Esta semana pasada hemos sabido por la prensa que Mónica Spears, miss Venezuela en 2004 y finalista en el certamen de miss Universo en 2005, ha sido asesinada en una carretera de su país, cuando estaba de viaje, junto a su exmarido. El crimen ha tenido repercusión mundial, por la dimensión pública de la víctima, que había protagonizado numerosas telenovelas desde sus éxitos en los concursos de belleza, y por la violencia -y nunca mejor dicho- con que un suceso como este denuncia la inutilidad de las medidas del gobierno venezolano contra la delincuencia; aunque, claro, no puede ser útil lo que no existe. Yo he estado dos veces en Venezuela: la primera, invitado a la bienal literaria Mariano Picón Salas, en Mérida, y la segunda, de turismo con mi familia. En esta ocasión, recorrimos Caracas, Trujillo, Valencia y Maracaibo. Doy fe de la situación opresiva, si no angustiosa, en la que vive la gente, o, al menos, la gente con algo de dinero, con algún bien material. Nuestras visitas en Caracas, por ejemplo, cuando salíamos del centro (aunque es difícil determinar el centro en una urbe tan caótica) o de los barrios seguros, como Chacao, se limitaban a un paseo en coche, con las ventanillas cerradas y los seguros echados, y a ocasionales paradas para admirar una vista, en las que nos apeábamos, mirábamos -sin alejarnos apenas del carro- y nos volvíamos a meter enseguida en el vehículo. En Trujillo, donde pasamos quince días con unos amigos, no podíamos meternos por algunas carreteras, y observamos, en alguna inquietante ocasión, cómo nuestro anfitrión sufría por haberse equivocado de ruta y no saber cómo salir de aquella amenazante maraña de curvas y selva. En el mercado de Maracaibo, un desconocido avisó a nuestro amigo de que escondiera la cadena de oro que llevaba al cuello, porque aquella no era una zona segura. Por las autopistas del país esquivábamos baches sin cuento, que estaban, no obstante, señalizados por los vecinos de las poblaciones adyacentes. Por la prensa he sabido estos días que esos baches los utilizan -o los hacen- también los delincuentes para obligar a pararse a los coches y asaltar a sus ocupantes. Recuerdo también que, nada más llegar al país por primera vez, en 2007, vi a alguien correr por la calle, perseguido por otro alguien que esgrimía un cuchillo de cocina. Y todo estaba enrejado, asegurado, vigilado, aunque eso, naturalmente, no impedía los crímenes. Todo el mundo con el que hablábamos había sufrido un asalto, un robo en casa, una amenaza a punta de pistola, la sustracción del coche. Hace dos días recibí un correo electrónico de una buena amiga venezolana, que nos alojó a Ángeles, a Álvaro y a mí en la capital en 2010, en el que me contaba que, al volver el año pasado de Barcelona, donde había estudiado, la desvalijaron en la calle: la dejaron prácticamente desnuda, sin llaves de casa, temblando de miedo. En el caso terrible de Mónica Spears (que, insisto, se ha difundido por la popularidad de que gozaba la víctima, pero que no difiere de otros muchos miles de asesinatos que se producen al año en Venezuela: 79 por cada 100.000 habitantes), se ha asesinado también a su exmarido, el inglés Thomas H. Berry, y se ha herido de bala a la hija de ambos, de cinco años. Y de esto quería hablar hoy, aunque me haya ocupado hasta el momento de la violencia en el país andino: de la presencia de ingleses en los rincones más inverosímiles del mundo. Quizá sea una herencia de su pasado colonial y navegante, o una consecuencia de su condición isleña, que los impulsa a liberarse de una geografía tan estrecha, o un rasgo de su carácter, inquisitivo y permeable: no lo sé, pero me llama la atención su predisposición a establecerse en los lugares más extraños del planeta. En España, son conocidos los casos de Gerald Brenan, don Gerardo, que vivió en Yegen y en Churriana, y que escribió uno de los mejores análisis de las causas de la guerra civil española, El laberinto español, así como una excelente biografía de San Juan de la Cruz, entre muchos otros libros; y de Robert Graves, el autor de Los mitos griegos y Adiós a todo eso, que se instaló en Deià, en Mallorca, pero que, como Brenan, hubo de abandonar España al estrellar la guerra fratricida. Pero los ejemplos perduran: muchos décadas después del conflicto, los británicos siguen estableciéndose en España, en muchos casos en la costa mediterránea, para beneficiarse de su clima y sus servicios públicos, pero también en otras partes, menos multitudinarias, como las que eligieron Brenan y Graves. Así lo ha hecho Paul Richardson, un periodista y crítico gastronómico londinense, que, tras residir en la desaforada Ibiza de los 90, se ha asentado en Hoyos -el mismo pueblo en el que pasamos las vacaciones-, donde ahora posee viñedos y olivares, y donde escribe libros muy divertidos, con ese ingenio viajero y esa ligereza típicamente británicos, como Cenar a las tantas. No muy lejos de allí, en Plasenzuela, vive otro inglés, Malcolm Jones, a quien los lugareños adecuadamente llaman el inglés, dedicado a explicar a los compatriotas que visitan la región los escenarios de la peninsular war, nuestra guerra de la Independencia, y que, cuando se le pregunta qué es lo que teme más, responde ipso facto: "Que tenga que volver a Inglaterra". Pero hay muchos más casos. En ese primer viaje mío a Venezuela, uno de los actos de la bienal en los que participé fue una lectura colectiva. Pues bien, entre los poetas invitados había una inglesa, Rowena Hill, que no solo se había establecido en Venezuela, sino que había adoptado el español como lengua literaria. Su aspecto seguía siendo formidablemente anglosajón: pálida, delgada, agathachristiana; leía con un hilo de voz algo que me pareció demasiado lleno de flores y plantas, y se manifestaba con una discreción que contrastaba vivamente con la ruidosa extroversión caribeña. No sé, quizá haya noruegos, o húngaros, o canadienses, en Hoyos y en Mérida, Venezuela, pero yo no los he visto. Si están, sin duda lucen menos que estos ingleses irreductibles pero adaptativos, blanquecinos pero resistentes a todos los soles.
Gracias, Anónimo. Tú sabes por qué.
ResponderEliminarUn abrazo.