La tarde de ayer iba para fracaso; de hecho, fue, durante un buen rato, un fracaso. Quisimos ver The Wolf of Wall Street en un cine de King's Road, el que más cerca nos quedaba de casa, pero ya se habían agotado las entradas (parece mentira que siga pecando de ingenuo: en Londres hay que reservarlo todo). Al salir del cine, quise comprar El País en una papelería a la que suele llegar, pero también se había agotado. Buscamos entonces un lugar donde merendar: todo estaba cerrado. Hacía un frío helador, y era urgente que encontráramos algún refugio donde calentarnos y asimilar el reiterado disgusto. Nos metimos por fin en un Starbucks. Esta cadena me gusta poco: su envoltorio desenfadado y juvenil oculta una calidad escasa y, sobre todo, una agresividad comercial que aborrezco: por donde pasa un Starbucks no vuelve a crecer la hierba, es decir, desaparece todo el comercio local, los cafetines de barrio, los establecimientos singulares que no pueden competir con su grano barato, sus salarios bajos y su expansiva homogeneidad. No me gusta, pues, pero no había otra cosa. Nos sentamos en una mesa minúscula, que además bailaba, a sorber nuestros capuccinos, y yo aproveché para hojear The Independent, que allí está a disposición de los clientes. The Independent es uno de los pocos periódicos británicos que todavía conservan un suplemento literario digno de ese nombre. En la mayoría han declinado hasta, en algunos casos, desaparecer, como en España. (Recuerdo que, en uno de mis viajes a Venezuela, encontré en el retrete de un bar un montón de esos suplementos, del diario El Nacional, dispuestos como papel higiénico; dada la escasez en ese país de tan imprescindible artículo, es comprensible, aunque seguramente los dueños del local eran chavistas: habían elegido para aquel sombrío menester las páginas de una publicación opositora). Entre los artículos de ayer, una columna me llamó la atención: trataba de Jerome K. Jerome, un autor por el que siento un gran aprecio, y del que ya he hablado en alguna otra entrada de este blog. La idea del columnista, Christopher Fowler, era la siguiente: algunos autores obtienen tal éxito con alguna de sus obras, que ya quedan para siempre identificados con ella, y esa identificación proyecta una sombra insuperable sobre el resto de su producción, de forma que ningún otro libro, con méritos acaso semejantes, alcanza casi nunca la misma consideración pública. En el caso de Jerome, su obra capital había sido la deliciosa Tres hombres en una barca (por no mencionar al perro), publicado en 1889. Pero, después de él, vieron la luz otras once novelas, numerosos volúmenes de relatos y una autobiografía. Antes, Jerome había escrito también varias obras de teatro, una de las cuales fue llevada al cine. Entre esa obra posterior, señalaba Fowler, destacaba una secuela de Tres hombres en una barca, titulada Tres hombres sobre ruedas, aparecida en 1900, que narraba el viaje de los tres protagonistas, en bicicleta, por la Selva Negra alemana, y que, en opinión del articulista, resulta tan agradable como la primera entrega. El relato del caso de Jerome era interesante, pero más me interesó el tono del artículo: preciso y riguroso, pero fluido, amable, ligero, como la propia literatura que describía. La ligereza, contra lo que suele decirse, es una gran virtud: nos reconcilia con las asperezas del mundo, con la densidad a menudo insoportable de las cosas. La ligereza promueve el buen humor y el buen ánimo, dos espléndidas bondades. Y es muy difícil conseguirla: lo fácil es lo ceñudo, lo pétreo, lo que infunde en el lector la misma oscuridad que anega al escritor. Siempre he creído que la crítica literaria, incluso esa tan volandera que se ejerce en los periódicos, ha de estar inspirada por esa voluntad acariciadora y risueña, aunque sin privarla del peso de sus argumentos ni de la exactitud de su juicio. Recuerdo con enorme placer las reseñas que Jorge Luis Borges publicaba en la revista bonaerense El Hogar en los años treinta, y que fueron recogidas en los ochenta por Tusquets Editores. El Hogar era una revista femenina, en la que abundaban las recetas de cocina y los anuncios de lencería. Entre pasteles y sujetadores, pues, aparecían las brevísimas críticas de Borges, que eran una delicia de prosa y de valoración, aunque también reflejaran, como no podía ser de otro modo, los prejuicios del argentino, que eran muchos. Pero hasta esos prejuicios se exponían con una argumentación persuasiva y un ingenio verbal sobresaliente. El primer y principal requisito de la crítica literaria ha de ser que constituya una pieza literaria tan plausible como la obra criticada, o más aún; la crítica es tan literatura como la literatura, y debe poder leerse con la misma fluidez, y proporcionar el mismo placer, que un cuento, un poema o una novela. Fowler lo consiguió en su artículo sobre Jerome, que me redimió de una tarde de perros. Ahora solo me queda animarme y traducir Tres hombres sobre ruedas, del que, por lo que veo en la página web del ISBN, solo se ha hecho una versión, en una antigua colección juvenil de Bruguera, con el desafortunado título de Tres ingleses en Alemania.
Fowler y tú me habéis puesto los dientes largos.
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