Los Reyes Magos me han devuelto a Inglaterra. Ayer volvimos a esta viejísima monarquía con la compañía Monarch, y una de las primeras cosas que vimos, al poner el pie en el aeropuerto de Gatwick, fueron dos inmensos mosaicos con la cara de la reina -uno, actual; el otro, de cuando era joven, hace muchas décadas-, compuestos por multitud de imágenes más pequeñas de gente. La metáfora es obvia: la soberana es la corporeización del pueblo británico; igual que lady Di, aquella patata hervida con hermosas piernas, pasaba por ser "la princesa del pueblo", hoy se quiere que Elizabeth sea la reina del pueblo, aunque ni una ni otra son, o han sido, otra cosa que representantes de su clase social. La llegada a Londres ha estado salpicada de esos minúsculos incidentes que dan fe de que el entorno es otro, sujeto a normas y azares propios: el operario que está al otro lado de la puerta del avión, en el finger, cuando salimos del aparato, es un sij aparatoso, con uno de esos turbantes cupulares donde se enroscan los metros de pelo crecido en años sin cuento, y unos bigotazos blancos que parecen otras alas de avión. Luego, mientras esperamos la salida de las maletas, alguien se desploma a nuestro lado. No hay gritos, no hay carreras. Dos viajeros se acuclillan ante el enfermo, lo tocan, le preguntan con suavidad. Se conoce que está mareado. O quizá se esté muriendo. Vemos luego que vienen dos policías, pero no con camillas, sino con biombos: antes que retirarlo, o atenderlo, hay que apartarlo de la vista de los demás. Nos montamos luego en el tren. Hemos tenido la precaución de sacar los billetes con antelación, por internet. Eso nos permite evitar las colas terroríficas que se han organizado ya en la estación para comprarlos. Ah, las colas: casi me había olvidado de ellas. Pero uno no está en Londres hasta que no se sumerge en un maremágnum permanente, en una espera, para cualquier cosa, que se prolonga o ramifica sin fin discernible. Cuando subimos al tren, ha empezado a llover. No hace demasiado frío (de hecho, esta mañana, en Sant Cugat, hacía más), pero el viento y la lluvia lo vuelven todo más desagradable. En el instante en que pongo el pie en la escalerilla del vagón, siento la oscuridad que me rodea: el tubo de luz delante de mí, pero una penumbra ferroviaria a mi alrededor, hecha de aire humoso y olores galvánicos y fugacidades grises. Aunque la locomotora no desprende vapor, sino un trémulo ronroneo, me siento protagonista de una de aquellas películas en las que alguien subía al tren en una estación solitaria, tenebrosa, perseguido quizá por los nazis, o por una policía política con las peores intenciones, o por un amante despechado, entre nubecillas de vapor y pitidos que anunciaban el arranque de la máquina. En la estación de Victoria hemos de coger otro tren, hasta la de Battersea Park, la más cercana a nuestra casa. Ahora es difícil apreciarla, porque estamos cansados y sigue lloviendo, pero me gusta la estación de Battersea Park. Es antigua: se inauguró en 1867, bautizada como York Station; en 1885 adquirió el nombre que todavía conserva. El vestíbulo, recoleto, y el acceso a los andenes son de madera; de hecho, hasta uno de los andenes -usado hasta 2012, ahora cerrado- es también de madera. La forja de las columnas es igualmente la original. Pese a su diseño industrial, no resultan pesadas, sino extrañamente airosas, quizá por las volutas de hierro que rematan discretamente los capiteles. Son blancas, pero el verde leve del óxido les da un matiz herboso. La fachada es de estilo gótico veneciano y ladrillo policromado, aunque ahora apenas puede verse, tras los andamios de la enésima rehabilitación. La estación ha de remodelarse completamente cuando el proyecto de rehabilitación del barrio, cuyo eje es la transformación de la Battersea Power Station en un centro residencial y de ocio, se lleve a cabo, y temo lo que vayan a hacer con ella. Confío en que, al menos, la fachada perdure, aunque no creo que se quiera conservar el interior de madera. Cuando salimos a la calle, sigue lloviendo. Reconozco los lugares ya familiares: el tabernáculo de una iglesia pentecostal; la biblioteca del barrio; el tesco donde hacer las compras urgentes; los restaurantillos de indios y paquistaníes y su irremediable olor a curry. Llegamos por fin a Alexandra Avenue, donde vivimos. Debe de ser la avenida más breve del mundo: solo la cruzan dos calles; no tendrá más de doscientos metros. Pero, por mor de la costumbre de los ingleses de llamar a las cosas de la forma más confusa posible, es una avenida, como los Campos Elíseos de París. Sonrisas, el conserje de noche, indio, nos regala su faz indestructiblemente risueña, nos entrega el correo, nos desea un feliz año, y nos devuelve el juego de llaves que le confiamos al irnos. Ya estamos en casa.
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