martes, 7 de enero de 2014

Yvon House y todo lo demás

Vivimos en un piso que se encuentra en un inmueble rehabilitado. Antes Yvon House -así se llama- era una fábrica, como tantos otros edificios del barrio. De hecho, casi todo el barrio era una zona industrial, que albergaba, por su proximidad con el río y con los nudos ferroviarios del sur de Londres, almacenes, silos, factorías y muelles. Con el paso del tiempo y el crecimiento de la población, que empujaba a esas amplias y destartaladas extensiones fabriles hacia unos confines cada vez más alejados del centro de la ciudad -es sorprendente pensar lo cerca que quedaban del corazón del mundo, simbolizado por el edificio del Parlamento-, el espacio que ocupaban se ha destinado a viviendas e instalaciones públicas. No sé qué se fabricaba o almacenaba aquí. Sí, que la reconstrucción ha sido cuidadosa, y que la planta, cuadrangular, y el ladrillo original del edificio se han conservado. Este ladrillo inglés no es tan oscuro como lo pintan, sino que recorre una extensa gama de tonos rojizos: a veces, roza el granate; otras es ocre, incluso rubio. Durante muchos siglos, ha sido el humo de las fábricas el que lo ha tiznado hasta casi la negrura; ahora es el de los tubos de escape y la contaminación que genera la actividad humana el responsable de que se oscurezca. Desde nuestro comedor, en el que sobreviven también tres grandes ventanas de la antigua factoría, se ven, muy próximas, las casas de enfrente. La calle es estrecha y su nombre no resulta demasiado eufónico: Warriner Gardens. Se pronuncia guorriner (o guarriner, aún no hemos conseguido elucidarlo) y no tiene jardines, salvo que queramos considerar jardines los escuchimizados arriates que adornan la entrada de algunas casas. Pero esto es normal aquí: nuestra dirección es Alexandra Avenue, que no es una avenida, y en Warriner Gardens no hay jardines. A veces me quedo mirando por la ventana lo que hacen los vecinos de enfrente. La curiosidad es un impulso natural del ser humano: cuando recae, por ejemplo, en esos hongos extraños que asoman en el microscopio, nos proporciona la penicilina; cuando se aplica a la vida de los vecinos, da para una película como La ventana indiscreta o para una entrada en un blog. Lo cierto es que me siento una mezcla de James Stewart y Henri-Frédéric Amiel. Siempre me ha llamado la atención en Inglaterra el contraste entre la importancia que se otorga a la intimidad de cada cual, a la privacidad de los ciudadanos, y la despreocupación con la que muchos muestran esa misma vida privada a los demás. Las casas que tenemos delante son antiguas, estrechas, modestas. No viven ricos en ellas. En muchas las cortinas nunca están corridas. En una siempre veo niños en pijama, una madre que plancha y un abuelo sentado en un sofá, que bebe de una taza. Los niños me miran también por la ventana, y deben de pensar que en mi piso las cortinas no están nunca corridas, y que alguien muy alto y con barba, que bebe de una taza, les está espiando. Ayer, cuando estaba de vigía, pasó el cartero, vestido de rojo. No sé si Correos se habrá privatizado ya: así lo había decidido el gobierno. El otrora legendario servicio de correos británico será ahora una empresa más, que honrará exclusivamente el sacrosanto principio del lucro. El cartero estuvo hablando un buen rato con una vecina, que parecía describirle, con gestos, un paquete que no había llegado. Mientras ambos dialogaban, se abrió la puerta de al lado y salió una señora en bata blanca y zapatillas de baño, que bebía de una taza. Aquí todos bebemos de taza: beber de taza es un rasgo diferencial, aunque nunca he sabido muy bien en qué se diferencia este "diferencial" del que hay en los motores de los coches. No pude descubrir por qué salió: estuvo unos segundos en la puerta, miró discretamente a la vecina y al cartero, echó otro vistazo a la calle, y volvió adentro. Presidiendo la escena, dos coches aparcados: un mini, rojo con listas blancas, y un bentley morado, antiguo pero fulgurante: el amor por los coches de los ingleses se manifiesta en cualquier barrio, en cualquier rincón. Por la tarde, Ángeles y yo salimos a pasear por el barrio, y tomamos por Warriner Gardens. Al lado de nuestro edificio hay otro semejante, aunque mucho más bonito. Es también una antigua fábrica, pero aquí la remodelación ha sido más lujosa, casi barroca, con puentecillos metálicos que conectan las diferentes galerías de los pisos, luces integradas en las paredes, plantas ornamentales y una oscuridad de terciopelo, con incrustaciones doradas: se llama Mandeville Courtyard. Algo más allá, distinguimos un negocio: McKinney & Co., que, por su nombre y la tipografía empleada, creímos una empresa de whisky. Nos defraudó comprobar que solo era una lavandería. Como para recordarnos los placeres que nos habíamos perdido, pasaron por nuestro lado en aquel momento dos gordos tatuados, descamisados y felices, que parloteaban en un inglés impenetrable y sorbían jubilosamente de sendas latas de guiness. A esa hora, los vecinos ya no salían de casa. La oscuridad mojaba las fachadas. En casi todas las entradas se amontonaban los cubos de basura. Quizá alguien, desde alguna ventana, nos vería pasar, indolentemente, por la calle, y se preguntaría qué hacían aquellos dos mirando las fachadas oscuras de las casas, con el frío que hacía.

2 comentarios:

  1. Me has recordado la portada del libro de Octavio Paz "Jardines Errantes" (con el que disfruté muchísimo) -El mar rojo era azul y el cielo estaba rojo- (+ o -)

    Otro abrazo

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    1. Octavio Paz, qué grande: el mejor ensayista en español del siglo XX, y uno de los mejores poetas. Es un honor que lo que he escrito te lo haya recordado.

      Más besos.

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