años, solicité al ayuntamiento de Sant Cugat que no limpiara las calles con sopladores de hojas, cuyo ruido infernal se enseñoreaba, desde las siete de la mañana, de todas las calles de barrio, y que adoptase un instrumento alternativo, llamado escoba, que era barato, fácil de usar, almacenar y mantener, ecológico, silencioso y que, además, permitía que los barrenderos se mantuvieran en una estupenda forma física, en lugar de someterlos (a ellos y a nosotros) a la tortura de soportar aquel estruendo diabólico, a inhalar los gases de la gasolina con que funcionan los sopladores, y a transportarlos a la espalda, con lo que pesan. Naturalmente, el ayuntamiento no respondió a mi petición (a pesar de que la dirigí a un portal del consistorio que se llamaba "El ayuntamiento responde"), y se me ocurrió recurrir al defensor del pueblo de Sant Cugat. Pasaron los meses, y no tuve noticia de la noble institución. Pero, abierto el camino de los ombudsman, ¿por qué no seguir por él? Apelé entonces al síndic de greuges, el defensor del pueblo de Cataluña, para que me defendiera de la inactividad del defensor del pueblo de Sant Cugat, al que había recurrido para que me defendiera de la inactividad del ayuntamiento de Sant Cugat. El síndic declinó actuar, porque la competencia para defender a los vecinos de Sant Cugat era del defensor del pueblo de Sant Cugat. Así pues, subí un nuevo escalón y me dirigí al defensor del pueblo español, para que me defendiera de la inactividad del defensor del pueblo de Cataluña, al que me había dirigido para que me defendiera de la inactividad del defensor del pueblo de Sant Cugat, al que me había dirigido para que me defendiera de la inactividad del ayuntamiento de Sant Cugat. Y aquí se obró el milagro: al cabo de poco, el defensor del pueblo de Sant Cugat me escribió para notificarme, exultante de satisfacción, que el ayuntamiento de Sant Cugat se había comprometido a sustituir los sopladores de hojas por "pértigas", que, supuse, lanzarían agua o aire, pero serían más silenciosas que aquellas máquinas del demonio. Sin embargo, la eficacia de la gestión del defensor del pueblo de Sant Cugat duró lo que dura una hoja que cae en otoño: durante algunas meses, los barrenderos utilizaron, sí, las pértigas, un mecanismo de soplado mucho más benigno para la salud de los vecinos, pero enseguida, se conoce que nostálgicos de aquel atronador paso suyo por las calles, volvieron al pandemonio inicial. Hoy la situación se repite, aunque en un ámbito distinto. La primavera pasada tuve un desagradable altercado con una funcionaria de la Universidad de Barcelona, una de esas empleadas psitácidas, educadas en la majestad del formulario y la triplicación de la instancia, que se atrincheran en la ventanilla y propinan recios golpes de expediente en la cabeza de quien se atreve a disentir. Para protestar por aquel maltrato, recurrí al defensor del pueblo de la Universidad, pero también ahora han pasado los meses y el defensor del pueblo de la Universidad aún no me ha defendido. Me he dirigido, pues, al defensor del pueblo de Cataluña, para que me defienda de la inactividad del defensor del pueblo de la Universidad, pero ha declinado actuar, porque ha firmado un convenio con el defensor del pueblo de la Universidad para que sea este el que defienda a los que recurran al defensor del pueblo de la Universidad. En consecuencia, me he dirigido, de nuevo, al defensor del pueblo español, para que me defienda de la inactividad del defensor del pueblo de Cataluña, al que me había dirigido para que me defendiera de la inactividad del defensor del pueblo de la Universidad. Yo sigo confiando en el defensor del pueblo, sea cual sea. A ver qué consigo esta vez.

2 comentarios:

  1. Ombudsman, qué recuerdos!!
    Mi profesor de derecho político decía: a éste hombre bueno le han dejado pocas atribuciones: advertencias, sugerencias y recomendaciones (si no me falla la memoria)

    Suerte


    Un abrazo

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  2. Ya te contaré (quizá lo haga en el propio blog) lo que suceda, si es que sucede algo.

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